lunes, noviembre 08, 2010

‘Eucaristía y hambre en el mundo’ de Pedro Arrupe, SJ

Discurso en el Congreso Eucarístico Internacional
Filadelfia, 2 de agosto de 1976.

“Señor, bueno es que nos quedemos aquí” (Mt XVII,4). Es hermoso estar con ustedes y compartir con ustedes esta maravillosa celebración. Pero supongan que el hambre del mundo está también ella con nosotros esta mañana. Pensemos solamente en los que morirán de hambre hoy, el día de nuestro simposium sobre el hambre. Serán millares, probablemente más de los que estamos en esta sala (unas 15.000 personas). Procuraremos oír su petición, con los brazos extendidos, con voces apagadas, con su terrible silencio: “dadnos pan... dadnos pan porque nos morimos de hambre”.

Y si al fin de nuestra disertación sobre “la Eucaristía y el hambre de pan”, dejando esta sala, tuviésemos que abrirnos camino a través de esa masa de cuerpos moribundos, ¿cómo podríamos sostener que nuestra Eucaristía es el Pan de Vida? ¿Cómo podríamos pretender anunciar y compartir con los otros al mismo Señor que ha dicho: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundantemente”? (Jn X,10).

Importa poco que esta gente que se muere de hambre no esté físicamente presente delante de nosotros, sino esparcida por todo el mundo: sobre las calles de Calcuta o en las áreas rurales del Sahel o de Bangladesh. La tragedia y la injusticia de sus muertes son las mismas dondequiera que sucedan. Y dondequiera que sucedan, nosotros, reunidos hoy, tenemos nuestra parte de responsabilidad. Porque, en la Eucaristía, recibimos a Cristo Jesús que nos dijo un día: “Tuve hambre, ¿me has dado de comer? Tuve sed, ¿me has dado de beber?... De verdad les digo: Cada vez que no han hecho esto a uno de mis hermanos más pequeños, no me lo han hecho a Mí” (Mt XXV, 31-46).

Sí, todos nosotros somos responsables, todos estamos implicados. En la Eucaristía, Jesús es la voz de los que no tienen voz. Habla por quien no puede hacerlo, por el oprimido, por el pobre, por el hambriento. En realidad, Él toma su puesto. Y si nosotros cerramos los oídos aquí al grito de aquellos, estamos también rechazando la voz de Él.

Si nos negamos a ayudarlos, entonces nuestra fe está realmente muerta, como nos dice Santiago con tanta claridad: “Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos del alimento de cada día, y alguno de ustedes les dice: vayan en paz, abríguense y coman, sin darles lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está muerta por sí misma” (St II, 14-16).

Hermanos y hermanas, ¡seamos sinceros! La mayor parte de nosotros, aquí presentes, esta mañana nos hemos alimentado bien y vivimos en una situación suficientemente tranquila. Dios nos conceda que no merezcamos la condena que Santiago aplica al rico egoísta, sea un individuo o una nación, que rehusa dar pan al hambriento o ayudar al pobre: “Lloren con aullidos por sus desgracias inminentes... han vivido en la tierra con placeres y lujos, han hartado sus corazones para el día de la matanza. Han condenado, han matado al justo, que no los resiste” (St V, 1. 5-6).

Signo de los tiempos

Han pasado más de diez años desde que el Concilio Vaticano II hizo de nuestro mundo moderno este comentario que debería llenarnos de verguenza: “Jamás la raza humana ha gozado de tal abundancia de riquezas, de recursos y de poder económico. Y, sin embargo, todavía un enorme porcentaje de los ciudadanos del mundo est atormentado por el hambre y la pobreza...” (GS 4).

Hace dos años, la Conferencia Mundial de las Naciones Unidas para la alimentación explicó todavía con mayor precisión en qué consiste este “enorme porcentaje”: “Según las estimaciones más moderadas, hay más de 460 millones de personas en esta situación en el mundo y su número está creciendo. Al menos el 40% de ellos son niños” (Conferencia, Roma, 1974). ¿Y cuál es la situación? El mismo documento de las Naciones Unidas continúa explicando que se trata de “gente permanentemente hambrienta y cuya capacidad de vivir una vida normal no puede ser realizada”.

Estoy seguro que ni uno solo de los aquí presentes ignora estos y otros hechos sobre el hambre en el mundo, como yo y menos que yo. Estamos siendo bombardeados, quizás hasta la saturación, con grabaciones, diapositivas, películas, estadísticas, libros, discursos y resoluciones sobre el hambre. Sólo en los Estados Unidos hay millares de organizaciones, grupos y oficinas que pretenden, directa o indirectamente, eliminarlo. En Roma, donde vivo, las Naciones Unidas emplean más de tres mil personas dedicadas exclusivamente a estudiar y buscar cómo combatir el hambre en el mundo.

Sin embargo, la situación parece empeorarse tanto más, cuanto más el mundo se enriquece. Al principio de su mandato presidencial, John F. Kennedy propuso al pueblo americano dos objetivos: el primero era enviar un hombre a la Luna en una decena de años; el otro era ayudar a eliminar el hambre “en el tiempo de nuestra vida”. Es un triste comentario a los valores de nuestra civilización constatar que el primer objetivo, técnico y científico, se ha conseguido magníficamente, mientras el segundo, más humanitario y social, se ha alejado todavía más de nuestras perspectivas de realización.

¿Cuáles son las razones? ¿Quizás el problema es demasiado grande para nosotros? No hay duda que el hambre y la desnutrición están ampliamente extendidas y causadas por una compleja serie de factores que van de la imposibilidad de prever el tiempo a la rapidez de crecimiento de la población. Pero, por otra parte, los expertos nos dicen que los recursos alimenticios podrían de hecho ser suficientes hasta nutrir a un número mucho mayor de individuos. ¿O quizás no sabemos cómo llegar a una solución?, ¿de dónde partir? También aquí hay muchos factores complejos, socio-económicos, políticos e incluso culturales, que deben tenerse presentes si se quiere encontrar una solución definitiva al problema del hambre en el mundo. En todo caso, para enviar un hombre a la Luna, para armarnos y defendernos a nosotros mismos y a nuestros aliados, hemos puesto por obra un tal despliegue de recursos, de tecnologías, de ingenios humanos y colaboración social, que no podemos decir en conciencia que la gente tiene hambre simplemente porque no sabemos qué hacer o cómo hacerlo. Lo que verdaderamente falta no son los recursos, la tecnología o los conocimientos. Entonces, ¿de qué se trata?

Se trata de nuestra voluntad de hacer algo; de nuestra determinación de administrar los recursos, la tecnología y los conocimientos que tenemos, no sólo para nuestras propias necesidades e intereses, sino también para las que son necesidades fundamentales de los otros. Sea que vengamos de países ricos o pobres, no parecemos estar suficientemente decididos a ocuparnos de las necesidades de quienes están en dificultades, y a traducir nuestro interés, a menudo sincero pero vago e ineficaz, en hechos concretos. El problema del hambre en el mundo no es del todo económico y social ni siquiera político: es fundamentalmente un problema moral, espiritual.
La “koinonía” de los primeros cristianos

Esta verdad fue claramente comprendida por los primeros cristianos. Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que “iban todos los días al Templo como un solo cuerpo, y se reunían en sus casas para partir el pan”. Y el texto añade: “Tomaban las comidas con alegría y simplicidad de corazón... quien tenía propiedades y bienes los vendía y repartía entre todos según la necesidad de cada uno” (Hch II, 45-46). El mensaje es claro y simple. La consecuencia directa, pero también la condición, de orar juntos y de compartir el Pan del Señor en la misma Eucaristía, era poner en común lo que tenían, para que ninguno permaneciese en la necesidad.

El mismo mensaje está claramente expresado por San Pablo y San Juan con una palabra: “koinonía”. Puede traducirse por “comunión” o “amistad”, “ser compañeros”. Ambos usan la misma palabra para describir tres diferentes niveles de relación.

  • Primero, nuestra amistad con el Padre Dios. “Si decimos que estamos en “comunión” con el Padre y caminamos en las tinieblas, mentimos y no ponemos en práctica la verdad” (I Jn I, 6).
  • En segundo lugar, nuestra comunión con Cristo por la Eucaristía, “El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es quizás 'comunión' con la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es quizás 'comunión' con el Cuerpo de Cristo? (I Cor X,16).
  • En tercer lugar, la comunión entre nosotros nos conduce a compartir lo que tenemos, con los otros. “Si alguno de los santos está en necesidad tú debes compartir con él” (Rm XII, 13).

Pero el punto importante en estos tres tipos de comunión, de relación los tres expresados por la misma palabra koinonía es en realidad uno solo. Se trata de diferentes aspectos de la misma “comunión” o “compartición” y no se pueden separar uno del otro. Así, no podemos tener amistad con Dios si no vivimos en comunión unos con otros. Y la Eucaristía es el vínculo visible que significa esta comunión y nos ayuda a constituirla. Ella, efectivamente, reclama y proclama nuestra comunión con Dios y con nuestros semejantes.


Este redescubrimiento de lo que podría ser llamado la “dimensión social” de la Eucaristía, tiene hoy un significado enorme. Una vez más vemos la santa Comunión como el sacramento de nuestra fraternidad y unidad. Nosotros compartimos el mismo alimento comiendo el mismo pan junto a la misma mesa. Y San Pablo nos dice claramente: “Puesto que es uno solo el Pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo: Todos, en efecto, participamos del único Pan” (I Cor X, 27). En la Eucaristía, en otras palabras, recibimos no sólo a Cristo, la Cabeza del Cuerpo, sino también a sus miembros.

Este hecho tiene inmediatas consecuencias, y una vez más nos lo recuerda San Pablo: “Dios ha dispuesto el cuerpo de manera que los diversos miembros se ocupen unos de otros; por ello, si un miembro sufre, todos los miembros sufren al mismo tiempo” (I Cor XII, 24-26).

Dondequiera que haya sufrimiento en el cuerpo, dondequiera que sus miembros estén en necesidad o bajo presión, nosotros, que hemos recibido el mismo Cuerpo y somos parte de Él, debemos estar directamente implicados. No podemos mantenernos fuera o decir a un hermano: “Yo no tengo necesidad de ti, yo no quiero ayudarte”.

Debería, en este punto, ser evidente por qué un simposium sobre el hambre pueda ser parte integrante y fundamental de un Congreso Eucarístico Internacional. Hace doce años, en su saludo inaugural al “Seminario para la alimentación y la salud”, que formaba parte del 38º Congreso Eucarístico Internacional de Bombay, el Cardenal Gracias dijo: “Pretender unir a todos los hombres en la participación de un Pan espiritual sin proveerles al mismo tiempo de pan material, es únicamente un sueño”.

Estas palabras son hoy más verdaderas que nunca. Nosotros no podemos recibir dignamente el Pan de Vida sin compartir el pan para la vida con quien lo necesita.


Nuestro esfuerzo debe tener, por su misma naturaleza, las dimensiones del mundo. Como el cuerpo que compartimos pertenece a todos los pueblos y no conoce barreras de raza, de riqueza, de clases y culturas, así el ponernos a disposición de sus miembros debe ser igualmente universal. La mesa del Señor en torno a la cual nos sentamos hoy, debe ser la mesa del mundo. Hoy nuestro prójimo no es ya sólo el hombre atacado por los ladrones que encontramos al borde del camino, sino también las decenas de hombres, mujeres y niños, que pasan sobre nuestras pantallas de televisión con los vientres hinchados, los ojos hundidos y los cuerpos desnutridos por la enfermedad o la tortura. Estos son nuestros hermanos y nuestras hermanas, y nosotros estamos vinculados a ellos por la Eucaristía.

Acción práctica

Entonces, ¿qué debemos hacer? Una vez más, ustedes saben mejor que yo que hay muchísimas cosas que se pueden hacer, muchos niveles de esfuerzos y compromiso. Tendremos la facilidad de discutirlo detalladamente en la sesión de la tarde. Pero hagamos de modo que este Congreso en su conjunto saque algo en concreto, algo que pueda ser inmediatamente puesto en obra por la gente común en la vida de cada día, algo que sea señal de nuestro amor universal y de nuestra solidaridad con el Cristo que sufre hambre en el mundo de hoy, algo que sea prenda de nuestra efectiva voluntad de ayudar al hombre. Mostremos de modo concreto al mundo —a las organizaciones internacionales, a los gobiernos y a los políticos, a los que están perdiendo la esperanza y que se sienten tentados por el odio, por la violencia y la desesperación— que nosotros creemos todavía en el poder del amor para construir una sociedad más justa y más humana.

Hace algunos años, como recordarán los mayores entre ustedes, fue abolido el ayuno eucarístico de la media noche que hasta entonces era una condición para recibir la santa Comunión. En 1966, considerando la cuestión del ayuno en su conjunto, Pablo VI declaró que tanto el ayuno como la abstinencia deberían ser un testimonio de austeridad y un medio para ayudar a los pobres. Lo que nos propone reintroducir, voluntariamente, un modo diverso de hacer el ayuno eucarístico, no ya solamente por razones ascéticas, sino como signo de nuestro esfuerzo por la justicia en el mundo y como concreta expresión de nuestra solidaridad con los hambrientos y los oprimidos.

En la preparación de este Congreso Eucarístico, muchas familias han tomado parte en la “operación taza de arroz”, ayunando una comida o un día a la semana, y dando el dinero así ahorrado para comprar alimentos a los hambrientos o medios para producirlos. Semejantes prácticas han sido adoptadas también en otros países y por miembros de otras religiones. Nosotros mismos hemos sido invitados a hacer hoy un día de ayuno y de esfuerzo por el hambre del mundo, y a participar esta tarde en una “cena del pobre”. Yo propongo que de ahora en adelante prácticas de este género sean parte integrante de nuestro recibir la Eucaristía, a fin que cada vez que compartimos el Pan de Vida en la mesa del Señor, también compartamos el pan para la vida con los hambrientos del mundo.

Si esta invitación fuese acogida tan sólo por los católicos y sólo en los Estados Unidos, si se ahorrase así solamente un dólar por persona a la semana, esto nos daría la cifra enorme de más de 2,500 millones de dólares al año. Tal suma es más que el doble de cuanto se ha logrado hasta ahora recoger en el nuevo Fondo Internacional para el desarrollo agrícola, creado como organismo de la máxima importancia por la Conferencia mundial de la alimentación en 1974. Naturalmente, el problema del hambre en el mundo no puede resolverse sólo con dinero. Sería peligroso e irresponsable simplificar excesivamente un problema que, lo hemos visto, es complejo y difícil. El valor de lo que he propuesto no está tanto en la cantidad de dinero que podría ser recogida y puesta a disposición de los pobres del mundo, cuanto en el ejemplo concreto que un hecho de este género ofrecería de nuestro amor, de nuestra solidaridad y de nuestra voluntad de hacer los sacrificios necesarios para superar el problema del hambre en el mundo.

Deseo extender esta llamada de una concreta expresión de nuestra efectiva solidaridad y voluntad de ayuda, no sólo a los católicos o a los americanos, sino a todos los hombres de buena voluntad del mundo entero. Porque si las motivaciones pueden ser diversas, el hambre en el mundo es un problema que afecta no sólo a los católicos y a los cristianos, no sólo a los que creen en Dios, sino a todos los que creen en el valor del amor y de la solidaridad humana.

Un tal ejemplo de solidaridad, que pasase a través de las religiones, razas y naciones, podría inspirar y hacer más eficaces las otras intervenciones internacionales, y también conducirnos a otros y más profundos compromisos. Si esta llamada fuese acogida y hecha efectiva, entonces el proyecto de eliminar el hambre en tiempo de nuestra vida, podría dejar de ser un sueño lejano.

Conclusión

Hermanos, hermanas, el mundo en el que vivimos está lleno de injusticias, odio y violencia. Donde quiera que volvamos la mirada encontramos lo que el Sínodo de Obispos ha descrito: “Una red de dominaciones, opresiones y abusos que sofoca la libertad y que tiene a la mayor parte de la humanidad lejana de la participación en la construcción y el disfrute de un mundo más justo y más fraterno” (“La justicia en el mundo”, Sínodo de Obispos, Roma 1971, introducción).

Sin embargo, tenemos una respuesta que nos da esperanza y alegría. Es la Eucaristía, el símbolo del amor de Cristo por el hombre. La tarea de este Congreso es difundir aquel amor y traducirlo en acción eficaz. Sin tal acción, como la que he propuesto, ¿lograría nuestro Congreso Eucarístico transmitir un verdadero mensaje al mundo? Esto es, un mensaje que sea escuchado y creído por el hombre moderno. Sin una tal evidencia tangible de nuestro compromiso por los demás, ¿qué testimonio podremos dar?

Y este gran país que ha hospedado al Congreso y que está celebrando el segundo centenario de su independencia, ¿tiene valor, la determinación, la generosidad de dar al mundo el ejemplo que espera? Ha habido un tiempo en el cual la nueva tierra americana ha estado en condiciones de decir a los otros países más allá del mar: “Dame tu hambriento, tu pobre. Tus muchedumbres hacinadas que ansían respirar libremente. El miserable desecho de tus playas hormigueantes. Envíamelos, a éstos sin casa que la tempestad arroja hasta mí. Yo alzo mi lámpara junto a la puerta de oro”.

Hoy, la mayoría de los fatigados del mundo, de los pobres, de los sin casa y de los hambrientos, no podrá jamás poner sus ojos sobre la Estatua de la Libertad. Pero ellos tienen derecho a lo que ella significa: derecho a la libertad, a la justicia, al alimento. Tienen necesidad y derecho a una política internacional justa y generosa, lo que requiere una clase dirigente iluminada, en éste como en otros países ricos. Tienen necesidad y derecho a un nuevo orden internacional.

Y si esto nos exige sacrificios, ¿volveremos la espalda? ¿No es quizás precisamente esto lo que significa el ayuno? El mismo Señor nos lo recuerda: “El ayuno que quiero, ¿no es más bien soltar las cadenas inicuas, cortar las ataduras del yugo, poner en libertad a los oprimidos y romper todo yugo? ¿No consiste quizás en dividir el pan con el hambriento, introducir en casa a los miserables sin techo, vestir a uno que veas desnudo sin apartar los ojos de quien es tu carne”? (Is LVIII, 6-7).


Ésto es lo que una celebración plena de la Eucaristía significa en el mundo de hoy. No olvidemos que sólo cuando, en la fe y en el amor, distribuimos lo poco que tengamos —algunos panes y peces— es cuando Dios bendice nuestros pobres esfuerzos y su omnipotencia los multiplica para salir al encuentro del hambre del mundo. No olvidemos que sólo después que la viuda dio a Elías la comida, tomada de lo poquísimo que ella tenía, es cuando Dios vino en su ayuda (Re XVII, 15-16). Y Elías era totalmente extranjero, venía de otro país y adoraba a un Dios ajeno. Del mismo modo, sólo compartiendo su pan con un extraño es cuando los dos discípulos del camino de Emaús reconocieron haber encontrado al Señor (Lc XXIV, 30-31).

1 comentario:

Aeronauta dijo...

Gracias, Ululatus. Es todo un tratado esta "entrada".

Saludos