El único milagro del que se fió mi padre
Marc Chagall, El Sabbat, 1910. Museum Ludwig, Colonia.
‘Mi padre no hablaba. Pero cuando hablaba, hablaba al aire. Miraba al techo y hallaba una voz grave y monótona. Era como oír llover.
A veces contaba un trozo de su vida y luego se callaba sin sacar moralejas. Entonces era como oír llover en algún sitio de la memoria, apartado, lejano. Así, en trozos, me fue contando los momentos que lo marcaron, que lo convirtieron en la persona que era. Diez o d oce momentos. No más.
El primero de esos momentos —aquí solamente contaré ese primer momento y tal vez alguno posterior— sucede a principios de[l] siglo [XX], en Radzin, Polonia. Esa noche de primavera los judíos del shtetl salieron de sus casas, casas de madera casi todas, algunas de cemento, como la de mi padre y su familia. Caminaron por el camino de polvo hasta la escuela, el heder la llamaban, y ahí se acomodaron de pie, murmurando en voz baja de si lo que los congregaba era realmente un prodigio por suceder. El rabino estaba al centro, sentado ante una mesa de madera y en la mesa aguardaba, enigmática, una burbuja de vidrio, vacía a no ser por fin un filamento simple que subía desde su base unos cuatro centímetros.
A veces contaba un trozo de su vida y luego se callaba sin sacar moralejas. Entonces era como oír llover en algún sitio de la memoria, apartado, lejano. Así, en trozos, me fue contando los momentos que lo marcaron, que lo convirtieron en la persona que era. Diez o d oce momentos. No más.
El primero de esos momentos —aquí solamente contaré ese primer momento y tal vez alguno posterior— sucede a principios de[l] siglo [XX], en Radzin, Polonia. Esa noche de primavera los judíos del shtetl salieron de sus casas, casas de madera casi todas, algunas de cemento, como la de mi padre y su familia. Caminaron por el camino de polvo hasta la escuela, el heder la llamaban, y ahí se acomodaron de pie, murmurando en voz baja de si lo que los congregaba era realmente un prodigio por suceder. El rabino estaba al centro, sentado ante una mesa de madera y en la mesa aguardaba, enigmática, una burbuja de vidrio, vacía a no ser por fin un filamento simple que subía desde su base unos cuatro centímetros.
© YIVO Institute for Jewish Research, NY
El rabino pidió que los niños se acercaran a la mesa.
—Que sean los niños quienes vean el futuro primero —dijo.
Rav Meyer, según mi padre, era famoso en Polonia por su retórica.
Entre los niños que fueron a rodear la mesa estaba por supuesto mi padre, Hersh Berman. Moreno, con los ojos, el pelo, los caireles de niño ortodoxo, muy negros. Se acodó frente a la burbuja.
—Y bueno, veamos —dijo Rav Meyer.
Entonces, sin ruido, sucedió el portento: la burbuja se iluminó como un pequeño sol sobre la mesa y la gente aplaudió. Siguió aplaudiendo mientras el rabino paseaba las manos con las palmas hacia abajo sobre el foco encendido bendiciéndolo en hebreo.
—Bendito seas Nuestro Señor Rey del Universo que nos permites prender focos.
¿Qué vio mi padre, con ojos enormes, en ese foco iluminado?
Al día siguiente en el heder, Rav Meyer habló con un frenesí agitado de la maravilla de un porvenir textualmente brillante. Miríadas de focos llegarían para borrar de la faz de la Tierra la obscuridad del sufrimiento y la maldad y desde luego el castigo de la noche. ¿No se había presentado Dios ante Moisés como la luz fulgurante de una zarza en fuego?, ¿no se le había aparecido a Daniel como un relámpago sostenido de luz? La luz era la apariencia de Dios, y si para hablar con Moisés había tenido que prender una fogata en una zarza, ahora en el siglo XX hablaría con todos, ecuménicamente, desde los focos; y ya ni los necios podrían pecar.
—Que sean los niños quienes vean el futuro primero —dijo.
Rav Meyer, según mi padre, era famoso en Polonia por su retórica.
Entre los niños que fueron a rodear la mesa estaba por supuesto mi padre, Hersh Berman. Moreno, con los ojos, el pelo, los caireles de niño ortodoxo, muy negros. Se acodó frente a la burbuja.
—Y bueno, veamos —dijo Rav Meyer.
Entonces, sin ruido, sucedió el portento: la burbuja se iluminó como un pequeño sol sobre la mesa y la gente aplaudió. Siguió aplaudiendo mientras el rabino paseaba las manos con las palmas hacia abajo sobre el foco encendido bendiciéndolo en hebreo.
—Bendito seas Nuestro Señor Rey del Universo que nos permites prender focos.
¿Qué vio mi padre, con ojos enormes, en ese foco iluminado?
Al día siguiente en el heder, Rav Meyer habló con un frenesí agitado de la maravilla de un porvenir textualmente brillante. Miríadas de focos llegarían para borrar de la faz de la Tierra la obscuridad del sufrimiento y la maldad y desde luego el castigo de la noche. ¿No se había presentado Dios ante Moisés como la luz fulgurante de una zarza en fuego?, ¿no se le había aparecido a Daniel como un relámpago sostenido de luz? La luz era la apariencia de Dios, y si para hablar con Moisés había tenido que prender una fogata en una zarza, ahora en el siglo XX hablaría con todos, ecuménicamente, desde los focos; y ya ni los necios podrían pecar.
Con los años, el optimismo de Rav Meyer se le amargó en la memoria a mi padre, pero de la felicidad del foco encendido nunca se recuperó.
—Te diré exactamente qué sentí —decía mi padre.
Entonces cerraba los ojos y hablaba de los crueles inviernos de Radzin. Inviernos de medio año. Inviernos en que la nieve y el frío encerraban a la gente en sus casas y a los más cerebrales en los libros con sus ficciones ocurridas en otras temperaturas. En esos inviernos, el sol era un borrón blanco en el cielo de luces grises y blancas. Cuando por merced del viento las nubes se recorrían a nivel del sol y el sol poco a poco asomaba, Rav Meyer lo sabía porque la ventana contigua a su asiento se iluminaba u luego, poco a poco, él mismo, encorvado sobre el Talmud con sus largas barbas canas, quedaba bañado en luz. Entonces suspendía la lección y los niños podían salir de la escuela y abrirse los sacos y las camisas y las tzitzis y tenderse a sentir el calor del sol en los pechos.
—Esa felicidad sentí ante el foco —redondeaba mi padre y abría los ojos. Y se quedaba mirando en silencio al techo; un hombre que descreía de las largas oraciones y mucho más de las interpretaciones complejas. (Si necesita explicarse mucho, solía decir, es que no existe en realidad.)
El rabino le consiguió su primer manual sobre electricidad. Mi padre consiguió pedir más libros técnicos a Varsovia. A los trece años hizo su bar mitzvá, se volvió responsable de sus actos ante Dios y construyó con su amigo Wolf un primer radio rudimentario. Wolf y mi padre pasaban sus noches de invierno ante la radio, en una buhardilla; movían un alambre sobre la resistencia hasta sintonizar Varsovia o Kiev, a veces lugares tan remotos como Berlín. Por ese artefacto simple les llegaban noticias admirables: carruajes que andaban sin caballos, puentes que cruzaban mares, bicicletas con alas que planeaban por el cielo como águilas mecánicas. Todo lo escuchaban absortos a la cálida luz de los veinte focos que colgaban del techo y les prolongaban el día dentro de la noche y hasta el amanecer.
—Fabuloso: focos encendidos al amanecer —mi padre lo decía sonriendo—. No hay lujo mayor: luz en la luz.
Los místicos dedican su vida a la luz de Dios; mi padre decidió dedicar la suya a la luz de los focos. Quiso estudiar ingeniería eléctrica en la Universidad de Varsovia, pero halló dos impedimentos: existía una cuota máxima de judíos que podían admitirse en la Universidad y según la ley polaca debía hacer antes el servicio militar.
Hizo su examen de ingreso a la Universidad y fue admitido con una de las calificaciones más altas de su generación. Lo acuartelaron con los otros conscriptos y se inició en las disciplinas de soldado raso. Así que mientras esperaba convertirse en un universitario, un hombre universal, ya era por lo pronto un soldado más de Polonia. Lo consideró una mejoría importante: a pesar de que podía trazar su generación en Polonia durante nueve generaciones, hasta entonces se había sentido un judío arrinconado en un país ajeno.
—Te diré exactamente qué sentí —decía mi padre.
Entonces cerraba los ojos y hablaba de los crueles inviernos de Radzin. Inviernos de medio año. Inviernos en que la nieve y el frío encerraban a la gente en sus casas y a los más cerebrales en los libros con sus ficciones ocurridas en otras temperaturas. En esos inviernos, el sol era un borrón blanco en el cielo de luces grises y blancas. Cuando por merced del viento las nubes se recorrían a nivel del sol y el sol poco a poco asomaba, Rav Meyer lo sabía porque la ventana contigua a su asiento se iluminaba u luego, poco a poco, él mismo, encorvado sobre el Talmud con sus largas barbas canas, quedaba bañado en luz. Entonces suspendía la lección y los niños podían salir de la escuela y abrirse los sacos y las camisas y las tzitzis y tenderse a sentir el calor del sol en los pechos.
—Esa felicidad sentí ante el foco —redondeaba mi padre y abría los ojos. Y se quedaba mirando en silencio al techo; un hombre que descreía de las largas oraciones y mucho más de las interpretaciones complejas. (Si necesita explicarse mucho, solía decir, es que no existe en realidad.)
El rabino le consiguió su primer manual sobre electricidad. Mi padre consiguió pedir más libros técnicos a Varsovia. A los trece años hizo su bar mitzvá, se volvió responsable de sus actos ante Dios y construyó con su amigo Wolf un primer radio rudimentario. Wolf y mi padre pasaban sus noches de invierno ante la radio, en una buhardilla; movían un alambre sobre la resistencia hasta sintonizar Varsovia o Kiev, a veces lugares tan remotos como Berlín. Por ese artefacto simple les llegaban noticias admirables: carruajes que andaban sin caballos, puentes que cruzaban mares, bicicletas con alas que planeaban por el cielo como águilas mecánicas. Todo lo escuchaban absortos a la cálida luz de los veinte focos que colgaban del techo y les prolongaban el día dentro de la noche y hasta el amanecer.
—Fabuloso: focos encendidos al amanecer —mi padre lo decía sonriendo—. No hay lujo mayor: luz en la luz.
Los místicos dedican su vida a la luz de Dios; mi padre decidió dedicar la suya a la luz de los focos. Quiso estudiar ingeniería eléctrica en la Universidad de Varsovia, pero halló dos impedimentos: existía una cuota máxima de judíos que podían admitirse en la Universidad y según la ley polaca debía hacer antes el servicio militar.
Hizo su examen de ingreso a la Universidad y fue admitido con una de las calificaciones más altas de su generación. Lo acuartelaron con los otros conscriptos y se inició en las disciplinas de soldado raso. Así que mientras esperaba convertirse en un universitario, un hombre universal, ya era por lo pronto un soldado más de Polonia. Lo consideró una mejoría importante: a pesar de que podía trazar su generación en Polonia durante nueve generaciones, hasta entonces se había sentido un judío arrinconado en un país ajeno.
Un judío arrinconado en un país ajeno: se trataba de una frase que Rav Meyer que a mi padre le pareció rara por la amargura que imaginó tras ella. Mentira: era la descripción precisa de la buena fortuna de los judíos de Radzin, aquel pueblecito insignificante para el Destino de la República Polaca. En Varsovia, la capital del país, a diario, sentado en un aula, en alguno de los pupitres destinados a los judíos, mi padre intentaba abstraerse en las lecciones mientras recibía en el cuello los piquetes de navaja que le administraba algún antisemita de Altos Ideales. Y es que el programa de la ENDEK, la organización fascista que se había propuesto la gloria de Polonia, en la cotidianidad estudiantil se traducía en joder cuellos judíos: a varas largas amarraban con ligas navajas de afeitar y durante las clases alcanzaban los cuellos de los judíos y los herían, sistemáticamente, insistentemente, como moscas obsesivas, turnándose a cada media hora para no dejarlos en paz; y para los maestros y los otros alumnos, incluso para los mismos judíos, era como si nada estuviese sucediendo. La clase seguía armoniosa y universal y las rayas rojas seguían cruzándose en los cuellos judíos. Después en los cafés se maldecía la idiotez de los gandules del ENDEK: ¿limpiar a Polonia de los extranjeros hebreos?, ¿cómo?, si los hebreos llevaban diez siglos en ese territorio que hasta hacía veinte años ni siquiera se llamaba Polonia. Para mi padre, que ya era entonces un hombre fuerte, de melena, cejas y ojos negrísimos y cuerpo de boxeador, los navajazos, las palabras de adhesión de los polacos y las conmiseraciones de los judíos le provocaban la misma rabia, contenida y ardiente. Apretaba los puños y se iba luego con Wolf al gimnasio a golpear costales llenos de arena o asaltaba a su novia polaca con una pasión desprovista de palabras o cariño.
El asesinato de Rav Meyer, la conversión de Wolf al sionismo y su escapada a Palestina, la energía insolente de sus diecinueve años: todo ello lo arrancó de Polonia, lo llevó a las costas de Nueva York, en cuyo mar dejó caer como por descuido su libro de oraciones y su creencia en Dios, y de ahí al Zócalo de la Ciudad de México, donde una mañana soleada de diciembre se quedó muy quieto, parado en la multitud con la mirada fija en el balcón desde el cual el presidente Lázaro Cárdenas pronunciaba un discurso que le cambió la vida. Hablaba latín y pudo comprender los trazos generales: era un discurso asombroso por su nacionalismo irrestricto y por un utopismo más delirante todavía que el destilado por Rav Meyer. No importa: mi padre le creyó todo a Cárdenas. O tal vez, como me diría mucho tiempo después, cuando ya era un escéptico absoluto y dudaba hasta de sus propias afirmaciones, lo que lo convenció de quedarse en México fue aquel sol radiante en invierno, tres señoritas morenas con escotes generosos que escuchaban el discurso junto a él y aquella mención de Cárdenas de los miles de pueblos a los que la luz eléctrica debía todavía rescatar del medievo.
A un centenar de aquellos pueblos a los que no llegaba ni un camino de asfalto llegó mi padre a la cabeza de su cuadrilla de técnicos de la Compañía de Luz y Fuerza para plantar postes de madera y tender cables de poste a poste. Una noche cualquiera ocurría la cita en el aula de la escuela: en la penumbra aliviada por algunos quinqués de gas, la gente del pueblo esperaba de pie, las mujeres con rebozos, los hombres con los sombreros de palma entre las manos, los niños paraditos y apretujados al centro del salón, rodeando la mesa ante la que el profesor local con traje y corbata y mi padre en su uniforme caqui observaban aquella burbuja de cristal vacía.
Hay que detenerse en él un instante: el ingeniero Enrique Berman: la piel curtida por el sol del sureste mexicano, el pelo abundante y el bigote muy negros, la nariz afilada y más grande que las locales, los ojos negros concentrados en esa bola de cristal, como de mago gitano, pero más breve y por su vacuidad más misteriosa.
—Y bueno —decía el ingeniero Berman con su español levemente gutural y con una entonación polaca—, veamos.
Entonces sucedía, una vez más, el único milagro del que se fió mi padre: en el foco se hacía la luz.’
El asesinato de Rav Meyer, la conversión de Wolf al sionismo y su escapada a Palestina, la energía insolente de sus diecinueve años: todo ello lo arrancó de Polonia, lo llevó a las costas de Nueva York, en cuyo mar dejó caer como por descuido su libro de oraciones y su creencia en Dios, y de ahí al Zócalo de la Ciudad de México, donde una mañana soleada de diciembre se quedó muy quieto, parado en la multitud con la mirada fija en el balcón desde el cual el presidente Lázaro Cárdenas pronunciaba un discurso que le cambió la vida. Hablaba latín y pudo comprender los trazos generales: era un discurso asombroso por su nacionalismo irrestricto y por un utopismo más delirante todavía que el destilado por Rav Meyer. No importa: mi padre le creyó todo a Cárdenas. O tal vez, como me diría mucho tiempo después, cuando ya era un escéptico absoluto y dudaba hasta de sus propias afirmaciones, lo que lo convenció de quedarse en México fue aquel sol radiante en invierno, tres señoritas morenas con escotes generosos que escuchaban el discurso junto a él y aquella mención de Cárdenas de los miles de pueblos a los que la luz eléctrica debía todavía rescatar del medievo.
A un centenar de aquellos pueblos a los que no llegaba ni un camino de asfalto llegó mi padre a la cabeza de su cuadrilla de técnicos de la Compañía de Luz y Fuerza para plantar postes de madera y tender cables de poste a poste. Una noche cualquiera ocurría la cita en el aula de la escuela: en la penumbra aliviada por algunos quinqués de gas, la gente del pueblo esperaba de pie, las mujeres con rebozos, los hombres con los sombreros de palma entre las manos, los niños paraditos y apretujados al centro del salón, rodeando la mesa ante la que el profesor local con traje y corbata y mi padre en su uniforme caqui observaban aquella burbuja de cristal vacía.
Hay que detenerse en él un instante: el ingeniero Enrique Berman: la piel curtida por el sol del sureste mexicano, el pelo abundante y el bigote muy negros, la nariz afilada y más grande que las locales, los ojos negros concentrados en esa bola de cristal, como de mago gitano, pero más breve y por su vacuidad más misteriosa.
—Y bueno —decía el ingeniero Berman con su español levemente gutural y con una entonación polaca—, veamos.
Entonces sucedía, una vez más, el único milagro del que se fió mi padre: en el foco se hacía la luz.’
‘El único milagro del que se fió mi padre’, de Sabina Berman, en el libro Humanismo y cultura judía, México, UNAM y Comité Unido Tribuna Israelita, 1999. pp. 113-116.
3 comentarios:
Increíble, soy de yucatán y no conozco a ningún judío, me han dicho "fulanito(a) es judío(a)" o "el(la) que hizo -equis cosa- es judío(a)" pero no conozco a ciencia cierta un judío y leer esto me parecio muy interesante, además de que Sabina Berman - de por sí - es muy interesante.
Atte. rita (ok_i_am_lesbian@hotmail.com)
Yo soy judio
Sabina, ya entendí de donde te viene la profundidad y ser una mujer de izquierda, te admiro mucho!
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