viernes, noviembre 16, 2007

‘Dios, mundo, misión: el sentido de la renovación arrupista’ de Ignacio Ellacuría, SJ

Pedro Arrupe logró una profunda renovación de la vida religiosa, lo cual nos permite, desde una experiencia muy real, hacer unas cuantas reflexiones sobre el carácter más universal que, sin duda, tuvo como renovador no sólo de la vida religiosa de los jesuitas, sino también en buena medida de la vi­da religiosa en general. No sería exagerado decir que lo que Juan XXIII supuso para la renovación de la vida eclesial, en general, lo ha supuesto el Padre Arrupe para la renovación de los religiosos, en particular. En ambos casos parece alentar el mismo espíritu, aunque en cada uno de ellos en forma dis­tinta, pero con el mismo vigor. Quizá hoy, en un momento en que esa fuerza renovadora de la Iglesia, en general, y de la vi­da religiosa, en particular, se ve con algún recelo por los peli­gros que tiene —sin fijarse en lo que tiene la promesa de futu­ro—, conviene resaltar algunos puntos esenciales que hicieron posible y prometedora dicha renovación­.

a) Ante todo, hay que ver la renovación como obra del Espíri­tu. Pocos, si es que hay alguno, se atreverán a dudar de la in­tensa y profunda espiritualidad del Padre Arrupe. Otras co­sas se habrán puesto en duda y aun bajo sospecha, pero difícilmente puede disimularse su recia y consistente espiri­tualidad. Esa espiritualidad es ignaciana por sus cuatro cos­tados, aunque también todos esos costados estaban abiertos, como la propia espiritualidad ignaciana lo exige, a las distin­tas novedades que el Espíritu va creando sobre la faz de la tierra. No me toca a mí insistir, y menos analizar, cuáles son las características que la espiritualidad ignaciana adopta en la experiencia personal del Padre Arrupe y en sus directrices co­mo General de la Compañía. Pero sí quiero subrayar el hecho de que fue en un largo proceso de profundización espiritual donde él buscó (y reclamó que los demás buscasen) la reno­vación de la vida religiosa.

Arrupe ha sido un hombre de Dios, por encima de todas las cosas; y quería que los jesuitas también lo fueran de ver­dad. Pero ‘de verdad’. Ese ‘de verdad’ implica que era a Dios a quien él buscaba, no cualquier otra cosa que quiera ha­cerse pasar por Dios, incluso en ambientes religiosos y ecle­siásticos. No sustituía a Dios por nada; un Dios más grande que los hombres; un Dios más grande que las Constituciones y la estructura histórica de la Compañía de Jesús; un Dios más grande que la Iglesia y todas sus jerarquías; un Deus sem­per major et semper novus, que sigue siendo el mismo, pero que nunca se repite; que necesita ser expresado en fórmulas dog­máticas, pero que nunca es agotado en ellas. Un Dios, en de­finitiva, imprevisible por un lado, pero inmanipulable por otro.

En la experiencia cotidiana de este Dios, al que dedicaba muchas horas de búsqueda, es donde se despertaba su gran li­bertad de espíritu, su gran amor a todos, su constante disponi­bilidad y humildad, y también su clarividencia religiosa. Una experiencia que, por una parte, era estrictamente trinitaria, como la de San Ignacio, pero que, sin dejar nunca de serlo, era también, por otra parte, siempre estrictamente cristológica y apegada a lo que es el Jesús histórico de los evangelios y el Je­sús historizado de los Ejercicios Espirituales. Hombre de Dios, seguidor de Jesús, que no excluía otras mediaciones, pero que sabía subordinarlas a lo que es principio y fundamento, a lo que es criterio último, a lo que, en definitiva, es fin y no medio.

b) Desde esta solidísima base —que no se tiene de una vez por todas, sino que, por su misma naturaleza, ha de renovar­se día a día—, Arrupe vivía abierto a la historia y, en la historia, a los signos de los tiempos. Hombre de Dios, pero también hom­bre de los hombres, hombre de la historia. La novedad de Dios se percibe en gran manera en la novedad de la historia. Las nuevas realidades plantean nuevas exigencias. No se tra­ta de abandonar el pasado y sostener que cualquier pasado fue peor; pero tampoco se trata de repetir el pasado con pe­queñas acomodaciones al presente, como si el presente actual de la humanidad y de su conciencia fuera tan sólo una pe­queña novedad respecto de lo que esa misma humanidad y conciencia fueron no ya hace siglos, sino simplemente hace cincuenta años. Se trata de discernir en los signos de los tiem­pos, tan nuevos y tan desafiantes, la voluntad de Dios; una voluntad que no es ajena a los hechos históricos.

Pero, para discernir esos signos, es menester estar abierto a la universalidad del mundo. Muchos dicen estarlo; pero pa­ra ello se requiere no sólo mirar al mundo todo, sino, en lo posible, mirar desde todo el mundo. Y esto último es algo que no se hace, pero que Arrupe intentó hacer de modo ex­cepcional. El universalismo de Arrupe, ejercitado desde sus primeros años de madurez (al final de sus estudios en la Compañía), sometido a la ruptura cultural del Oriente y, ya de Superior General, cultivándolo generosamente, es un uni­versalismo no tanto de objeto cuanto, sobre todo, de perspec­tiva. Veía el mundo desde Roma, pero también desde las na­ciones noratlánticas; y menos, pero también, desde las naciones sometidas al socialismo real.

Y cada vez más, fue viéndolo desde las naciones del Tercer Mundo y desde los pobres de toda la tierra. Veía el mundo desde la jerarquía eclesiástica, pero también desde los inte­lectuales, desde las culturas más diversas —él, tan preocupado por la inculturación, no sólo para encarnar la fe, sino para que la fe se enriqueciera en esas sucesivas encarnaciones—, desde las clases medias; pero sobre todo, y cada vez más, des­de los más desprotegidos. La riqueza de este universalismo le enseñaba la riqueza de Dios y le ponía en mejor disposición para encontrar su voluntad.

c) Sobre esos dos fundamentos, el principal de los cuales era el propio Dios, pero cuyo correlato era el mundo en su historia, acabó entendiendo el gran desafío del mundo actual. La evangelización, como anuncio de la buena nueva revelada en Jesús para que los hombres tengan vida y la tengan en abundancia, sigue siendo, en su formalidad, la misión princi­pal de la Iglesia y, en ella, de los jesuitas. Pero esa evangeliza­ción tiene un destinatario principal, que son las inmensas ma­yorías del mundo a las que la vida les resulta casi imposible, para las que el mero sobrevivir es la cuestión fundamental. De ahí que aquella indicación tan simple como la de evangeli­zar a los pobres, aquella advertencia que ya Juan XXIII repetía de que la Iglesia debe ser, ante todo, una Iglesia de los pobres, se va a convertir en punto fundamental de la renovación de la Iglesia y de la vida religiosa. A esta luz cobraba nuevas di­mensiones aquella insistente y grave preocupación de San Ignacio por dar la espalda a los honores y riquezas de este mundo para abrazarse con la pobreza, las humillaciones y los sufrimientos que traen consigo el aprecio de éstos y el des­precio de aquéllos. Los jesuitas iban a dejar de ser los amigos de los ricos para convertirse en aliados y colaboradores de los más pobres.

La evangelización y liberación de los más pobres, entendi­da no de un modo exclusivo (y menos aún de un modo que supusiera el fenómeno de la lucha de clases), sino entendida de modo preferencial, cobraba un sentido estrictamente teo­logal, un sentido que tenía que ver directamente con Dios y con la donación de Dios a los hombres. Arrupe no era en mo­do alguno dualista en este punto, aunque algunas de sus ma­nifestaciones escritas, en razón de la tradición en la que se ha­bía educado doctrinalmente, pudieran hacerlo creer. La lucha en favor de la evangelización integral de las mayorías popu­lares, a la que forzosamente pertenecía la lucha en favor de las mismas, era algo que tenía que ver directamente con Dios, al menos con el Reino de Dios.

d) La misión, entonces, era clara: ir preferencialmente a los pobres para, desde ellos y con ellos, evangelizar el mundo, li­berar a la humanidad de todas sus cadenas, sin olvidar, ni mucho menos, las cadenas del pecado y las causas de las mis­mas. La vida religiosa volvía a entenderse desde la misión a la que el Rey eterno invita a sus fieles seguidores, pero te­niendo muy en cuenta lo que es la bandera del ‘enemigo de natura humana’ y lo que es la bandera de quien, ‘en suma pobreza’ y en suma contradicción con los valores de este mundo, hace el llamamiento a seguirle.

La vida religiosa tenía su centro fuera de sí; no era algo en y para sí misma, sino que era algo en y para la misión. Pero no una misión abstracta para una evangelización abstracta, sino una misión y una evangelización que tenían muy en cuenta la situación de nuestro mundo y que daban prioridad a lo que significaban las demandas de los más pobres. Este doble acento (el de poner la vida religiosa en función de la misión y el de entender la misión desde la opción preferencial por los pobres, sin olvidar en ningún momento lo que de más sólido y santificante tiene la espiritualidad ignaciana y el mo­do auténtico de proceder de los jesuitas) es la raíz de una au­téntica renovación religiosa que busca a Dios y su voluntad donde mejor se puede encontrar; que busca lo que ‘más’ conduce al fin para que fuimos creados, tal como ese fin y esos medios son iluminados por la vida de Jesús.

Nada había en ello de no ignaciano, aunque pudiera verse como poco ‘jesuítico’, si por ‘jesuítico’ entendemos todas las adherencias que el ambiente y los comportamientos áuli­cos y / o institucionales de la Iglesia y del mundo habían ido produciendo en la Compañía de Jesús so capa de buen senti­do, de moderación y madurez, de buenas formas curiales y conventuales.

e) Volvió entonces a recuperar la vida religiosa su talante profético, y con ello un cierto sentido de confrontación no en todos los religiosos, pero sí en buena parte de ellos e incluso entre los propios superiores, que por lo general habían estado más a cuidar de lo institucional que a fomentar la libertad y la crea­tividad del espíritu.

Arrupe pretendió ser fiel a la jerarquía, pero sin que esta fidelidad derivada le impidiera alentar a quienes se sentían llamados a arriesgar e innovar. Propulsó toda suerte de expe­rimentos, sin dejar que se perdiera nunca lo esencial (una profunda vida espiritual alimentada en métodos y prácticas ignacianas; una gran seriedad en los estudios; un permanen­te discernimiento que iluminara pero no negara lo fundamental de la obediencia). El torbellino de la experimentación fue en ocasiones demasiado violento, y en su propio genera­lato llegó el momento de poner cautela a los experimentos y de asegurar ciertas líneas comunes. Pero no por miedo a la novedad y al riesgo, sino por buen juicio de no equivocar la actividad con la agitación, de no confundir el prurito de la novedad con la seriedad de la innovación.

Podría decirse que en lo nuevo, en cuanto nuevo, veía Arrupe algo divino, algo que muestra el Espíritu haciendo nuevas todas las cosas; pero sabía que no podía darse una no­vedad absoluta que rompiese con todo el pasado, en el que también se había hecho presente el Espíritu de Jesús (y por lo que se refería a su propio caso y al de todos los jesuitas, espe­cialmente en el San Ignacio de los Ejercicios y de las Constituciones). Difícil tensión ésta entre lo nuevo y lo viejo, entre lo espiritual y lo institucional, entre la tradición, que viene de atrás, y la profecía, que mira hacia adelante, entre la obedien­cia a Dios y la obediencia a los hombres.

Esta tensión fue la que le causó dificultades con muchos estamentos jerárquicos y la que le originó los mayores dis­gustos con la Santa Sede, mientras eran numerosísimos los obispos, superiores religiosos, teólogos y pastoralistas que veían en él un signo de los tiempos y una luz alentadora de empresas eclesiales siempre nuevas, siempre audaces, inca­paces de buscar el reposo antes de haber recorrido el largo camino de la experimentación, la escucha de las necesidades del mundo y la respuesta desde el Evangelio.

f) Pero nada de esto impedía que la vida religiosa siguiera siendo vida en comunidad. La vida comunitaria no es en la vi­da religiosa un fin en sí misma ni es tampoco un puro medio; es, más bien, una parte integrante de ella. Pero se ha propen­dido a entender la vida comunitaria como si se redujera a una comunidad de bienes, a una comunidad de obediencia y a una comunidad de ordenamientos externos. Hacer todas las cosas al mismo tiempo, conforme a un ‘orden del día’, se to­maba por ‘vida en común’; el estar sometido a unos mismos reglamentos se consideraba lo esencial de la vida comunita­ria. Esto daba lugar a vidas paralelas, más que a vidas comu­nitarias; a la comunicación de lo exterior, más que a la comu­nicación de lo interior: algo muy alejado de poner la vida en común y de hacer buena parte de la vida en común, donde ‘vida’ ya no es la práctica exterior, sino aquello que funda­mentalmente hace el hombre.

Ciertamente, Arrupe no es un dualista, ni es tampoco un despreciador de aquellas cosas externas que ayudan a orde­nar la vida en común. Pero mucho menos es un reduccionista que entienda por vida en común lo que no es vida y lo que no merece la pena de ser comunicado. No confundía el fondo con la forma ni lo esencial con lo accidental; y mucho menos hacía cuestión máxima de lo que es mínimo y mínima de lo que es máximo. Incluso en actos al parecer tan solitarios co­mo su misa diaria en su pequeña ‘catedral’ (de la que existen espléndidos testimonios personales), él se esforzaba muy vi­vamente por estar en comunidad real con todos los jesuitas a él encomendados. No se sentía solo; estaba allí para comuni­car y para recibir, para dar y para aceptar. Lo que era ‘mi­sión’ en su concepción de la vida apostólica era ‘comunica­ción’ en su concepción de la vida comunitaria. Pero era más feliz dando que recibiendo, a pesar de su inmensa humildad de superior que a todos preguntaba para enriquecer sus propios puntos de vista.

Fue así, con su ejemplo, con sus directrices y exhortaciones, un gran renovador de la vida comunitaria, impulsando los discernimientos comunitarios y la Eucaristía en común, donde lo importante no era estar materialmente juntos, sino espiritualmente comunicados, abiertos a la escucha y a la corrección, prontos a dar lo mejor de uno mismo, pero siempre desde la perspectiva de la misión apostólica, del hacer bien a los demás, de la evangelización. La verdad de la vida comunitaria debía contrastarse con lo que era el trabajo apostólico que, cuanto más arduo y peligroso, más necesidad tenía de intensa vida comunitaria y, sobre todo, de estrecha relación del hombre con Dios. La comunidad, no obstante, debía constituirse en lugar privilegiado, en mediación excepcional de esa estrecha relación, que podía verse sometida a autoengaño sin el contraste comunitario.

g) Nada de esto anulaba tampoco el valor y la necesidad de la autoridad y la obediencia, sino que situaba ambas en su exacto lugar. Tal vez en este punto fundamental del modo cristiano de ejercer la autoridad y de animar a la obediencia es donde —quizá más con el ejemplo que con grandes disqui­siciones teóricas o con normas de gobierno— da el Padre Arrupe un mayor impulso a la vida religiosa. No puede des­conocerse el hecho de que un buen grupo de jesuitas (los más conservadores y los más opuestos al cambio) opuso fuerte re­sistencia a la autoridad del Padre Arrupe y fue buscando es­capatorias teóricas y procedimientos prácticos para evadir el cambio que había suscitado el Vaticano II y que Arrupe, jun­to con otros, procuró que se viviese de modo especial en la vi­da religiosa. Los que tenían la mirada puesta atrás no com­prendieron fácilmente el nuevo rumbo, pero sí lo hicieron los que miraban hacia adelante.

Por eso, no debe considerarse a Arrupe como un conser­vador de las formas antiguas de la vida religiosa, sino como un profundo renovador, al que el futuro dará la razón y sa­brá medir con equidad. No es que siguiera el gusto de unos y se opusiera a los modos de otros. A quienes ansiaban la re­novación como una necesidad imperiosa, también los some­tió a prueba y no dejó que campasen por sus respetos. Pero, en general, éstos aceptaron su autoridad e interiorizaron sus orientaciones.

Dicho brevemente: Arrupe ejercía la autoridad de un mo­do evangélico. Suelen decirlo muchos superiores, pero no son tantos los que lo ponen en práctica. Podría asegurarse que te­nía del todo presente el mandato evangélico de no ejercer la autoridad con la Iglesia como se ejerce en el mundo: los jefes de los pueblos los tiranizan y los grandes los oprimen; pero, entre los discípulos, el que vaya a estar arriba y haya de ac­tuar como primero, ha de ser servidor y esclavo, porque el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate de todos (Mc, X, 42-45; Mt XX,25-28).

El Padre Arrupe ejercía su ministerio de superior —real, efectiva y afectivamente— como quien sirve hasta dar su vida por los demás. Ambas notas son características de él, y en su unidad muestran el idealismo cristiano de la forma de ser su­perior: no sólo dar la vida, sino darla como quien sirve; no só­lo servir, sino servir dando la vida; jamás aprovechar la con­dición de superior para ser alabado, para ser servido, para estar delante de los demás. Esto, junto a su capacidad profé­tica y su don de comunicación y de animación, hizo que los superiores generales de otras Órdenes le eligieran reiterada­mente, hasta el último momento, presidente de la Unión de Superiores Generales.

Como Superior General, daba directrices y buscaba que se cumplieran; daba órdenes, a veces dolorosas, y exigía su cumplimiento. Pero, con anterioridad, no sólo escuchaba a quien quería representarle otro punto de vista, sino que lla­maba paternalmente para que la orden en cuestión surgiera como resultado de un conocimiento iluminado. No había en­tonces tanta dificultad en obedecer, sino porque la forma de encontrar la voluntad de Dios, la forma de mandar, era bue­na, era conforme al espíritu del Evangelio. La cual hacía que, con el tiempo, pudieran cambiarse sus decisiones, porque no se consideraba infalible ni tenía miedo a perder autoridad. Sabía que quien quiere ser el primero en el Reino ha de si­tuarse con los últimos, para que sea el Señor, no los hombres, quien le invite a subir más cerca de él.

No deja de ser significativo de este espíritu el hecho de ha­ber sido el primer General de la Compañía de Jesús que, en pleno uso de sus facultades, ha pretendido presentar su renuncia. Sólo lo ha hecho un Papa en la Iglesia, y sólo lo ha he­cho el Padre Arrupe en la Compañía. Creen algunos que su renuncia vino forzada por la enfermedad. No es así. Arrupe había querido preparar una Congregación General para pre­sentar ante ella su renuncia al generalato. Juan Pablo II se lo impidió, y en el intervalo se desató el fulminante ataque cere­bral, al regreso de un viaje a Filipinas, adonde había ido, co­mo superior, a conocer mejor la vida de sus súbditos, a escu­char sus problemas, a animarles en sus empresas, a estar con ellos en medio de la persecución.
En sus viajes como superior, el Padre Arrupe escuchaba muchísimas horas, con lo que sus palabras ya no eran palabras traídas de fuera, sino respuesta a los problemas y a las preguntas que se le presentaban antes y durante el mismo viaje.

h) Arrupe está también persuadido de la vigencia de la vida re­ligiosa en el momento actual y para el futuro. Estaba persuadido de que la vida religiosa era indispensable para la santificación de muchos cristianos con esa concreta vocación, para que la fe y la gracia resplandecieran en toda su fuerza, para que la Iglesia pudiera cumplir mejor con su misión santificadora y evangeliza­dora, pero también (y no en último lugar) para que el mundo fuera realmente más humano, a la vez que más divino.

A pesar de las sacudidas que el desafío y la libertad del Vaticano II, junto con la irrupción de los valores del mundo en la conciencia actual, causaron en distintas órdenes y con­gregaciones religiosas, no excluida la Compañía de Jesús, el Padre Arrupe no dudó de la vitalidad de la vida religiosa ni de su enorme utilidad, siempre que se renovara como lo exi­gía el Concilio y como lo demandaban la nueva realidad his­tórica y su conciencia correspondiente. Seguía pensando —y así lo iba transmitiendo por dondequiera que iba— que la vida religiosa ofrecía las máximas posibilidades para la realización del Reino de Dios entre los hombres, que incluye tanto la pre­sencia sa1vífica de Dios entre ellos como la realización de un mundo conforme al designio de Dios.
Concluyamos ya este argumento de Arrupe como gran re­novador de la vida religiosa. Muchas más cosas podrían de­cirse y, sobre todo, podrían estudiarse sus escritos sobre este tema para poder perfilar, desarrollar y fundamentar y ampliar lo que aquí se ha dicho. El método seguido ha sido otro mostrar cómo se veía la acción del Padre Arrupe, por lo que se refiere a la vida religiosa.
No en todas partes se pide lo mismo hoy de la vida reli­giosa; pero si no aparecieran, en la forma que fuere, algunos de los aspectos que aquí se han tratado, no sólo podría decir­se que se está olvidando y desvirtuando el gran aporte de Arrupe a la vida religiosa, sino que (lo que es más grave) se estaría impidiendo la renovación misma de la vida religiosa y, con ello, lo que ésta puede aportar a la salvación y libera­ción de los hombres.

Tomado de: Ignacio Ellacuría, SJ, ‘Dios, mundo, misión: el sentido de la renovación arrupista’, en Norberto Alcover, SJ [ed.], Pedro Arrupe. Memoria siempre viva, Bilbao, Mensajero, 2001. pp. 59-69.

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