viernes, abril 14, 2006

La almohada de Ruth

Éste es un pequeño cuento que escribí hace un año y que, creo, vale la pena rescatar y poner al alcance de más gente. Disfrútenlo.

La almohada de Ruth

“Se produjeron relámpagos, fragor, truenos y un violento terremoto, como no lo hubo desde que existen hombres sobre la tierra, un terremoto tan violento.”
Ap. XVI, 18

La pequeña Ruth dormía tranquila en su cama, abrazando una almohada blanca y grande.

Su almohada era su única amiga y juguete. Con ella reía cuando su madre jugaba con ella o cuando su bisabuelo le contaba historias. En ella lloraba cuando no había comido y le dolía el estómago o veía llorar a su madre —algo muy frecuente—, y con ella se regocijaba el día que había pan blanco, porque no había casi nada de comida y, mucho menos aún, dinero para comprarla. Por supuesto, tampoco había lindos vestidos o zapatos nuevos, ni muñecas, ni pelotas. Pero Ruth no extrañaba nada de eso, porque nunca había comido carne, ni probado la mermelada o el chocolate, ni había visto jamás un lindo vestido, zapatos nuevos, pelotas o muñecas. Ruth era feliz al lado de su almohada, sus padres y su bisabuelo.

A Ruth la despertaron fuertes golpes en la puerta del cuarto maltrecho y obscuro en el que vivía con su familia: su hogar. La puerta se abrió abrupta y violentamente, y entraron cuatro personas, altas, fuertes y robustas como su padre, pero vestidas con abrigos grises, sombreros como de hojalata y unos maderos largos y delgados al hombro. La pequeña Ruth se asustó, pues aquellas personas gritaban y alzaban la voz y decían cosas que ella no comprendía, jamás había oído hablar a alguien de esa forma. Su madre corrió hacia ella y la alzó de la cama y ella abrazó a su almohada.

Su padre trató de golpear a uno de aquellos hombres, y, aunque era fuerte y ágil —tenía apenas 23 años y era un hombre muy apuesto, de ojos negros y abundante pelo rizado—, ellos le golpearon y lo halaron fuera del cuarto. Le siguieron su abuelo y su esposa con su hija en brazos. Ruth sintió alfilerazos en su rostro cuando salieron del cuarto y del edificio; la sensación no era nueva, era igual a las noches en las que se había movido mucho en su cama y tirado su frazada al suelo, pero mucho más intensa. Ella vio el inmenso techo azul sobre su cabeza y al gran foco amarillo que le lastimaba los ojos, un círculo gigante y luminoso.

El bisabuelo Szimon, mientras tanto, encorvado y apoyándose sobre un bastón, caminaba lentamente y con dificultad porque estaba enfermo. Cayó al suelo cuando uno de aquellos hombres de gris le empujó. Su larga barba cayó sobre el suelo, de un color blanco que Ruth jamás había visto. Él trataba de levantarse, apoyándose en su brazos, pero tres de aquellos hombres de gris le golpearon muy fuerte con sus pies, envueltos en zapatos negros muy altos y brillosos, y con los maderos largos que llevaban al hombro, hasta que no se movió más y se quedó boca abajo, como si estuviese dormido. Su madre rompió en llanto y su padre comenzó a maldecir. Ruth estaba asustada y no sabía por qué: “¿Qué no va a venir el bisabuelo con nosotros, mami?”, preguntó la niñita.

Ruth estaba impresionada por ver a tanta gente; jamás creyó que hubiese más mundo que el cuarto y más gente que su familia, mas había niños como ella, hombres y mujeres como sus padres y gente con el pelo blanco y piel arrugada como el abuelo —aunque algunas de esas personas lucían más como su madre, pero con las mismas características que su bisabuelo. También había muchos hombres de gris y algunos halaban de una cadena a unas cosas peludas que se movían y hacían un feo ruido y enseñaban dientes largos y puntiagudos. De pronto, un estruendo horrible le asustó y le hizo llorar: vio a un hombre de gris alzando el madero esbelto y, a unos pasos de él, una silueta durmiendo sobre el suelo blanco, que, pronto —para gran asombro de Ruth—, se volvió rojo, como en los cuentos de magia que le contaba el bisabuelo Szimon.

¿Qué eran todas esas cajas grandes y altas de donde salía y a donde entraba gente? ¿Qué eran esos palos altos y gruesos con muchas laminillas verdes arriba? ¿Y aquella ancha franja verde-azulosa que reflejaba todo y se veía a lo lejos? ¿Era agua acaso? No, no era posible que pudiese existir tanta agua, porque, entonces, los baños hubiesen podido ser mucho más seguido y no hubiesen tenido sed nunca. ¿Y esa mole gris obscuro que hacía tanto ruido y echaba al aire columnas de humo negro y espeso y que arrastraba cajas de madera muy grandes en forma de rectángulo? ¡Qué fascinante y qué aterrador era para Ruth todo aquello! Su universo desde que tenía memoria hasta ese momento había sido su familia y el cuarto: ahora… ¡el mundo entero, con sus colores, formas y sonidos, apareció repentinamente ante ella!

Ruth estrechó su almohada cuando llegó la obscuridad una vez que entró con su familia y con mucha gente a una de las grandes cajas de madera. Lloró como nunca había llorado: el movimiento brusco; su fiel acompañante, el hambre, volvióse insoportable; aún más, la sed; el cansancio y el dolor de no poder recostarse; el tiempo que no acababa y que no terminaba de pasar. Pero allí estaban su madre y su almohada. Y también estaba su padre, que le acariciaba los cabellos y las mejillas y le procuraba el agua que escurría desde arriba. Ruth, al fin, sucumbió al sueño y no despertó sino hasta que sintió un fuerte movimiento y luego su ausencia total.

Poco tiempo después, todos salieron de la gran caja de madera y se hallaron en medio de una planicie blanca y con una que otra de esas cajas con gente dentro —y que no se movían. ¿Cómo era posible que hubiese cambiado la vista así como así? Uno entraba a la caja de madera que se movía y cuando salía, los palos con laminillas verdes arriba, la ancha franja verde-azulosa y todas las cajas grises con personas dentro habían desaparecido, y en su lugar aparecía un campo llano y blanco con cajas bajas y todo rodeado por palos con hilos de metal. ¡Debía de ser más magia de los cuentos del bisabuelo Szimon!

“¿Dónde está el bisabuelo, papi?”, no obtuvo respuesta. Su padre clavó sus ojos negros en ella y, aunque lo intentó, no pudo sonreír; había agua en ellos y parecía que iba a llorar como su madre o como ella misma, pero, no, no era posible. Su padre no hacía eso. Mientras pensaba y entre los gritos de su madre, dejó de verle a él, porque fue apartado de ellas dos por uno de aquellos hombres de gris.

Ruth se asustó mucho cuando una persona, una chica como su madre pero de pelo amarillo y vestida también de gris, le gritaba y ella no entendía. La mujer le arrebató la almohada y ella lloró, gritó y pataleó, y quiso recuperarla, pero su madre la detuvo. Después, se hincó delante de su hija, la acarició y le regaló una sonrisa —hacía mucho tiempo que no hacía eso—, y entonces comenzó a desabotonarle la blusa para desvestirla, al tanto que le hablaba de las maravillas del agua, del perfume del jabón y la alegría de una ducha. ¡Una ducha! ¡Otra cosa nueva! ¡Vaya día! “¿Y mi almohada, mami?”, preguntó Ruth, preocupada.

“Ella te va a estar esperando, mi amor”, le contestó su madre, sonriéndole y con lágrimas en los ojos. Ruth sonrió, muy aliviada, y, con confianza, volteó a ver a su almohada en el piso. Cogió a su madre de la mano y cruzó una gran puerta de metal.

La almohada blanca sobresalía en la cima de una gran pila de vestidos, zapatos, blusas y pantalones. El gélido aire soplaba y depositaba pequeños copos, no de nieve, sino de ceniza negra-rojiza, no de madera ni carbón…

El silencio imperturbable de la almohada sobre la gran pila de ropa, junto con el soplo del gélido aire y la apacible caída de la ceniza, cantaban. Cantaban un réquiem para la Humanidad, porque había habido un gran terremoto —que aún no terminaba— y la había destruido para siempre.

“Gélido camino hacia el futuro
de cenizas frías.
Efímero destino esperando en dos filas
con la piel convertida en número de serie.
Trabajos, más forzados que forzosos,
donde la dignidad cuesta la vida
pero vale menos que la muerte.

La esperanza encuentra su hipocresía
en el humo y en el alto voltaje.
Espejo del infierno sin cristal,
reflejo del hombre negándose a sí mismo
en una espiral cuadrada.”

Leafar.’

Por supuesto, existirán los imbéciles, como éste, que niegan que la historia de Ruth y de muchas otras personas sean ciertas. Mas yo tuve el enorme privilegio, la semana pasada, de conocer a un gran ser humano, prueba viviente de que sí sucedió, el señor Shie Gilbert (la foto la tomé yo):


Sirva esta entrada como homenaje a este hombre y a las millones de víctimas de ese apocalipsis.

G. G. Jolly

4 comentarios:

Esquizofrenia Inc. dijo...

Afortunadamente mi familia no tuvo que padecer nada por el estilo, pero no se requiere que una persona querida, o que personas cercanas a nosotros sufran el tormento que fue el holocausto, no solo para la gente de mi raza, sino para toda la humanidad... eso yo creo que es lo que nos hace humanos, ver y padecer con el otro su sufrimiento, aunque nuestra generacion, ni la de nuestros padres lo hayan visto, aunque no hubiera supervivientes, una catastrofe como esa no es algo que pueda taparse con una simple declaracion, y que Dios lo perdone por sus errores.

Anónimo dijo...

Ahora que lo estoy pensando, quiero ampliar mi declaracion, y no en el sentido lo que Enricus quiso decir...

El dolor de una guerra, el dolor de un genocidio, el dolor que produce el sufrimiento, jamas debe ser un arma politica, ni para el que lo padecio, pero mucho menos para su enemigo.

El dolor es un momento sagrado, donde uno se repliega con el Altisimo, Bendito sea, para buscar consuelo en ese gran momento de humanizacion... cuando descubrimos que solos no podemos andar y que necesitamos un apoyo mayor que nuestras fuerzas.

Las personas que niegan o minimizan el sufrimiento ajeno, son personas, y porque no decirlo, pueblos, que no son capaces de ver que existe un mundo mas alla de su nariz y barriga, o de sus fronteras, y su dolor es el unico, el mayor y el valedero... Estas personas deben preocuparnos, pero no como posibles enemigos, sino por su irresponsabilidad, y como humanos... de saber que no desean compartir su dolor, ni con el otro, ni con Dios.

Quien padece y usa eso como arma politica, es como el que puede caminar pero anda en silla de ruedas por pereza, y vez de crecer se hunde; y al final se convierte en la misma clase de ser que su victimario...

Pero quien hace comentarios tan infortunados como el del presidente de Iran, merece compasion... ojala su sufrimiento solo sea demagogico y nunca les toque padecer lo que Europa del Este padecio con los Nazis.

Y si personas como el o como Bush son nuestros lideres, deja mucho que desear de nosotros como civilizacion, que Dios nos proteja...

Ululatus sapiens dijo...

Excelentes comentarios, Su Eminencia. Se agradecen.

Lo más impresionante de haber conocido al señor Shie Gilbert y haber platicado con él por tres horas enteras fue ver su sonrisa y la luz de satisfacción por la vida en su rostro. ¡Es un hombre al que los nazis y el genocidio no le pudieron arrebatar la fe, al contrario!

Como siempre, el momento de mayor fe es el de reclamo. Shie Gilbert, al igual que Otro, y muchos otros, alcanzó a decir en medio de Auschwitz: 'Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?'.

Juan Ignacio dijo...

Lo acabo de leer. Terrible.
Saludos.