La nueva historia de Francisco (III)
Continuación (aquí la II parte).
El ratón
Ya no era un turista, pero no llegaba a peregrino.
En Greccio, el fraile charlaba y charlaba y charlaba, con el incontenible afán del que se ve obligado a callar largos ratos. Pero Cesco veía el sol poniente, los cipreses, el huerto como un jardincillo, el convento pobre, las lejanas aldeas pegadas al terruño. Después de completas le dejaron solo en su celda exigua y rústica. Poco más sabía de aquel Francisco del siglo XIII; pero el sol poniente, los cipreses, el huerto como un jardincillo, el convento pobre, las lejanas aldeas pegadas al terruño, le habían sumido en un pasmo silencioso. Por primera vez supo que el verdadero silencio es imperceptible.
Volvió a Asís. Se inclinó ante una iglesia sin darse cuenta de que ahora era un cine.
Bajó a San Damián. Pasillos estrechos, empinadas escaleras y portezuelas bajas hasta el jardincillo de Santa Clara; un retazo de patio con algunos poyos, plantas emparradas y macetas con flores. En la pared de la derecha, bajo el arco que cobijaba un nido de golondrinas, estaba escrito el cántico al sol. Un balcón con poyo se abría a la llanura y, al atardecer, entre olivos y cipreses, el aire tenía el color quemado de los robles en invierno.
Cesco estaba quieto.
Una niña leía el cántico a sus compañeras; era agradable oír la cantinela. Y las palabras de San Francisco dichas por la niña parecían tan silenciosas como la vez primera que fueron cantadas allí mismo.
Cesco estaba aún más quieto.
De pronto le dio un arrebato. No era una ventolera loca como otras veces. Ahora le brotaba de las muchas horas de andar solo, y de las honduras del Espíritu santo.
Subió corriendo hasta la ciudad voceando trozos del cántico:
—Altissimu, omnipotente, bon signore.
Encontró la habitación del hotel muy ordenada, con sus ficheros, sus libros, sus notas, su gran pizarra llena de fórmulas. Todo bien alineado. Los ficheros, los libros, las notas, la pizarra, ya no le servían. Algo más que todo aquello había en el aire de Greccio.
—Laudato sí, missignore, per frate vento.
Abrió la ventana y empezó a echar los libros por ella. Cantaba, gritaba, no sabía lo que se hacía.
—So aqua, la quale e multo utile et humile et pretiosa et casta.
Libros y ficheros por la ventana. No sabía lo que se decía.
—Frate focu robusto et jocundo et forte.
Más libros por la ventana, la pizarra también y, tras ella, los libros sobre San Francisco. Ya no servían; algo más que todo aquello flotaba en el aire de San Damián.
—Frate sole, lo quale iorna et allumini noi per loi.
Podía ser un arrebato, podía ser el Espíritu.
Llamaron a la puerta.
Eran los guardias municipales.
A poco estaba tendido bocabajo, encerrado en los sótanos del viejo caserón. Algún duende maligno le había echado a perder el día con aquella ventolera. Mordisqueaba una rebanada de pan, y algunas migas caían al suelo. De un agujero de la pared salió un ratón, cogió la migaja más grande y volvió a esconderse rápidamente. Cesco quedó sorprendido: puso un buen pedazo de pana su alcance y el ratón repitió el juego. Pasó la tarde tendido en el suelo dando migajas de pan al ratón.
—Missignore, cum tucte le tue creatura. Empiezo a entenderte, Francisco, soy capaz de entretenerme con un ratón.
Ya no pensaba en ningún duende maligno.
La luz de la calle le deslumbró al salir; cuando pudo mirarla, le pareció nueva. Los hombres también parecían nuevos; mercaderes, albañiles, mujeres de la limpieza, el botones del hotel, el viajero gordo. Lo nuevo era él, como si le estuviese naciendo la ternura.