‘Alegría en medio de la angustia’ de Hans-Urs von Balthasar
Cristo tardogótico de la capilla del Santo Cristo, castillo de Xavier, Navarra.
Nos deseamos unos a otros un feliz año
nuevo. ¿Qué puede traernos de bueno a nosotros y al mundo? No lo
sabemos; como siempre, la caravana humana viaja hacia un lugar
desconocido. El paisaje a nuestro alrededor es ahora ciertamente más
salvaje, más peligroso; la delgada capa de cultura, que había
cubierto la superficie de la tierra, se está perdiendo a ojos
vistas; la piedra desnuda aparece en todas partes agrietada, abrupta.
El Hombre, después de sus vuelos a la Luna, está más solitario en
su planeta pequeño, estrecho, en el que se le agotan literalmente el
aire para respirar, el pan y el agua para vivir. Tiene miedo, un
miedo profundo, y esta angustia existencial produce reacciones de
pánico cada vez más numerosas: en todas partes estallan bombas, se
toman rehenes, con la violencia y el terror se hacen desaparecer unas
condiciones de vida para transformarlas en mejores o crearlas de
nuevo. El Hombre siente angustia ante un último absurdo de toda su
actividad, y precisamente también del progreso de esta actividad,
cuya dirección no se puede prever con suficiente claridad; y expresa
este absurdo haciendo él mismo actos absurdos. Y cuando hace esto,
ve que está perdiendo la alegría en su existencia. La alegría, en
un sentido profundo, completo, fundamental, se ha convertido quizá
en el artículo y la materia prima más escasos en el mundo actual.
Sus reservas se agotan, en gran parte se han acabado ya. Pero, ¿cómo
podrá el Hombre seguir viviendo sin alegría en su existencia? ¿Y
con una alegría humana, no sólo con un sentimiento biológico de
placer de su propia fuerza como individuo o como grupo, sino con una
alegría que experimente la existencia, con todas sus dificultades,
malicias, desengaños, en último término como buena y digna de
vivirse? “Fuera como fuera, ¡fue desde luego tan bonito!”.
No podemos tomar a mal el que la gran
mayoría de los Hombres no pueden repetir las palabras de Goethe:
Hombres convertidos en piezas de máquinas, Hombres cuyo futuro está
tan planificado como su pasado y su presente, Hombres en sistemas
sociales que les son odiosos, Hombres —y
cuántos— a los que sencillamente les
falta lo mínimo para existir.
Pero hay una religión que sin amargura
y cinismo puede decir: “Dichosos los pobres, dichosos los que ahora
tenéis hambre, los que ahora lloráis. Dichosos vosotros, cuando os
odien los Hombres..., y proscriban vuestro nombre como infame” (Lc
VI, 20ss). Esta religión afirma que puede predicar al mundo el
mensaje de la alegría por excelencia; ha reivindicado para sí la
expresión “Buena noticia”: Eu-angelion. Su mensaje no es
incidentalmente, junto a otras muchas cosas, un mensaje más de
alegría. Y lo es en un mundo y para un mundo que (en todos sus
representantes, cristianos, judíos y paganos) ha colgado de un
madero al predicador de este mensaje. Lo es, por tanto, en un mundo
considerado de un modo muy realista y experimentado en toda su
crueldad.
Ciertamente no hay muchas actitudes
fundamentales que entre las distintas visiones del mundo pueden
elogiarse como una actitud última y global. Quizá, fuera de la
cristiana, hay un resumen tan sólo dos que sean realmente dignas de
considerarse, porque son dignas del Hombre.
La primera está expresada en el rostro
de Buda, vuelta hacia adentro, silencioso y sonriente, que encontrado
la paz e invita a los que lo observan a buscarla y encontrarla en sus
rasgos. Es la paz de la imperturbabilidad, que ha roto las ataduras
de las múltiples pasiones y se ha salvado así del torbellino
circular del destino. Los estoicos en Occidente intentaron seguir el
mismo camino: llaman a su ideal “apathéia”, extinción, primacía
espiritual sobre todo lo que nos asalta desde fuera. Al no dejarse
afectar por lo externo, se tiene la posibilidad de experimentar lo
interno, lo absoluto, lo divino. Muchos se agolpan hoy de nuevo a las
puertas de este camino oriental.
La segunda actitud fundamental es la de
la determinación valiente de cambiar lo insostenible de este estado
del mundo, cueste lo que cueste. Si muy pocos Hombres pueden ser hoy
felices, yo quiero arriesgar mi existencia para que más Hombres
puedan serlo mañana o en un futuro cualquiera.
Imperturbabilidad y valentía son las
dos actitudes fundamentales imaginables por el Hombre, ante un mundo
actual, que como tal no puede proporcionar alegría alguna. Las dos
parten de una negación del hoy y del aquí: el Hombre del Oriente,
para evadirse a un arriba religioso y un más allá de este mundo; el
comunista, para trasladar el peso de los problemas a un futuro y,
aspirando a él, poder darle un sentido al terrible hoy. A darle un
sí a este hoy, al año nuevo como tal, a entenderlo como el comienzo
de un año nuevo bueno, a pedir con la palabra la alegría
deseada, sólo se atreve el cristianismo. ¿Por qué?
Lo hemos dicho de pasada, pero vamos a
reflexionar un poco más despacio sobre ello. Intentaremos hacer
comprensible la alegría cristiana desde tres aspectos.
1. El Dios de Jesucristo, cuando crea
el mundo y reconcilia consigo al Hombre alejado de Él por el pecado,
no sólo da algo, sino que se da a sí mismo. Dar no
es una actitud más de este Dios, sino la revelación de su
ser. En todo lo que da, dulce o amargo, se da a sí mismo. Lo hace
libremente, sin motivo, sencillamente por dar. Darse, según la fe
cristiana, es la bienaventuranza eterna de este Dios. Al ser la
fuente primera de todo, es decir, “Padre”, da desde siempre todo
su ser a su Hijo, y la bienaventuranza de ambos es darse de nuevo en
común al Espíritu Santo, que Dios en cuanto que es el don por
excelencia.
Y el dar sólo es real si siendo Él
mismo libre, libera, hace vivir en libertad. No encadena a sí, de
modo que el que recibe, por decir gracias sin fin, caiga en la
tiranía del que da. El Padre le da al Hijo toda la libertad divina,
y luego también toda la humana. La da también al hijo pródigo. Da
libremente, para que el que recibe pueda disponer a su vez del don de
su propia libertad. Las dos formas de la alegría son cristianamente
hablando una sola: recibir alegría y dar alegría, y la segunda se
basa esencialmente en la primera.
¿Cuántas veces pensamos en que somos
un don de Dios que Él mismo nos hace? Yo soy dado a mí mismo. Puedo
y debo dar gracias por mi existencia con alegría, porque Dios quiso
hacerme con ella un don, en realidad ya anticipadamente el supremo
don. Quizá esta existencia mía podría parecerme más valiosa, si
yo pensara constantemente que Dios me hace con ella un don muy
precioso, que quiere hacerme partícipe de su existencia eterna y
bienaventurada. ¿Y cuántas veces pensamos que todas nuestras
capacidades de dar, de hacer algo propio, construir, dar y dejar algo
a los otros, se las debemos a la misma alegría originaria de Dios?
¡Se nos ha dado la libertad de procrear, dar a luz, formar, inventar
y hacer feliz!
2. El cristianismo es la única visión
del mundo que es capaz de atribuirle al dolor,
a todo dolor, un sentido positivo. Todas las demás son o técnicas
sobre cómo poder evitar el dolor o técnicas con las que se le pueda
reducir lo más posible en el futuro. El cristianismo no quiere de
ninguna manera el dolor por el dolor, es solidario con todos los que
tratan de aliviarlo en lo posible. Pero tampoco se detiene cuando se
llega al límite en el que el Hombre ya no puede más. Teilhard de
Chardin resaltó fuertemente este punto, con todos los grandes
pensadores y santos cristianos: lo inevitable, el dolor sin esperanza
humana e incluso la misma muerte tienen un sentido positivo; también
el dolor, precisamente el dolor, puede ofrecerlo el Hombre que sufre
como un don precioso: el dolor ayuda, purifica, expía, dispensa
dones divinos. Los sufrimientos de una madre pueden volver a llevar a
un hijo descarriado al camino recto; los sufrimientos de un enfermo
de cáncer o de lepra, si se ofrecen a Dios, pueden ser para Dios un
capital que produzca fruto en los lugares más inesperados. El dolor
que se agradece y se ofrece participa en la gran fecundidad de todo
lo que irradia de la alegría de Dios y vuelve a Él indirectamente.
Sin duda, en el centro de esta idea se
da un gran misterio: el sufrimiento vicario de Jesús en la cruz.
Hizo posible que uno tomara sobre sí nuestras culpas, y con ellas la
verdadera causa de nuestra aflicción y desesperanza, para
procurarnos así de nuevo el camino hacia la alegría absoluta. En el
Antiguo Testamento se cuenta que Sansón derribó y se llevó una
noche las puertas de la ciudad de Gaza. Del mismo modo, Jesús
derribó las puertas cerradas de nuestra perdición, mucho más
pesadas todavía, en la noche del abandono de Dios y nos abrió, en
la mañana de Pascua, el camino hacia el ancho paisaje de Dios. Pero
también el camino para compartir de algún modo el sufrimiento con
Él. San Pablo llega inmediatamente a esta consecuencia en muchos
pasajes de sus cartas: “Así completo en mi carne los dolores de
Cristo” (Col I, 24). El dolor cristiano es fecundo porque
precisamente también cuando lleva —sin
nosotros quererlo— a una oscuridad
espiritual. No en el sentido de que deseemos para nosotros el
abandono de Dios, para realizar mejor la solidaridad con nuestros
prójimos alejados de Dios. Algo así nunca se le ocurrió a San
Pablo. Pero, si perdemos la alegría que antes teníamos, podemos
esperar que con nuestra oscuridad se haga la luz en otros corazones.
3. Así, la alegría de los cristianos
es al mismo tiempo un don y una responsabilidad. Debe, dice San
Pablo, “brillar como lumbreras del mundo en medio de una gente
torcida y depravada” (Flp II, 15). Todo lo que ellos tienen se les
ha dado para los que no tienen. Deben ser Hombres positivos
que dicen sí, para que los que dicen no, los criticones, los
sospechosos de ideología, encuentren una resistencia contra la que
se estrelle su crítica.
Nosotros los cristianos estamos
llamados a vivir y a compartir la alegría en medio de la angustia de
nuestro tiempo. Alegría a pesar de la angustia, en medio de la
angustia. Alegría pascual en medio de la pasión de la Humanidad. No
una alegría forzada por nosotros artificialmente, sino una alegría
que nos ha sido dada sencillamente por Dios. Sólo ella puede cambiar
los corazones, y por tanto las situaciones. Nadie ha cambiado el
mundo más profundamente que Jesús de Nazaret; pero su vida entre
los Hombres consistió sobre todo en ayudas muy pequeñas, cotidianas
y muy naturales, a los más próximos: amó a los niños, a los
enfermos, a los despreciados y marginados, a los proscritos de la
sociedad, amó a los que le dieron y planearon su muerte. Y esto
mismo se lo exigió a los que querían seguirle. Con este amor hizo
subir el nivel de la alegría en el mundo. Su amor y alegría vienen
de lejos: de las fuentes originarias del ser eterno, y como tales las
comparte con los suyos, no de un modo vacilante y mezquino, sino
plenamente: “Como el Padre me ha amado, así os he amado yo;
permaneced en mi amor —en el amor
concreto al prójimo y a los enemigos—,
lo mismo que yo permanezco en el amor de mi Padre. Os he hablado de
esto, para que mi alegría esté con vosotros, y vuestra alegría
llegue a plenitud” (Jn XV, 9-11).
Hans-Urs von Balthasar, “Tú
coronas el año con tu Gracia”. Sermones radiofónicos, Madrid,
Encuentro, 1997, pp. 24-28,
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