‘Arrupe: hombre de Dios y hombre de los hombres’ de Jon Sobrino, SJ
Creo que a ninguno de los jesuitas que estamos aquí se nos ha ocurrido venir a visitar esta capilla a rezar por el p. Arrupe. Al enteramos de su muerte, nos hemos reunido más bien como atraídos por la necesidad de recordar los mejores momentos de nuestra vida en la Compañía, y de agradecer a Dios el habemos dado a este hombre entrañable que se nos metió a todos en el corazón.
Decir en pocas palabras quién fue el p. Arrupe, para nosotros los jesuitas, no es cosa fácil. Yo quisiera hacerla comentando desde mi propia experiencia lo que de él dijo Ignacio Ellacuría: ‘El P. Arrupe fue hombre de Dios, hombre de los hombres y hombre de la historia’.(1)
El p. Arrupe fue un hombre de los hombres. Como Superior le tocó mirar la totalidad de este mundo, y lo que vio fue un mundo deshumanizado de mil maneras, pero deshumanizado sobre todo por la terrible pobreza e injusticia del Tercer Mundo. Lo miró con ojos de misericordia, como nos pide San Ignacio en la meditación de la encarnación, y nos pidió a los jesuitas que reaccionásemos ‘haciendo salvación’. Qué hacer para ayudar a salvar a este mundo es lo que la Congregación General de 1975, presidida y animada por él, nos exigió a todos: ‘la defensa de la fe y la promoción de la justicia’.
Fe y justicia, eso que Dios había unido desde el principio y que la Iglesia y la Compañía habían separado a lo largo de la historia, eso es lo que el padre Arrupe nos exigió y eso es a lo que nos animó. Aquí en El Salvador lo sabemos muy bien. Hubo unos años, antes de 1975, en los que tuvimos tensiones con su curia cuando comenzábamos a dar aquí los primeros pasos en la dirección de la justicia. Pero, pasados los primeros malentendidos, Arrupe siempre nos apoyó y nos animó. En enero de 1976 explotó en la UCA la primera de las quince bombas y Arrupe nos escribió en seguida. No nos acusó de que estábamos metiéndonos en política, ni siquiera nos llamó a la prudencia. Nos animó a seguir. Y con uno de esos gestos tan suyos, nos envió un donativo de cinco mil dólares como diciendo: ‘reparen cuanto antes los destrozos y sigan trabajando’. Pocas semanas después fue asesinado Rutilio Grande, SJ y en el mes de junio todos los jesuitas fuimos amenazados de muerte, si no salíamos del país, por la Unión Guerrera Blanca. Arrupe, de nuevo, no se asustó. ‘No salgan, sigan en sus puestos’, y él mismo quiso venir al país para animamos, aunque no le dejaron. Y así siempre en El Salvador y en todo el Tercer Mundo.
Lo que quisiera añadir es que el padre Arrupe llevó a cabo la opción por la fe y la justicia de una manera muy suya, muy humana y muy cristiana, y ante todo con misericordia. Por decirlo con un ejemplo, cuentan que una mañana de 1981 reunió a sus Asistentes Generales y les sorprendió con la Siguiente iniciativa: la Compañía tiene que organizar ya un servicio de ayuda a refugiados [el SJR]. Y es que la noche anterior había escuchado la noticia de barcos de vietnamitas que navegaban sin rumbo por los mares sin que en ningún puerto les diesen asilo. Y a Arrupe, como a Jesús, se le removieron las entrañas.
Arrupe sabía también el precio que hay que pagar ‘por la fe y la justicia’, como está escrito sobre la tumba de nuestros mártires en esta capilla y, de hecho, más de cuarenta jesuitas han sido asesinados en el Tercer Mundo desde 1975. Él también aceptó pagar su precio. Su defensa de los jesuitas de El Salvador y el apoyo crítico a la revolución sandinista le costaron muchos sufrimientos, mucha marginación y mucha soledad. Pero ejerció la fortaleza para mantenerse en su opción hasta el final.
Al p. Arrupe le tocó tomar decisiones difíciles y dolorosas, avisamos de excesos y exageraciones, pero en todo ello fue hombre de delicadeza. Si me permiten una palabra personal, en 1980 recibió quejas del Vaticano contra mí, pues una teología en favor de la justicia les parecía excesivamente peligrosa. El padre Arrupe me transmitió las quejas, me pidió que las escuchara con fe y humildad, y que las contestara con honradez. Pero lo que no olvidaré son las siguientes palabras de su carta: ‘En cuanto recibí las quejas contra usted, envié al p. Cecil McGarry para que comunicase al Vaticano que yo salgo garante de su fe’.
Finalmente, lo que siempre irradiaba el Padre Arrupe era una increíble esperanza, por la que podían tildarlo de visionario y hasta de ingenuo. Arrupe comunicaba una inamovible fe en la bondad de Dios y en las posibilidades de bondad de los seres humanos. Creía —él que había sido testigo de la bomba atómica de Hiroshima— que, a pesar de todo, la historia podía cambiar a mejor y que en el fondo de los seres humanos existe un reducto de bondad para ponerlo siempre a producir. Esto, que para unos era ingenuidad y para otros ilusión utópica, fue para mí la esperanza que a todos nos humaniza.
Este hombre de los hombres fue también un hombre de Dios. Todos los que le conocían quedaban cautivados por su sincero y profundo amor a Jesucristo, su larga oración, su sentida vocación en la celebración de la eucaristía. Yo tuve la suerte de convivir con él una semana en junio de 1976 y lo pude comprobar. Para mi sorpresa, me había llamado a Roma para ‘hablar de teología’, y dijo: ‘Padre, usted se va a reír, pero quiero leerle una poesía que escribí en honor a Cristo el día del Corpus’. Por supuesto que no reí, ni por fuera ni por dentro. Lo que sentí al escuchar su poesía es que, como en el caso de monseñor Romero, la teología del padre Arrupe no era como la nuestra, pero expresaba lo decisivo y lo más importante: una inmensa fe en Dios, un inmenso amor a Jesús y un inmenso amor a los hombres.
Nada puedo decir de su fe en lo íntimo de su corazón, pero sí quiero agradecer el profundo impacto que me causó esa fe. Lo que más me impresionó es que no antepuso nada a la voluntad de Dios. Y si me permiten decir una obviedad, que no es nada obvia para los seres humanos, me impresionó que no puso su corazón con ultimidad en nada que no fuese Dios. Con toda sencillez dejó a Dios ser Dios.
Y esto, más que sus palabras, lo hizo muy claro para mí su vida; por decirlo en forma concreta, el padre Arrupe amó a la Compañía con todo su corazón, pero nunca obstaculizó, sino que llegó a poner en peligro su anterior prestigio y buena fama dentro de la Iglesia —y en algunos momentos casi su existencia— por la opción por la fe y la justicia. Y de ello era bien consciente, pues en su largo generalato tuvo que constatar las dolorosas consecuencias de esa opción. En su tiempo, se dieron terribles divisiones internas, intentos, incluso, aplaudidos por algunos obispos, de fundar una Compañía paralela contraria a la línea de Arrupe. El número de jesuitas descendió en unos 8,000 porque la Compañía abandonó su cerrado mundo anterior y se encarnó en el mundo de la injusticia y de la increencia, nada de lo cual es fácil. La Compañía perdió antiguos amigos y bienhechores, y se ganó poderosos enemigos que la han atacado y perseguido hasta el asesinato.
La Compañía ha tenido serias dificultades con los tres últimos papas, Pablo VI al final de su pontificado, Juan Pablo I y Juan Pablo II, que no entendían y criticaban incluso la nueva opción, y en 1981 se llegó a la intervención papal, hecho insólito en la historia de la Compañía. Y en lo personal, el p. Arrupe tuvo que pasar —quizás ése fue su mayor sufrimiento— por la incomprensión del Vaticano hacia su propia persona, él tan fiel al Papa.
Al pensar en estas cosas me vienen a la mente unas palabras de San Ignacio cuando decía que le bastarían quince minutos para recobrar la calma aunque la Compañía se disolviese como sal en el agua, palabras de un santo que muestran la calidad de su fe. No sé si el p. Arrope rumió estas palabras, pero sí le tocó a él, como a San Ignacio y como a todos, ponerse delante de un Dios mayor que todo y mayor que la Compañía de Jesús. El p. Arrupe mantuvo la opción por la justicia hasta el final porque creyó honradamente que ésa era la voluntad de Dios, y de esa forma nos mostró a todos que realmente puso su fe en Dios.
El p. Arrupe fue, por último, hombre de la historia y de una historia cambiante. Le tocó abandonar las formas religiosas tradicionales de sus primeros años en Europa, Estados Unidos y Japón, y adentrarse en la gran novedad del Concilio. Y después le tocó ver la involución, el invierno eclesial, como dijo Karl Rahner, otro gran jesuita de nuestro tiempo. Si difícil, aunque gozoso, fue pasar de lo tradicional conocido a lo novedoso desconocido, más difícil le fue mantener el espíritu de lo nuevo en medio de la involución y aceptar el dolor de verlo desaparecido poco a poco. Pero se mantuvo fiel. En esa historia cambiante, el p. Arrupe, con el profeta Miqueas, vio siempre con claridad lo que tenía que hacer: practicar la justicia y amar con ternura. Pero todo ello en lo cambiante de la historia y, en sus últimos años, en oscuridad. Lo impresionante del p. Arrupe es que siguió caminando en la historia humildemente y siempre con su Dios.
Para terminar de hablar del p. Arrupe quiero usar palabras mejores que las mías, las palabras de dos creyentes mártires y salvadoreños. Ignacio Ellacuría dijo del p. Arrupe que fue ‘el Juan XXIII de la vida religiosa’.(2) Y en efecto, el p. Arrupe abrió las ventanas de una Compañía enrarecida ya para el mundo de hoy, y dejó que a través de esas ventanas abiertas penetrase aire fresco, la luz y el viento del Espíritu. Monseñor Romero fue a visitado el 25 de junio de1978 para encontrar consuelo y ánimos en sus propias dificultades con el Vaticano. Y en su diario nos ha dejado estas palabras: ‘El p. Arrupe es un hombre santo y se ve que el Espír¡tu de Dios lo ilumina’.El p. Arrupe está ahora en el corazón de muchos, de los mártires, de religiosos y religiosas, de cristianos y de hombres y mujeres de buena voluntad en todo el mundo que vieron en él la presencia de Dios entre nosotros. Los pobres de nuestros países, los pueblos crucificados, quizá no conocen su nombre. Pero para ellos vivió los dieciocho años de vida activa como Superior General de la Compañía de Jesús, y por ellos sufrió sus diez últimos años de silencio e impotencia. (Homilía en el funeral por el p. Arrupe en la UCA, febrero 1991).
(1) Ignacio Ellacuría, SJ, ‘Dios, mundo, misión: el sentido de la renovación arrupista’, en Norberto Alcocer, SJ [ed.], Pedro Arrupe. Memoria siempre viva, Bilbao, Mensajero, 2001.
(2) Ibid., Id.
Decir en pocas palabras quién fue el p. Arrupe, para nosotros los jesuitas, no es cosa fácil. Yo quisiera hacerla comentando desde mi propia experiencia lo que de él dijo Ignacio Ellacuría: ‘El P. Arrupe fue hombre de Dios, hombre de los hombres y hombre de la historia’.(1)
El p. Arrupe fue un hombre de los hombres. Como Superior le tocó mirar la totalidad de este mundo, y lo que vio fue un mundo deshumanizado de mil maneras, pero deshumanizado sobre todo por la terrible pobreza e injusticia del Tercer Mundo. Lo miró con ojos de misericordia, como nos pide San Ignacio en la meditación de la encarnación, y nos pidió a los jesuitas que reaccionásemos ‘haciendo salvación’. Qué hacer para ayudar a salvar a este mundo es lo que la Congregación General de 1975, presidida y animada por él, nos exigió a todos: ‘la defensa de la fe y la promoción de la justicia’.
Fe y justicia, eso que Dios había unido desde el principio y que la Iglesia y la Compañía habían separado a lo largo de la historia, eso es lo que el padre Arrupe nos exigió y eso es a lo que nos animó. Aquí en El Salvador lo sabemos muy bien. Hubo unos años, antes de 1975, en los que tuvimos tensiones con su curia cuando comenzábamos a dar aquí los primeros pasos en la dirección de la justicia. Pero, pasados los primeros malentendidos, Arrupe siempre nos apoyó y nos animó. En enero de 1976 explotó en la UCA la primera de las quince bombas y Arrupe nos escribió en seguida. No nos acusó de que estábamos metiéndonos en política, ni siquiera nos llamó a la prudencia. Nos animó a seguir. Y con uno de esos gestos tan suyos, nos envió un donativo de cinco mil dólares como diciendo: ‘reparen cuanto antes los destrozos y sigan trabajando’. Pocas semanas después fue asesinado Rutilio Grande, SJ y en el mes de junio todos los jesuitas fuimos amenazados de muerte, si no salíamos del país, por la Unión Guerrera Blanca. Arrupe, de nuevo, no se asustó. ‘No salgan, sigan en sus puestos’, y él mismo quiso venir al país para animamos, aunque no le dejaron. Y así siempre en El Salvador y en todo el Tercer Mundo.
Lo que quisiera añadir es que el padre Arrupe llevó a cabo la opción por la fe y la justicia de una manera muy suya, muy humana y muy cristiana, y ante todo con misericordia. Por decirlo con un ejemplo, cuentan que una mañana de 1981 reunió a sus Asistentes Generales y les sorprendió con la Siguiente iniciativa: la Compañía tiene que organizar ya un servicio de ayuda a refugiados [el SJR]. Y es que la noche anterior había escuchado la noticia de barcos de vietnamitas que navegaban sin rumbo por los mares sin que en ningún puerto les diesen asilo. Y a Arrupe, como a Jesús, se le removieron las entrañas.
Arrupe sabía también el precio que hay que pagar ‘por la fe y la justicia’, como está escrito sobre la tumba de nuestros mártires en esta capilla y, de hecho, más de cuarenta jesuitas han sido asesinados en el Tercer Mundo desde 1975. Él también aceptó pagar su precio. Su defensa de los jesuitas de El Salvador y el apoyo crítico a la revolución sandinista le costaron muchos sufrimientos, mucha marginación y mucha soledad. Pero ejerció la fortaleza para mantenerse en su opción hasta el final.
Al p. Arrupe le tocó tomar decisiones difíciles y dolorosas, avisamos de excesos y exageraciones, pero en todo ello fue hombre de delicadeza. Si me permiten una palabra personal, en 1980 recibió quejas del Vaticano contra mí, pues una teología en favor de la justicia les parecía excesivamente peligrosa. El padre Arrupe me transmitió las quejas, me pidió que las escuchara con fe y humildad, y que las contestara con honradez. Pero lo que no olvidaré son las siguientes palabras de su carta: ‘En cuanto recibí las quejas contra usted, envié al p. Cecil McGarry para que comunicase al Vaticano que yo salgo garante de su fe’.
Finalmente, lo que siempre irradiaba el Padre Arrupe era una increíble esperanza, por la que podían tildarlo de visionario y hasta de ingenuo. Arrupe comunicaba una inamovible fe en la bondad de Dios y en las posibilidades de bondad de los seres humanos. Creía —él que había sido testigo de la bomba atómica de Hiroshima— que, a pesar de todo, la historia podía cambiar a mejor y que en el fondo de los seres humanos existe un reducto de bondad para ponerlo siempre a producir. Esto, que para unos era ingenuidad y para otros ilusión utópica, fue para mí la esperanza que a todos nos humaniza.
Este hombre de los hombres fue también un hombre de Dios. Todos los que le conocían quedaban cautivados por su sincero y profundo amor a Jesucristo, su larga oración, su sentida vocación en la celebración de la eucaristía. Yo tuve la suerte de convivir con él una semana en junio de 1976 y lo pude comprobar. Para mi sorpresa, me había llamado a Roma para ‘hablar de teología’, y dijo: ‘Padre, usted se va a reír, pero quiero leerle una poesía que escribí en honor a Cristo el día del Corpus’. Por supuesto que no reí, ni por fuera ni por dentro. Lo que sentí al escuchar su poesía es que, como en el caso de monseñor Romero, la teología del padre Arrupe no era como la nuestra, pero expresaba lo decisivo y lo más importante: una inmensa fe en Dios, un inmenso amor a Jesús y un inmenso amor a los hombres.
Nada puedo decir de su fe en lo íntimo de su corazón, pero sí quiero agradecer el profundo impacto que me causó esa fe. Lo que más me impresionó es que no antepuso nada a la voluntad de Dios. Y si me permiten decir una obviedad, que no es nada obvia para los seres humanos, me impresionó que no puso su corazón con ultimidad en nada que no fuese Dios. Con toda sencillez dejó a Dios ser Dios.
Y esto, más que sus palabras, lo hizo muy claro para mí su vida; por decirlo en forma concreta, el padre Arrupe amó a la Compañía con todo su corazón, pero nunca obstaculizó, sino que llegó a poner en peligro su anterior prestigio y buena fama dentro de la Iglesia —y en algunos momentos casi su existencia— por la opción por la fe y la justicia. Y de ello era bien consciente, pues en su largo generalato tuvo que constatar las dolorosas consecuencias de esa opción. En su tiempo, se dieron terribles divisiones internas, intentos, incluso, aplaudidos por algunos obispos, de fundar una Compañía paralela contraria a la línea de Arrupe. El número de jesuitas descendió en unos 8,000 porque la Compañía abandonó su cerrado mundo anterior y se encarnó en el mundo de la injusticia y de la increencia, nada de lo cual es fácil. La Compañía perdió antiguos amigos y bienhechores, y se ganó poderosos enemigos que la han atacado y perseguido hasta el asesinato.
La Compañía ha tenido serias dificultades con los tres últimos papas, Pablo VI al final de su pontificado, Juan Pablo I y Juan Pablo II, que no entendían y criticaban incluso la nueva opción, y en 1981 se llegó a la intervención papal, hecho insólito en la historia de la Compañía. Y en lo personal, el p. Arrupe tuvo que pasar —quizás ése fue su mayor sufrimiento— por la incomprensión del Vaticano hacia su propia persona, él tan fiel al Papa.
Al pensar en estas cosas me vienen a la mente unas palabras de San Ignacio cuando decía que le bastarían quince minutos para recobrar la calma aunque la Compañía se disolviese como sal en el agua, palabras de un santo que muestran la calidad de su fe. No sé si el p. Arrope rumió estas palabras, pero sí le tocó a él, como a San Ignacio y como a todos, ponerse delante de un Dios mayor que todo y mayor que la Compañía de Jesús. El p. Arrupe mantuvo la opción por la justicia hasta el final porque creyó honradamente que ésa era la voluntad de Dios, y de esa forma nos mostró a todos que realmente puso su fe en Dios.
El p. Arrupe fue, por último, hombre de la historia y de una historia cambiante. Le tocó abandonar las formas religiosas tradicionales de sus primeros años en Europa, Estados Unidos y Japón, y adentrarse en la gran novedad del Concilio. Y después le tocó ver la involución, el invierno eclesial, como dijo Karl Rahner, otro gran jesuita de nuestro tiempo. Si difícil, aunque gozoso, fue pasar de lo tradicional conocido a lo novedoso desconocido, más difícil le fue mantener el espíritu de lo nuevo en medio de la involución y aceptar el dolor de verlo desaparecido poco a poco. Pero se mantuvo fiel. En esa historia cambiante, el p. Arrupe, con el profeta Miqueas, vio siempre con claridad lo que tenía que hacer: practicar la justicia y amar con ternura. Pero todo ello en lo cambiante de la historia y, en sus últimos años, en oscuridad. Lo impresionante del p. Arrupe es que siguió caminando en la historia humildemente y siempre con su Dios.
Para terminar de hablar del p. Arrupe quiero usar palabras mejores que las mías, las palabras de dos creyentes mártires y salvadoreños. Ignacio Ellacuría dijo del p. Arrupe que fue ‘el Juan XXIII de la vida religiosa’.(2) Y en efecto, el p. Arrupe abrió las ventanas de una Compañía enrarecida ya para el mundo de hoy, y dejó que a través de esas ventanas abiertas penetrase aire fresco, la luz y el viento del Espíritu. Monseñor Romero fue a visitado el 25 de junio de1978 para encontrar consuelo y ánimos en sus propias dificultades con el Vaticano. Y en su diario nos ha dejado estas palabras: ‘El p. Arrupe es un hombre santo y se ve que el Espír¡tu de Dios lo ilumina’.El p. Arrupe está ahora en el corazón de muchos, de los mártires, de religiosos y religiosas, de cristianos y de hombres y mujeres de buena voluntad en todo el mundo que vieron en él la presencia de Dios entre nosotros. Los pobres de nuestros países, los pueblos crucificados, quizá no conocen su nombre. Pero para ellos vivió los dieciocho años de vida activa como Superior General de la Compañía de Jesús, y por ellos sufrió sus diez últimos años de silencio e impotencia. (Homilía en el funeral por el p. Arrupe en la UCA, febrero 1991).
(1) Ignacio Ellacuría, SJ, ‘Dios, mundo, misión: el sentido de la renovación arrupista’, en Norberto Alcocer, SJ [ed.], Pedro Arrupe. Memoria siempre viva, Bilbao, Mensajero, 2001.
(2) Ibid., Id.
Tomado de: Jon Sobrino, SJ, ‘Hombre de Dios y hombre de los hombres’, en Norberto Alcover, SJ [ed.], Pedro Arrupe. Memoria siempre viva, Bilbao, Mensajero, 2001. pp. 133-138.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario