La Iglesia en el abismo: crítica a la crítica de un jesuita... (I)
Como resulta bastante obvio para los lectores de este blog, sobre todo para aquellos que me conocen personalmente, tengo una relación de gran cercanía y cariño con la orden de San Ignacio. Sin embargo, esto nunca ha evitado que esté de acuerdo con lo que muchos jesuitas —o a veces la orden toda— hagan y deshagan. Faltaba más, si la Compañía está conformada por hombres ‘pecadores, pero llamados’, miembros como yo de la Casta meretrix.
Por fortuna, lo que pienso criticar hoy no es ningún crimen ni escándalo mayor. Se trata más bien de la carta que un jesuita egipcio, el padre Henri Boulad, de 78 años, ha enviado al Papa como un SOS, titulada ‘La Iglesia en el abismo’. Carta que expresa opiniones y actitudes que, a mi parecer, afectan a muchos, demasiados jesuitas, opiniones y actitudes que no puedo sino cuestionar su pertinencia, intención, veracidad o sentido eclesial. A diferencia de la cigüeña ignorante e integrista de siempre, preocupado más por sotanas, alzacuellos y un jesuita bailarín,(1) a mí me parece entender mejor el carisma de la Compañía actual, llamada y confirmada por Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI a llevar el Evangelio a donde otros no pueden o no quieren ir, a las difíciles fronteras de la Iglesia y más allá.
No obstante, quisiera interpelar al padre Boulad y otros jesuitas de palabras similares.
Por fortuna, lo que pienso criticar hoy no es ningún crimen ni escándalo mayor. Se trata más bien de la carta que un jesuita egipcio, el padre Henri Boulad, de 78 años, ha enviado al Papa como un SOS, titulada ‘La Iglesia en el abismo’. Carta que expresa opiniones y actitudes que, a mi parecer, afectan a muchos, demasiados jesuitas, opiniones y actitudes que no puedo sino cuestionar su pertinencia, intención, veracidad o sentido eclesial. A diferencia de la cigüeña ignorante e integrista de siempre, preocupado más por sotanas, alzacuellos y un jesuita bailarín,(1) a mí me parece entender mejor el carisma de la Compañía actual, llamada y confirmada por Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI a llevar el Evangelio a donde otros no pueden o no quieren ir, a las difíciles fronteras de la Iglesia y más allá.
No obstante, quisiera interpelar al padre Boulad y otros jesuitas de palabras similares.
La carta abre así:
‘Santo Padre:
Me atrevo a dirigirme directamente a Usted, pues mi corazón sangra al ver el abismo en el que se está precipitando nuestra Iglesia. Sabrá disculpar mi franqueza filial, inspirada a la vez por “la libertad de los hijos de Dios” a la que nos invita San Pablo, y por mi amor apasionado por la Iglesia.
Le agradeceré también sepa disculpar el tono alarmista de esta carta, pues creo que “son menos cinco” y que la situación no puede esperar más.’
Aunque obviará a lo largo de la carta a qué se refiere con ese ‘abismo’, me cuesta mucho darle crédito, al menos por los motivos que él refiere. Y eso es porque creo profundamente que la Iglesia siempre está un paso atrás, pecadora y necesitada de misericordia, muy lejos de cualquier ‘Edad de Oro’, en perenne crisis, semper reformanda… Benedicto XVI respondería que la solución está en la conversión, en los santos, más que en los sínodos y los documentos…
Algo raro me sucede con esta clase de críticas, como la de don Pedro Casaldáliga a Juan Pablo II… Por una parte, estoy de acuerdo con que la fidelidad afectiva y efectiva a la Iglesia jerárquica no es acrítica y servil; el pecado, el error y la debilidad existen en los pastores y las instituciones, por supuesto. Por otra, estas denuncias hacen que me cuestione. ¿Acaso no los autodenominados profetas de ‘una Iglesia más de Jesús’ pecan de lo mismo que critican: de monopolizar y reducir el Evangelio a su ‘verdadero’ Evangelio? A mis ojos, tan errado está el monseñor de la curia cuya vida se reduce a rúbricas, cenas de gala y cánones, como el pastor de los pobres que desearía vender la Basílica de San Pedro y regresar al lago de Genasaret. Eso es pecar de reduccionismo, es despojar al cristianismo de su riqueza y desarraigar a la Iglesia —y al Espíritu, en dado caso— de su misteriosa encarnación en el mundo. Además, ¿no peca de ingenuidad Casaldáliga al creer que es más apóstol de Jesús con sombrero de paja que con mitra, con un cáñamo que con báculo, con una cruz de madera que con una de oro o plata? Independientemente del complicado tema de la pobreza evangélica y de sus signos concretos, ¿no es poner la dignidad del obispo en signos externos —que al fin y al cabo es lo que le molesta, por ejemplo, de esos obispos sin grey romanos, que además ostentan títulos y honores propios de la nobleza—? ¿Ingenuidad o mala política? Monseñor Roncalli y Pío XII, con silencios oportunos y mucha ‘hipocresía’ diplomática, lograron salvar miles y miles de vidas durante el Holocausto. ¿Qué lograron los jesuitas mexicanos al pedir públicamente la destitución del nuncio Priggione —nefasto, por lo demás—, más allá de confirmar los prejuicios sobre la insubordinación de la Compañía?(2) ¿Cabe esa clase de denuncia profética, con ese tono, en el seno de la Iglesia, sobre todo en el contexto de la Vida Religiosa? Más aún, ¿es del todo sensato?
Algo raro me sucede con esta clase de críticas, como la de don Pedro Casaldáliga a Juan Pablo II… Por una parte, estoy de acuerdo con que la fidelidad afectiva y efectiva a la Iglesia jerárquica no es acrítica y servil; el pecado, el error y la debilidad existen en los pastores y las instituciones, por supuesto. Por otra, estas denuncias hacen que me cuestione. ¿Acaso no los autodenominados profetas de ‘una Iglesia más de Jesús’ pecan de lo mismo que critican: de monopolizar y reducir el Evangelio a su ‘verdadero’ Evangelio? A mis ojos, tan errado está el monseñor de la curia cuya vida se reduce a rúbricas, cenas de gala y cánones, como el pastor de los pobres que desearía vender la Basílica de San Pedro y regresar al lago de Genasaret. Eso es pecar de reduccionismo, es despojar al cristianismo de su riqueza y desarraigar a la Iglesia —y al Espíritu, en dado caso— de su misteriosa encarnación en el mundo. Además, ¿no peca de ingenuidad Casaldáliga al creer que es más apóstol de Jesús con sombrero de paja que con mitra, con un cáñamo que con báculo, con una cruz de madera que con una de oro o plata? Independientemente del complicado tema de la pobreza evangélica y de sus signos concretos, ¿no es poner la dignidad del obispo en signos externos —que al fin y al cabo es lo que le molesta, por ejemplo, de esos obispos sin grey romanos, que además ostentan títulos y honores propios de la nobleza—? ¿Ingenuidad o mala política? Monseñor Roncalli y Pío XII, con silencios oportunos y mucha ‘hipocresía’ diplomática, lograron salvar miles y miles de vidas durante el Holocausto. ¿Qué lograron los jesuitas mexicanos al pedir públicamente la destitución del nuncio Priggione —nefasto, por lo demás—, más allá de confirmar los prejuicios sobre la insubordinación de la Compañía?(2) ¿Cabe esa clase de denuncia profética, con ese tono, en el seno de la Iglesia, sobre todo en el contexto de la Vida Religiosa? Más aún, ¿es del todo sensato?
‘1. La práctica religiosa está en constante declive. Un número cada vez más reducido de personas de la tercera edad, que desaparecerán enseguida, son las que frecuentan las iglesias de Europa y de Canadá. No quedará más remedio que cerrar dichas iglesias o transformarlas en museos, en mezquitas, en clubs o en bibliotecas municipales, como ya se hace. Lo que me sorprende es que muchas de ellas están siendo completamente renovadas y modernizadas mediante grandes gastos con idea de atraer a los fieles. Pero no es esto lo que frenará el éxodo.’A pesar de que la religión está nuevamente a la alza, esto es cierto. Pero, ¿es un síntoma del todo negativo? La reducción estrepitosa en números y en popularidad, ¿no puede ser también una oportunidad para que los católicos vuelvan sobre sus tradiciones, redefinan su identidad y estrechen los vínculos que les unen hacia dentro? ¿No será ya el tiempo de una Iglesia minoritaria, más sencilla y, hasta cierto punto, enfrentada con el mundo, como lo fue durante sus primeros siglos? ¿No ese abismo presenta también esperanza?(3)
‘2. Seminarios y noviciados se vacían al mismo ritmo, y las vocaciones caen en picado. El futuro es más bien sombrío y uno se pregunta quién tomará el relevo. Cada vez más parroquias europeas están a cargo de sacerdotes de Asia o de África.Aunque esto también tiene mucho de verdad, hay muchos casos en los que la tendencia es la inversa. Y, ¡oh sorpresa!, tiene que ver con los modelos de formación e identidad religiosa, con todo lo bueno y malo que eso conlleva. ¿Se ha puesto a pensar el padre Boulad, después de ver el ejemplo de los seminarios franceses, cada vez más vacíos, que en apenas diez años el clero lefebvrista será más numeroso que el católico? No lo mencionó explícitamente en su carta, pero puedo suponer que el jesuita egipcio no es un partidario del rito extraordinario de la misa, pues lo ve como un signo de ‘restauración’, de una ‘involución’ hacia Vaticano I o Trento… Es una de las cosas que Benedicto XVI le podría responder: el cisma de los tradicionalistas planteaba grandes problemas, ya que en el futuro podrían ser los únicos católicos restantes. ¿Síntoma de qué es que los seminarios y parroquias lefebvrianas estén repletos? ¿Por qué el modelo liberal de sacerdocio, pastoral, ecumenismo, teología y vida religiosa, siguiendo la letra del Vaticano II y la luz de los tiempos, han dejado tras de sí diócesis desoladas, parroquias desiertas, clero envejecido y seminarios vacíos? Holanda, Bélgica, Canadá, Irlanda… ¿Por qué la vitalidad de los sectores más conservadores y el boom vocacional de las carmelitas y clarisas más tradicionales, de las diócesis de pastoral más agresiva y a la antigua, los nuevos movimientos de probada —a veces excesiva— ortodoxia?(4) ¿Por qué el auge de las Iglesias tercermundistas perseguidas, empobrecidas, minoritarias e incluso clandestinas, como en Corea, Vietnam, China, Myanmar, India o Bangladesh?
3. Muchos sacerdotes abandonan el sacerdocio y los pocos que lo ejercen aún –cuya edad media sobrepasa a menudo la de la jubilación– tienen que encargarse de muchas parroquias, de modo expeditivo y administrativo. Muchos de ellos, tanto en Europa como en el Tercer Mundo, viven en concubinato a la vista de sus fieles, que normalmente los aceptan, y de su obispo, que no puede aceptarlo, pero teniendo en cuenta la escasez de sacerdotes.’
Su última línea apunta claramente al celibato ‘obligatorio’. Yo creo que, en efecto, sería provechoso la posibilidad de ordenar como sacerdotes a diáconos casados —del clero diocesano, por supuesto, nunca del religioso—, así como intentar nuevas formas de ministerios femeninos a largo plazo. Sin embargo, Boulad peca de ingenuidad o ignorancia. ¿Ha visto acaso lo que le ha sucedido a la Comunión Anglicana o a numerosas iglesias reformadas que tienen ministros casados o de ambos sexos? En ningún caso ha habido un auge de vocaciones ni conversiones masivas de parte de fieles alejados o apóstatas. El problema no es de formas, sino de fondo, algo que muy pocos han podido o querido situar en la crisis de la verdad, en el desarraigo de la gran Tradición, en concepciones agradables pero incorrectas del cristianismo. Uno de ellos es Benedicto XVI.
G. G. Jolly
(1) Por supuesto, la cigüeña desconoce la historia de la Compañía y su espiritualidad, la novedad radical de lo que quería San Ignacio para la Vida Religiosa. La última Congregación General de la orden, de 2007 (con el visto bueno de Benedicto XVI), parafraseando la anterior, de 1994 (aceptada por Juan Pablo II), describe así la misión de la Compañía: ‘El fin de nuestra misión (el servicio de la fe) y su principio integrador (la fe dirigida hacia la justicia del Reino) están así dinámicamente relacionados con la proclamación inculturada del Evangelio y el diálogo con otras tradiciones religiosas como dimensiones de la evangelización’.
(2) Véase si no el libro Las puertas del infierno. La historia de la Iglesia jamás contada de Ricardo de la Cierva, en que el autor, un ejemplo del más rancio y recalcitrante conservadurismo eclesial, utiliza a la Provincia Mexicana de la Compañía de Jesús como el más claro ejemplo de la traición a la Iglesia iniciada por Pedro Arrupe, tras el Vaticano II.
(3) Véase esta entrada anterior, en la que el ‘pesimista’ Joseph Ratzinger apuesta, ya en 1970, precisamente por una Iglesia minoritaria.
(4) Véase: Gabino Uríbarri, SJ, Portar las marcas de Jesús. Teología y espiritualidad de la vida consagrada, Bilbao, Desclée de Brouwer, 200?.
Continuará...
2 comentarios:
No hay peor ciego que aquel que no quiere ver...
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