Hace un par de semanas, la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, la capital del país, aprobó la propuesta de ley que despenaliza el aborto hasta la 12ª semana, sin motivos especiales. Hasta ese momento, sólo era posible recurrir a un aborto legal en cuatro circunstancias: riesgo de vida para la madre, malformación congénita del feto, embarazo producto de una violación y ‘resultado de una conducta culposa de la mujer embarazada’ (¿alguien tiene alguna idea de qué rayos significa eso?).
Es un hecho: los ‘valores’ (¿pseudovalores?, ¿antivalores?) de la posmodernidad han alcanzado México, para bien y para mal. En el Distrito Federal ya son legales el aborto y las ‘sociedades de convivencia’ (que reconoce ante la ley a las uniones familiares
de facto, sean del tipo que sean). Y, si no me equivoco, algunos asambleístas capitalinos ya han amenazado con introducir una propuesta de ley sobre la eutanasia. Incluso, en el mismo lapso de tiempo, se aprobaron las dos leyes mencionadas y el fotógrafo estadounidense
Spencer Tunick batió récord, retratando a 18 mil mexicanos desnudos en el Zócalo, la plaza mayor, de la Ciudad de México. Así, en unos cuantos meses, México se ha hecho consciente, de manera pública y abierta, de temas que generan polémica y que estaban vedados por la hipocresía y cierto puritanismo malsano. Finalmente, se rompieron los tabúes y las cosas se discutieron a la luz, como debe hacerse en toda sociedad libre. Esto es importante, ya que la Ciudad de México no es sólo la capital del país, sino su centro neurálgico, político, social, económico y cultural: lleva la delantera en las discusiones políticas del país y lo que se discute en ella se convierte prontamente en un debate nacional.
En este espacio, sin embargo, quiero destacar el nefasto papel que la Iglesia Católica mexicana tuvo en el debate de las legislaciones sobre el aborto y las ‘sociedades de convivencia’. Tal como predije en
la primera parte de este escrito, la Iglesia sufrió la primera de una serie de inevitables derrotas, despeñándose miserablemente por el acantilado que está en el camino que ha de llevar a México hacia el siglo XXI. Guiada por el cardenal
Norberto Rivera Carrera, titular de la Arquidiócesis de México y primado de la nación, la Iglesia (o, al menos, ciertas instituciones y sectores de ésta) tomó el debate sobre el aborto como una declaración de guerra y una cruzada a favor de la vida. No hubo casi apertura al diálogo honesto y abierto, muestra alguna a la tolerancia y al entendimiento del otro; es más, ni siquiera hubo respeto. Resultó muy claro que uno de los peores males del mexicano, la intolerancia y el nulo respeto por la ley o por el derecho del otro a disentir (que tan claramente vimos en el 2006 durante el acalorado conflicto postelectoral), existe, arraigado, en el seno de la Iglesia mexicana.
En las sociedades verdaderamente democráticas, es decir, en aquellas sociedades donde los asuntos se debaten pública y abiertamente, con leyes claras y dentro de marcos institucionales, ningún debate puede ser legítimo (y, obviamente, llegar a nada) si no es mediante el respeto por el otro y la tolerancia hacia su derecho a no estar de acuerdo, tal como menciona Federico Reyes Heroles: ‘la democracia supone que durante la discusión unos y otros se comporten como “animales domesticados”, es decir que no agredan a las contrapartes, que respeten las diferencias. No ha sido así. En todas y cada una de estas discusiones ha habido grupos radicales que recurren a la violencia igual en contra de Serrano Limón que de los asambleístas de la capital.
Violencia light que es
violencia’.(1)
La Iglesia mexicana, instada y coordinada por su jerarquía, comenzó el ‘debate’ (más bien, respondió a la propuesta de debate) con amenazas de excomunión. Jamás ofreció espacios propios de discusión ni propuso alternativas viables para analizar el problema y elaborar una solución conjunta a partir de allí. Cayó en la descalificación y la confrontación; luego, tomó las calles de la misma forma aberrante que el ‘Mesías Tropical’ el año pasado: socavando las instituciones democráticas y el estado de derecho al remplazar el diálogo con las consignas callejeras y la mesa de diálogo por las aceras unilaterales.
Excomuniones, amenazas, insultos, pancartas que rezaban: ‘¡Cobardes!, ¡Asesinos!’... Ejemplos claros de que el ocaso de la Iglesia tal como la habíamos conocido ha llegado al segundo país católico del mundo, al bastión guadalupano, en gran parte debido a la misma Iglesia, cuya jerarquía, al parecer, no ha comprendido aún el sentido del Concilio Vaticano II: ‘liberar la Iglesia de muchas estructuras sobreañadidas a través de los siglos, para acercarla más al servicio de la Humanidad que le señala el Evangelio: más servidora que señora, menos encerrada en sí misma y más apostólica, menos cercana a los sistemas de poder en este mundo y más solidaria con los pobres, con la mirada menos puesta en su interior y más en la misión, menos cerrada en su propia verdad y más abierta al diálogo con los seres humanos y sus culturas’.(1)
Es un hecho que la voz de los obispos latinoamericanos ha perdido volumen y contundencia en los últimos años, por dos razones principales:
La primera, porque provienen, en su mayoría, de un clero ignorante y de deficiente formación, por lo que desconocen o no saben cómo asimilar los valores de la democracia liberal y del capitalismo contemporáneos, ni sus ventajas ni desventajas. La Iglesia latinoamericana, acostumbrada tanto tiempo a vivir en medio de regímenes autoritarios, a veces oprimida y otras consentida por los mismos, no ha hallado su papel en la transición a la democracia pluralista y la economía de mercado del continente. Por lo tanto, tampoco ha ayudado a aminorar las deficiencias de dicho sistema ni a potenciar o encausar sus virtudes. Así, países como Venezuela, Nicaragua o Bolivia han caído en las recetas populistas del pasado, gracias a que la empobrecida gente se siente abandonada y desesperada.
La segunda, que los pastores de la Iglesia Latinoamericana tienen muy poco o nulo contacto con las necesidades reales de su grey. Y en esto tiene bastante culpa Roma, que ha buscado la ortodoxia doctrinal y la uniformidad de liderazgo por sobre la autonomía de las distintas iglesias. No estoy diciendo que la uniformidad doctrinal, cuya referencia principal sea Roma, sea del todo mala, pero los obispos mexicanos y su clero tienen poca iniciativa y ni siquiera son buenos difusores de la doctrina del Magisterio Romano, por bien formulada que ésta pueda estar. El mejor ejemplo de ello es el debate del aborto, cuyo tono y profundidad se parecía a todo menos a la encíclica de Juan Pablo II
El Evangelio de la vida o a la doctrina contenida en el
Catecismo de la Iglesia Católica. Se asemejaba más, en cambio, como lo percibió la enorme mayoría de los periodistas, ensayistas e intelectuales seculares, a una obstinación fanática y a una medieval e inquisitoria cruzada.
Siendo la Iglesia Católica quizá la más importante y determinante de las instituciones de América Latina durante su historia, es poco esperanzador cómo la ignorancia de su jerarquía y de su grey, una completa falta de cultura autocrítica y democrática, han hecho que fallara en los retos que la han enfrentado las décadas pasadas: la escasez de sacerdotes, la deficiente formación de los pocos que tiene, la obstinación en modelos eclesiales caducos, la prioridad de lo meramente cúltico y ceremonial, la difusión defectuosa de su doctrina moral y social, la insensibilidad hacia las necesidades reales de la gente, falta de diálogo ecuménico con las otras confesiones y con el mundo secular, incongruencia para promover la íntegra defensa de los derechos humanos, etcétera.
En los albores del siglo XXI, el ocaso eclesial de la Iglesia Americana es menos evidente que el de la Iglesia Europea, pero tal vez igualmente inevitable. Aun con los golpes que el Espíritu y la iniciativa de un pontífice implacable que se puedan presentar en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en Aparecida, Brasil, una jerarquía sin brújula, una Iglesia-pueblo poco educada, estructuras eclesiales torpes y pesadas y un mundo cada vez más ateísta, secularizante, laicista, relativista, narcisista y hostil a la ‘Gran ramera de las siete colinas’, es muy probable que veamos, en los próximos 50 años, la contracción y purificación de la Iglesia, minoritaria y algo más dinámica, como ya se vislumbran hoy las Iglesias europeas y norteamericanas. Y las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella, sí, mas no viviremos para ver la futura expansión y el nuevo amanecer la barca de Pedro en el futuro lejano.
(1) Federico Reyes Heroles, ‘¿Cobardes?’, 24 de abril de 2007, en El siglo de Torreón.
(2) Carlos Ignacio González, SJ, Seguir a Jesús en América Latina. Rutas de las cuatro Conferencias Generales del Episcopado Latinoamericano, México, Buena Prensa, 2006. p. 8. G. G. Jolly