lunes, febrero 14, 2011

Para el cristiano no hay mérito alguno: San Agustín

Suele suceder que, en ambientes píos o entre filósofos medianamente informados, se habla mucho de San Agustín (como de tantos otros) sin haberlo leído en profundidad y extensión, con lo cual se difunde una visión caricaturizada, edulcorada y apologética del obispo de Hipona que poco o nada tiene que ver con la realidad. Un ejemplo típico es que no fue el peor de los disolutos ni un depredador sexual; eso lo dicen quienes han oído mentar las Confessiones, mas nunca se han tomado el trabajo de leerlas con calma. Tampoco sostendría de suyo (quizá sólo por obediencia) muchas de las tesis del catolicismo actual ni mucho menos algunas de las doctrinas que se le atribuyen, como que nunca afirmó un primado jurídico de la sede romana, no sostenía una visión tan equilibrada entre fe y razón como Tomás de Aquino o Juan Pablo II, se opondría vehementemente a toda ética y espiritualidad de mérito y obras, fue siempre un pesimista antropológico y existencial, se reiría de todas las utopías religiosas y seculares, le extrañaría la división entre Iglesia y Estado y, sobre todo, negaría radicalmente la capacidad humana para hacer el bien: ante las terribles consecuencias del pecado original, el Hombre caído ha de ser rescatado y auxiliado por la gracia para creer, obrar y ser fiel, aun en contra de su voluntad (¡predestinación!). Me remito a incluir aquí una prueba, un pasaje de una obra relativamente poco conocida, que deja muy en claro cómo la voluntad humana, para ser en verdad libre, no debe sino reconocerse inútil (por iniciativa de la gracia) y permitir que la gracia misma actúe sobre ella, sin ninguna clase de mérito suyo.

José de Ribera, Santo eremita, c. 1650.

‘Supongamos un Hombre que nada busca y vive conforme a su vida vieja en una seguridad engañosa. No piensa que haya nada después de esta vida, que algún día se ha de acabar. Es negligente y desidioso. Tiene el corazón embotado por los atractivos del mundo y adormecido con deleites mortíferos. Para que ese tal sea excitado a buscar la gracia de Dios, para que se haga solícito y despierte de su sueño, ¿no tiene que despertarle la mano de Dios? Sin embargo, él ignora quién es el que le despierta. Mas comienza ya a ser de Dios, cuando empieza a reconocer la verdad de la fe. Ya antes de conocerla se duele de su error; se reconoce en error, quiere conocer la verdad: llama a donde puede, tantea lo que puede, vaga por donde puede, y también padece hambre de la misma verdad. Luego la primera tentación es la de error y hambre. Cuando, fatigado en esta tentación clama a Dios, es conducido al camino de la fe, desde donde empieza a caminar hacia la ciudad del reposo: es, pues, conducido a Cristo que dijo: “Yo soy el camino”.

Supongamos que ya está en el camino y que sabe lo que debe observar. Con frecuencia se atribuye poderes que no tiene, y presume de fuerzas. Comienza a querer combatir los pecados y a ser vencido por la soberbia. Se encuentra atado por las dificultades que le presentan sus propias apetencias; ve que no puede andar su camino a causa de las trabas. Se siente amarrado a la dificultad de los vicios, y se encoge como si se levantara un muro de dificultades ante él. Ve cerradas las puertas, y no halla por dónde pasar a vivir bien. Ya sabe cómo vivir. Si antes estaba en error y padecía hambre de verdad, ya recibió el manjar de la verdad y ya está en el camino. Escúchame, vive bien según lo que sabes, vive en conformidad con lo que sabes. Antes no sabías cómo tenías que vivir. Pero lo has recibido y ya lo sabes. El desgraciado se esfuerza y no lo logra. Se siente atado y clama al Señor. La segunda tentación es, pues, la dificultad en el bien obrar, como la primera era la del error y la del hambre. También en esa tentación el Hombre clama al Señor, y el Señor le libra de las dificultades; rompe los lazos de la dificultad, y le coloca en el camino de obrar la equidad. Comienza a serle fácil lo que antes se le hacía difícil, a abstenerse del mal, a no adulterar, ni hurtar, ni cometer sacrilegio, ni padecer lo ajeno. Ya es facilidad lo que otrora fuera dificultad. El Señor pudo facilitarlo. Claro que si esto lo hubiésemos obtenido sin dificultad, no reconoceríamos al dador de este bien. Si ya al principio, con sólo querer, el pecador pudiera, y no sintiera contra sí las apetencias renitentes, ni el alma chocase trabada con sus ataduras, atribuiría a propias fuerzas lo que siente que puede, y no “confesará al Señor sus misericordias”.

Tras estas dos tentaciones, la primera de error y de falta de verdad, y la segunda de dificultad en el bien obrar, asalta al Hombre la tercera. Hablo al que ya ha pasado por las dos primeras. Os prevengo que esas dos tentaciones las conocen muchos, ¿Quién ignora que ha venido de la ignorancia a la verdad, del error al camino, del nombre de sabiduría a la palabra de la fe? También luchan muchos atados con las dificultades de sus vicios, y atados aún por la costumbre viven como encerrados y trabados. Reconocen esta tentación, aunque ya digan, si acaso lo dicen: “Hombre infeliz de mí, ¿quién me liberará del cuerpo de esta muerte?”. Mira las ataduras estrechísimas: “La carne”, dice, “apetece contra el espíritu y el espíritu contra la carne, para que aquellas cosas que no queréis, eso hagáis”. Hay quien ha recibido ayuda en su espíritu para no desear ser adúltero, y para no serlo de hecho, para no desear ser ladrón, y para no serlo, y lo mismo en los demás órdenes que los Hombres quisieran superar, y muchas veces se sienten abatidos y derrotados ante ellos. De este modo se ven en la precisión de clamar a Dios, y los saca de sus apuros y los liberta, y así confiesan a Dios sus misericordias. Quien sea tal, y haya vencido tales dificultades, y viva ya entre los Hombres, sin queja de malas costumbres, va a parar en la tercer atentación. Esa tentación es una suerte de tedio en la peregrinación de esta vida. A veces llega hasta el punto de que ni le deleita el leer ni el orar, y resulta que la tercera tentación es opuesta a la primera. Ahora peligras de hastío, como antes peligrabas por hambre. Y ¿de dónde proviene ese estado, sino de un principio de languidez del alma? Ya no te deleita el adulterio, pero tampoco te deleita la palabra de Dios. Ha pasado el peligro de la ignorancia y de la concupiscencia. Estás contento de haberte evadido de esos dos peligros; ¡cuida ahora de que no te arruinen la acedia y el hastío! No es ésta una leve tentación. Reconócete dentro de ella y clama al Señor, para que también aquí te libre de tus necesidades, y cuando hayas sido librado “le confieses sus misericordias”

Si ya te deleita la palabra de Dios, no te lo arrogues como obra tuya, ni te infles por ello con orgullo. Al sentirse ávido de manjar, no te engrías contra aquellos que peligran en el hastío.’

San Agustín, Enarrationes in Psalmos, CVI, 4ss.


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