La incapacidad de la experiencia (Agamben)
Ron Mueck, s/t
¡Oh, matemáticos, aclaren el error!
El espíritu no tiene voz, porque
donde hay voz hay cuerpo.
Leonardo
En la actualidad, cualquier discurso sobre la experiencia debe partir de la constatación de que ya no es algo realizable. Pues así como fue privado de su biografía, al hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia: más bien la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizá sea uno de los pocos datos ciertos de que dispone sobre sí mismo. Benjamin, que ya en 1933 había diagnosticado con precisión esa 'pobreza de experiencia' de la época moderna, señalaba sus causas en la catástrofe de la guerra mundial, de cuyos campos de batalla 'la gente regresaba enmudecida... no más rica, sino más pobre en experiencias compartibles... Porque jamás ha habido experiencias tan desmedidas como las estratégicas por la guerra de trincheras, las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano. Una generación que había ido a la escuela en tranvías tirados por caballos, estaba parada bajo el cielo en un paisaje en el cual solamente las nubes seguían siendo iguales y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de corrientes destructivas y explosiones, estaba el frágil y minúsculo cuerpo humano'.
Sin embargo, hoy sabemos que para efectuar la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana de una gran ciudad. Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un enbotellamiento; tampoco el viaje a los infiernos en el tren subterráneo, ni la manifestación que de improviso bloquea la calle, ni la niebla de los gases lacrimógenos que se dispia lentamente entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a las ventanillas de una oficina o la visita al país de Jauja del supermercado, ni los momentos eternos de muda promiscuidad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos —divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros— sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia.
Esa incapacidad para traducirse en experiencia es lo que vuelve hoy insportable —como nunca antes— la existencia cotidiana, y no una supuesta mala calidad o insignificancia de la vida contemporánea respecto a la del pasado (al contrario, quizás la existencia cotidiana nunca fue más rica en acontecimientos significativos).Es preciso aguardar al siglo XIX para encontrar las primeras manifestaciones literarias de la opresión de lo cotidiano. Si algunas célebres páginas de El ser y el tiempo sobre la 'banalidad' de lo cotidiano —en las cuales la sociedad europea de entreguerras se sintió demasiado inclinada a reconocerse— simplemente no hubieran tenido sentido apenas un siglo antes, es precisamente porque lo cotidiano —y no lo extraordinario— constituía la materia prima de la experiencia que cada generación le transmitía a la siguiente (a esto se debe lo infundado de los relatos de viaje y de los bestiarios medievales, que no contienen nada de 'fantástico', sino que simplemente muestran cómo en ningún caso lo extraordinario podría traducirse en experiencia). Cada acontecimiento, en tanto que común e insignificante, se volvía así a la partícula de impureza en torno a la cual la experiencia condensaba, como una perla, su propia autoridad. Porque la experiencia no tiene su correlato necesario en el conocimiento, sino en la autoridad, es decir, en la palabra y el relato. Actualmente ya nadie parece disponer de autoridad suficiente para garantizar una experiencia y, si dispone de ella, ni siquiera es rozado por la idea de basar en una experiencia el fundamento de su propia autoridad. Por el contrario, lo que caracteriza al tiempo presente es que toda autoridad se fundamenta en lo inexperimentable y nadie podría aceptar como válida una autoridad cuyo único título de legitimación fuese una experiencia. (El rechazo a las razones de la experiencia por parte de los movimientos juveniles es una prueba elocuente de ello).
De allí la desaparición de la máxima y del proverbio, que eran las formas en que la experiencia se situaba como autoridad. El eslogan que los ha reemplazado es el proverbio de una humanidad que ha perdido la experiencia. Lo cual no significa que hoy ya no existan experiencias. Pero éstas se efectúan fuera del hombre. Y curiosamente el hombre se queda contemplándolas con alivio. Desde este punto de vista, resulta particularmente instructiva una visita a un museo o a un lugar de peregrinaje turístico. Frente a las mayores maravillas de la tierra (por ejemplo, el Patio de los leones en la Alhambra), la aplastante mayoría de la humanidad se niega a adquirir una experiencia: prefiere que la experiencia sea capturada por la máquina de fotos. Naturalmente, no se trata de deplorar esta realidad, sino de tenerla en cuenta. Ya que tal vez en el fondo de ese rechazo en apariencia demente se esconda un germen de sabiduría donde podamos adivinar la semilla en hibernación de una experiencia futura. La tarea que nos proponemos —recogiendo la herencia del programa benjaminiano 'de la filosofía venidera'— es preparar el lugar lógico donde esa semilla pueda alcanzar su maduración.
Giorgio Agamben, introducción a Identidad e Historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2007.
Sin embargo, hoy sabemos que para efectuar la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana de una gran ciudad. Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un enbotellamiento; tampoco el viaje a los infiernos en el tren subterráneo, ni la manifestación que de improviso bloquea la calle, ni la niebla de los gases lacrimógenos que se dispia lentamente entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a las ventanillas de una oficina o la visita al país de Jauja del supermercado, ni los momentos eternos de muda promiscuidad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos —divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros— sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia.
Esa incapacidad para traducirse en experiencia es lo que vuelve hoy insportable —como nunca antes— la existencia cotidiana, y no una supuesta mala calidad o insignificancia de la vida contemporánea respecto a la del pasado (al contrario, quizás la existencia cotidiana nunca fue más rica en acontecimientos significativos).Es preciso aguardar al siglo XIX para encontrar las primeras manifestaciones literarias de la opresión de lo cotidiano. Si algunas célebres páginas de El ser y el tiempo sobre la 'banalidad' de lo cotidiano —en las cuales la sociedad europea de entreguerras se sintió demasiado inclinada a reconocerse— simplemente no hubieran tenido sentido apenas un siglo antes, es precisamente porque lo cotidiano —y no lo extraordinario— constituía la materia prima de la experiencia que cada generación le transmitía a la siguiente (a esto se debe lo infundado de los relatos de viaje y de los bestiarios medievales, que no contienen nada de 'fantástico', sino que simplemente muestran cómo en ningún caso lo extraordinario podría traducirse en experiencia). Cada acontecimiento, en tanto que común e insignificante, se volvía así a la partícula de impureza en torno a la cual la experiencia condensaba, como una perla, su propia autoridad. Porque la experiencia no tiene su correlato necesario en el conocimiento, sino en la autoridad, es decir, en la palabra y el relato. Actualmente ya nadie parece disponer de autoridad suficiente para garantizar una experiencia y, si dispone de ella, ni siquiera es rozado por la idea de basar en una experiencia el fundamento de su propia autoridad. Por el contrario, lo que caracteriza al tiempo presente es que toda autoridad se fundamenta en lo inexperimentable y nadie podría aceptar como válida una autoridad cuyo único título de legitimación fuese una experiencia. (El rechazo a las razones de la experiencia por parte de los movimientos juveniles es una prueba elocuente de ello).
De allí la desaparición de la máxima y del proverbio, que eran las formas en que la experiencia se situaba como autoridad. El eslogan que los ha reemplazado es el proverbio de una humanidad que ha perdido la experiencia. Lo cual no significa que hoy ya no existan experiencias. Pero éstas se efectúan fuera del hombre. Y curiosamente el hombre se queda contemplándolas con alivio. Desde este punto de vista, resulta particularmente instructiva una visita a un museo o a un lugar de peregrinaje turístico. Frente a las mayores maravillas de la tierra (por ejemplo, el Patio de los leones en la Alhambra), la aplastante mayoría de la humanidad se niega a adquirir una experiencia: prefiere que la experiencia sea capturada por la máquina de fotos. Naturalmente, no se trata de deplorar esta realidad, sino de tenerla en cuenta. Ya que tal vez en el fondo de ese rechazo en apariencia demente se esconda un germen de sabiduría donde podamos adivinar la semilla en hibernación de una experiencia futura. La tarea que nos proponemos —recogiendo la herencia del programa benjaminiano 'de la filosofía venidera'— es preparar el lugar lógico donde esa semilla pueda alcanzar su maduración.
Giorgio Agamben, introducción a Identidad e Historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2007.
2 comentarios:
Es cierto, y terrorífico.
La experiencia viene a nosotros en la medida en que seamos vulnerables al entorno, permitiendo que éste alcance y modifique nuestro estado.
Es aterrador como, por alguna razón, la humanidad ha decidido llevar ropa impermeable en la tormenta de la vida.
¿Como podemos esperar una humanidad sabia, si está despojada de la experiencia?
hola esta lindo el texto me marcarias la tesis del texto y a que se refiere cuando dice que a hombre contemporáneo se le ah expropiado su experiencia por favor me responderías es para un trabajo y mucho no lo entiendo
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