jueves, noviembre 15, 2007

Un jesuita que no calló

La fiesta del Beato Rupert Mayer, SJ es el 3 de noviembre. Debí de haber escrito este post hace unos días, pero no estaba ni remotamente cerca de una computadora ni siquiera consciente de que este gran hombre era celebrado… Más vale tarde que nunca.

Nació el 23 de enero de 1876 en Stuttgart, Alemania. Conoció a la Compañía de Jesús mientras estudiaba la secundaria en Ravensburg e hizo los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, tras lo que decidió unirse a la orden. Su padre, sin embargo, le pidió que pospusiese su entrada hasta que terminase los estudios. Entre 1894 y 1898 estudió filosofía, teología, historia y catequesis en las universidades de Friburgo (Suiza), Múnich y Tubinga. En 1898 ingresó al seminario diocesano de Rottenburg y, ya terminada su formación y ordenado sacerdote, trabajó como coadjutor en Spaichingen. Entró al noviciado jesuita de Feldkirch/Tisis y, un año después, fue enviado a Valkenburg, Holanda, para profundizar sus estudios de filosofía y teología.

En 1911 fue destinado a Múnich para atender a emigrantes del campo, desarraigados y sin empleo. Pronto se distinguió por su empeño en organizaciones de caridad, cooperación con las autoridades públicas y el cuidado personal a las personas. Fundó, junto con dos colaboradores diocesanos, a las Hermanas de la Sagrada Familia, en 1914, para continuar con su labor social.

Al estallar la I Guerra Mundial, se alistó como voluntario en el ejército, donde fungió como enfermero y luego como capellán. Por su valentía, fue el primer sacerdote católico en obtener la Cruz de Hierro, aunque, en 1916, sufrió una herida en Rumania que le costaría la amputación de una pierna por encima de la rodilla.

A pesar de su discapacidad, continuó con renovado fervor su apostolado social y pastoral. Se interesó también por el movimiento sindical católico y pronto comenzó a hablar y predicar sobre ello: en 1922, se dirigió a 40 mil personas en la Königsplatz de Múnich. Sus misas para viajeros en la estación central de la ciudad también atraían grandes multitudes.

Era un hombre al que le gustaba estar al día en política. Desde el año en que estalló la guerra, leía la prensa socialista y asistía a sus mítines políticos, para exponer el punto de vista social católico en contraposición. Lo mismo hizo con el movimiento nacionalsocialista: reconoció que Hitler era un excelente orador, pero sin mayor interés por la verdad. Ya en 1923 negó que un católico pudiese ser nacionalsocialista, para ira de los nazis, quienes llegaron a culparle del fracaso de su golpe de Estado ese año, a pesar de que Rupert se había ofrecido a ayudar a los heridos.

Cuando Hitler y su Partido llegaron al poder, las denuncias de Meyer contra la ideología nazi, racista y anticlerical, se incrementaron. Se le seguía de cerca y pronto se le prohibió predicar, excepto en su ‘base’, la iglesia St. Michael de Múnich. En 1937 fue arrestado por atacar maliciosamente al gobierno y al partido y por utilizar el púlpito como herramienta política. Se le condenó a seis meses de prisión, mas su provincial arregló con la corte la libertad de Meyer a cambio de la autocensura. Sin embargo, él se dio cuenta de que el silencio sería interpretado como cobardía o como consentimiento: volvió al púlpito y fue arrestado nuevamente en 1938. Se le concedió el indulto después de la anexión de Austria y la Compañía reconoció su valentía al concederle la profesión perpetua en ella, algo inusual para alguien que se había hecho jesuita ya siendo sacerdote.

En 1939, ya comenzada la guerra, fue aprehendido por supuestos contactos con grupos monárquicos de resistencia. Se negó, aludiendo al secreto de confesión, a proveerle a la policía ningún nombre y fue enviado al campo de concentración de Sachsenhausen. Su salud declinó y, dada su condición sacerdotal y de héroe de guerra, los nazis temieron crear un mártir, por lo que lo confinaron al monasterio benedictino de Ettal, en completo aislamiento. Poco después de la liberación, de vuelta en Múnich, ocupado en labores de reconstrucción y ayuda a la gente necesitada, azotada por la guerra, sufrió un derrame cerebral y murió el 1º de noviembre de 1945.

El Papa Juan Pablo II lo beatificó el 3 de mayo de 1987, en Múnich.

P. D. Éste es un caso atípico entre los jesuitas alemanes; si acaso se me ocurren los nombres de Alfred Delp, SJ (1907-1945) y de Josef Spiekler, SJ (1893-1968). El primero, ahorcado por su activa participación en el círculo de resistencia que intentó derrocar a Hitler en 1944, y el segundo, convicto en prisiones y campos de concentración por sus atrevidos sermones y sentencias, como la de que ‘¡Alemania tiene un solo Führer: Jesucristo!’. Los cientos de jesuitas restantes, a pesar de estar ellos mismos en la mira de la campaña anticatólica nazi, callaron, agacharon la cabeza o voltearon la mirada hacia otro lado mientras Hitler y los suyos se empeñaban en la destrucción de Dios y de su Pueblo en Auschwitz. El insigne Karl Rahner, SJ, el teólogo de mayor talla del siglo, sorprende por su sepulcral silencio y el ensimismamiento en comunes labores pastorales y elaboradas reflexiones y debates sobre temas de teología… El Padre General, Jean-Baptiste Janssens, SJ, preocupado por mantener la disciplina y el status quo, al igual que la jerarquía católica alemana; la Compañía, como la Iglesia universal, contemplándose el ombligo mientras el mundo ardía, denunciando la injusticia sólo cuando sus propios fueros se veían amenazados… una minoría valiente nada más, resistía, el Beato Rupert Meyer entre ellos.

G. G. Jolly, nSJ

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