Hablar de sexualidad e Iglesia es arriesgarse peligrosamente a caer en lugares comunes y desembocar en salidas fáciles. Por una parte, las reacciones viscerales, de signo contrario pero igualmente guiadas por el prejuicio ciego, tanto de odio y repulsión hacia el cristianismo (y particularmente a la Iglesia Católica), como las de puritanismo y miedo hacia la sexualidad. Y, por otro, aquellos intentos que tratan de distinguir entre cristianismo y la ‘institución’ (regida por ancianos recalcitrantes); las voces críticas que, desde el seno cristiano, abogan por una ‘liberalización’…
Pero evitemos los lugares comunes y las salidas fáciles. Así como el cristianismo no es uno solo, monolítico, tampoco lo es la Iglesia, esa comunidad viva de creyentes con veinte siglos de compleja historia, a lo largo de la cual ha estado en perenne conflicto y contradicción con lo que debe y puede ser, con la mirada en el hoy y también en la eternidad, con el deseo en el cielo y la voluntad en la tierra, presa de la gracia y del pecado, tratando de resolver estas cuestiones a la luz de los tiempos que corren lo mismo que al resguardo de una añeja Tradición, a través de instituciones humanas y de golpes del Espíritu… y el campo de la sexualidad no ha sido la excepción.
Primero, citemos lo que dice el mismo Magisterio de la Iglesia: ‘La persona humana, según los datos de la ciencia contemporánea, está de tal manera marcada por la sexualidad, que ésta es parte principal entre los factores que caracterizan la vida de los hombres y mujeres en el plano biológico, psicológico y espiritual, teniendo así mucha parte en su evolución individual y en su inserción en la sociedad’. (Congregación para la doctrina de la fe,
Declaración Persona humana
acerca de ciertas cuestiones de ética sexual, Roma, 1975. I.)
Y sí, ese documento tiene toda la razón. La sexualidad es el principal agente de vitalidad en el ser humano, la mayor fuerza de su existencia, en tanto que de ésta dependen la conciencia que tiene de sí mismo y de los demás (su ser varón o mujer), su relación con los objetos y con otras criaturas (los afectos: que generan rechazo o apego hacia algo o alguien), su capacidad de comunicación, interrelación y socialización y, por supuesto, su subsistencia misma como especie. Es decir, que la sexualidad es una fuerza tan importante y tan poderosa que ella es la herramienta de co-creación, de ella depende la generación de nuevas vidas. Y, por supuesto, la relación entre padres e hijos, entre hermanos y familiares, las amistades y las enemistades, el enamoramiento y la entrega desinteresada son las expresiones por antonomasia de la sexualidad; son, precisamente, las que nos diferencian de los animales, pues no es lo mismo la maternidad o el cortejo de los animales que la canción de cuna o la historia de Romeo y Julieta, Tristán e Isolda…
Yo pregunto: ¿acaso no la fe cristiana, que anuncia a un Dios que es Amor (
1 Jn IV, 8) y que se entrega a sí mismo a la muerte por amor (
Jn III, 16;
Jn XIII, 1;
Rm V, 8;
Ef II, 4-7;
1 Jn IV, 9) y que se condensa en el doble mandamiento de amor a Dios y al prójimo (
Lc X, 27), perdería todo sentido sin la sexualidad humana? ¡Sin sexualidad no habría fe! Sin la energía que nos constituye como personas, que nos sale del fondo del vientre y del alma, ¿cómo ‘dar la vida por los hermanos… y permanecer en el amor de Dios’ (
1 Jn III, 16)? ¿Podemos imaginarnos una Teresa de Ávila viviendo en santidad sin el Amor que la atravesaba o a Francisco de Asís negando su sexualidad, guardándose el amor por los Hombres y por las criaturas? A pesar de su apariencia pequeña y frágil, ¿no Teresa de Calcuta era un buldózer de energía sexual, de maternidad universal?
Vayamos más lejos, incluso, al mismo Dios del cristianismo, al Hijo de Dios, que asumió un cuerpo humano; de un varón, para ser exactos, con un pene y testículos, con hormonas masculinas que engrosaron su voz y lo revistieron de pelo corporal… Un ser humano con tal ardor en las entrañas que lloraba ante la muerte de su amigo Lázaro, se conmovía ante el derroche de la pecadora a sus pies, acogía en su regazo al joven Juan, se compadecía tiernamente del testarudo Pedro, sudaba sangre en su noche oscura de fe, perdonaba a sus torturadores y verdugos…
¿Por qué, entonces, esa visión tan negativa o, en el mejor de los casos, recelosa, de la sexualidad de tantos cristianos? ¿Por qué esa contradicción con su núcleo mismo (a veces herética) cuando, más todavía si, y hay que decirlo con todas sus letras, la Iglesia tiene una actitud más conciliadora (entreguista, incluso) con algo que es completamente ajeno al Dios crucificado: el poder?
La respuesta quizá sea esa serie de dicotomías, que le hacen oscilar como un péndulo hacia un extremo u otro. Su misma historia lo prueba.
Para empezar, el judaísmo desdivinizó la sexualidad y la puso en el centro de la existencia humana. Pese a los conceptos de ‘pureza’ e ‘impureza’, que pueden sonar anacrónicos, el judaísmo, siendo una religión del justo medio, unió a Dios y a los Hombres, en la generación de vidas nuevas y la realización del proyecto divino en la Creación, en la familia y en la sociedad. El cristianismo radicalizó el judaísmo en todos sus aspectos, y llevó la ética sexual judía a nuevas alturas. Devolvió la dignidad a los ‘impuros’ y a los estériles; la virginidad se alzó como un valor de protesta ante el puritanismo judío y el permisivismo pagano. Es innegable, por tanto, que el cristianismo se originó con una ética sexual muy fuerte y central para su mensaje, al mismo tiempo que quedó expuesta a los excesos de un lado y de otro.
El cristianismo medieval, en cambio, habiéndose separado del judaísmo y superado al paganismo, se estabiliza. Asume la sexualidad y tantos otros aspectos humanos como algo natural. Llega incluso a reivindicar a ese Dios humano, con un cuerpo, sexuado, lo mismo que la valía de la unión conyugal, ante los cátaros, por ejemplo, que rechazaban cualquier contacto corporal.
Esa adaptación tan natural llegó a olvidarse de la ética radical cristiana y, hasta cierto punto, originó los excesos y las ansias de cambio que llevaron a la Reforma. No es coincidencia que las distintas corrientes protestantes hayan hecho de los escándalos sexuales del cristianismo un estandarte de denuncia y programa de renovación.
Es, pues, a partir de Trento, que la Iglesia Católica emprende un arduo camino de reforma interna que durará siglos como respuesta a la crítica y al enfrentamiento con los protestantes. El péndulo oscila nuevamente a una ética fuerte, férrea y, en efecto, puritana.
Hoy en día, la Iglesia arrastra aún esas actitudes puritanas y moralinas de antaño, mientras que trata de asimilar la radical revolución sexual del siglo XX. Aprendiendo de su historia, intenta una misión casi imposible: mantener el péndulo en el medio. Quiere proponer una visión de la sexualidad fiel al mensaje evangélico, que humanice y libere: de una sólida ética que ponga al otro en el centro y que denuncie el culto al cuerpo, al placer, a la transgresión, al egoísmo y al sexo como mercancía de la posmodernidad, al tanto que la abra a ella misma a aprender del mundo, a abrazar el sexo como algo central en el plan divino (ese ‘lenguaje divino de los cuerpos’, como lo ha llamado Juan Pablo II), a romper tabúes y silencios incómodos en su interior.
La sexualidad es una energía destinada por Dios a salvar de la esterilidad no sólo a las personas, sino a las culturas y a los pueblos. La Iglesia, si ha de ser fiel a su misión en el mundo, tendrá, por tanto, que ser primero fiel a sí misma y poner esa energía como base para todo su obrar.
G. G. Jolly