miércoles, diciembre 08, 2010

‘Ambición y codicia de los ricos’ por San Ambrosio de Milán

Cito el sermón a propósito de Nabot el Jezraelita (I Reyes XXI), en el cual el santo Obispo de Milán y Doctor de la Iglesia denuncia, con un tono que ya quisiera el teólogo de la liberación más radical, cual profeta veterotestamentario, la sed de justicia de los pobres —es decir, de Dios—; prueba de que el Evangelio, aunque es universal en su llamada a la salvación, no es buena noticia para todos...

1. La historia de Nabot sucedió hace mucho tiempo, pero se renueva todos los días. ¿Qué rico no ambiciona continuamente lo ajeno? ¿Cuál no pretende arrebatar al pobre su pequeña posesión e invadir la herencia de sus antepasados? ¿Quién se contenta con lo suyo? ¿Qué rico hay al que no excite su codicia la posesión vecina? Así, pues, no ha existido sólo un Ajab, sino que, lo que es peor, todos los días nace de nuevo y nunca se extingue su semilla en este siglo. Si muere uno, renacen muchos; son más los que nacen para la rapiña que para la dádiva. Ni es Nabot el único pobre asesinado; todos los días se renueva su sacrificio, todos los días se mata al pobre. Embargado por este miedo, el pobre abandona sus tierras y emigra cargado con sus hijos, prenda de amor; le sigue su mujer llorosa, como si acompañara a su marido a la tumba. Es menos deplorable para ella asistir al entierro de los suyos; porque aunque perdiera la ayuda de su marido, éste tendría un sepulcro, y aunque se quedara sin hijos, no lloraría su destierro ni estaría afligida por el hambre de su tierna prole.

2. ¿Hasta dónde pretendéis llevar, oh ricos, vuestra codicia insensata? ¿Acaso sois los únicos habitantes de la tierra? ¿Por qué expulsáis de sus posesiones a los que tienen vuestra misma naturaleza y vindicáis para vosotros solos la posesión de toda la tierra? En común ha sido creada la tierra para todos, ricos y pobres; ¿por qué os arrogáis, oh ricos, el derecho exclusivo del suelo? Nadie es rico por naturaleza, pues ésta engendra igualmente pobres a todos. Nacemos desnudos y sin oro ni plata. Desnudos vemos la luz del sol por primera vez, necesitados de alimento, vestido y bebidas; desnudos recibe la tierra a los que salieron de ella, y nadie puede encerrar con él en su sepulcro los límites de sus posesiones. Un pedazo estrecho de tierra es bastante a la hora de la muerte, lo mismo para el pobre que para el rico, y la tierra, que no fue suficiente para calmar la ambición del rico, lo cubre entonces totalmente. La naturaleza no distingue a los hombres ni en su nacimiento ni en su muerte. Les engendra igualmente a todos y del mismo modo les recibe en el seno del sepulcro. ¿Quién puede establecer clases entre los muertos? Excava de nuevo los sepulcros, y si puedes, distingue al rico. Desenterrad poco después una tumba y hablad si reconocéis al necesitado. Acaso solamente se puedan distinguir en que con el rico se pudren muchas mas cosas.

3. Los vestidos de seda y los ropajes entretejidos de oro, con los que se amortajan los cuerpos de los ricos, son un daño para los vivos y no ayuda para los difuntos. Te ungen, oh rico, y no dejas de ser fétido. Pierdes la gracia ajena y no adquieres la tuya. Dejas herederos que luchen entre sí con pleitos. Más que un conjunto de bienes que se acepta voluntariamente les transmites un depósito hereditario, y ellos temerán disminuir o violar lo que se les ha dejado. Si son herederos sobrios, lo conservarán; si lujuriosos, lo disiparán. Por consiguiente, condenas a los herederos que son buenos a una perpetua solicitud y dejas a los malos aquello con que pueden condenarse.


4. Pero acaso piensas que mientras vives abundas en todas las cosas. ¡Oh rico, no sabes cuán pobre eres y cuán necesitado te haces porque te crees rico! Cuanto más tienes, más deseas; y aunque lo adquieras todo, sin embargo, serías todavía indigente. La avaricia se inflama, no se extingue, con el lucro. Este proceso sigue la avaricia: cuanto más media, tanto más se apresura pata alcanzar metas desde donde sea más grande la caída final. El rico es más tolerable cuanto menos tiene. En relación a su hacienda, se contenta con poco; pero cuanto más aumenta su patrimonio, más crece su codicia. No quiere ser bajo en anhelos ni pobre en deseos. Junta así a la vez dos sentimientos inconciliables: la esperanza ambiciosa de riquezas y no depone el apego a la vida mísera. En fin, la Sagrada Escritura nos dice la miseria de su pobreza, nos revela cuán abyectamente mendiga.

5. Había un rey en Israel, Ajab, y un pobre, Nabot. El primero gozaba de las riquezas del reino; el segundo sólo poseía un pequeño terreno. Nabot no ambicionó nunca las posesiones del rico, pero el rey se sintió indigente porque no poseía la viña del pobre, su vecino. ¿Quién te parece más pobre: el uno, que estaba contento con lo suyo, o el otro, que deseaba lo ajeno? Nabot se nos muestra pobre en hacienda, y Ajab, pobre en el corazón. El deseo del rico no sabe ser pobre. La hacienda más abundante no es suficiente para saciar el corazón del avaro. Por eso hay divergencia entre el rico avaro, que envidia las posesiones de los demás, y el pobre. Pero consideremos ya las palabras de la Sagrada Escritura.

6. “Después de esto sucedió que Nabot de Jezrael tenía una viña en Israel, junto al palacio de Ajab, rey de Samaria. Ajab habló a Nabot diciéndole: Cédeme tu viña para hacer un huerto de legumbres, pues está muy cerca de mi casa. Yo te daré por ella otra viña, y si esto no te conviene, te daré en dinero su valor. Pero Nabot respondió: Guárdeme Dios de cederte la heredad de mis padres. Ajab entonces se entristeció e irritó, se acostó en su lecho, vuelto el rostro, y no quiso comer”.

7. Había expuesto más adelante la Sagrada Escritura que Eliseo, aun siendo pobre, dejó sus bueyes y corrió tras Elías, y luego volvió, mató sus bueyes y los distribuyó entre el pueblo, y siguió a Elías. Para condena de los ricos, que este rey representa, se expone esto previamente, en cuanto que, a pesar de haber recibido beneficios de Dios, como Ajab, a quien Dios concedió el reino y la lluvia por la oración del profeta Elías, violan los mandamientos divinos.


8. Pero oigamos que dijo: “Dame”, ¿Qué palabra es ésta sino de pobre? ¿Cuál es la voz con que se implora la caridad pública sino “dame”? Dame, porque necesito; dame, porque no poseo otro remedio de vida; dame, porque no tengo pan para comer, ni bebida, ni alimento, ni vestido; dame, porque a ti te dio el Señor bienes de donde debes repartir, y a mí, no; dame, porque si no me das, nada tendré; dame, porque esta escrito: “Dad limosna” (Lc XI, 41). ¡Cuán abyecta y vil esta palabra en este caso! No tiene el afecto de la humildad, sino el incendio de la codicia. ¡En la misma expresión cuánta desvergüenza! “Dame —dice— tu viña”. Confiesa que no es suya, de modo que reconoce la pide indebidamente.

9. “Y te daré —dice— por ella otra viña”. El rico desdeña lo suyo como vil y ambiciona lo que es ajeno como preciosísimo.

10. “Si esto no te conviene, te daré en dinero su valor”. Pronto corrige su error, ofreciendo dinero por la viña. Nada quiere que otro posea quien anhela abarcarlo todo con sus posesiones.

11. “Y tendré —dice— un huerto de hortalizas”. Éste era el motivo de toda su locura y furor, que buscaba un huerto para viles hortalizas. Vosotros, ricos, no tanto deseáis poseer lo que es útil como quitar a los demás lo que tienen. Cuidáis más de expoliar a los pobres que de vuestra ventaja. Estimáis injuria vuestra si el pobre posee algo de lo que juzgáis digno de la posesión del rico. Creéis que es daño vuestro todo lo que es ajeno. ¿Por qué os atraen tanto las riquezas de la naturaleza? El mundo ha sido creado para todos y unos pocos ricos intentáis reservároslo. Pues no sólo la posesión de la tierra, sino el mismo cielo, el aire, el mar, lo reclaman para su uso unos pocos ricos. Este espacio que tú encierras en tus amplias posesiones, ¿a cuánta muchedumbre podría alimentar? ¿Acaso los ángeles tienen divididos los espacios de los cielos, como tú haces cuando divides la tierra con mojones?


12. Exclama el profeta: “Ay de los que juntan casa a casa y finca a finca” (Is V, 8). Les acusa de avaricia estéril. Los ricos huyen de convivir con los hombres y por eso excluyen a sus vecinos. Pero no pueden huir totalmente, porque cuando les han excluido, encuentran a otros de nuevo, y cuando expulsan otra vez a estos es necesario que tengan a otros por vecinos. Pues no es posible que vivan solos sobre la tierra. Las aves se juntan con las aves y frecuentemente bandadas ingentes cubren el cielo con su vuelo; los animales se unen a los animales, y los peces, a los peces; ni buscan dañar, sino el comercio de la vida cuando se acogen a la compañía de otros y pretenden obtener protección por medio de la ayuda de una sociedad más frecuente. Sólo tú, hombre, excluyes al de tu misma naturaleza e incluyes a las fieras; construyes albergues para las fieras y destruyes los de los hombres. Dejas entrar el mar en tus predios para que no te falten monstruos y llevas hacia adelante los límites de tus tierras para que no puedas tener vecinos.


13. Escuchamos la voz del rico que pedía lo ajeno; oigamos ahora la voz del pobre que defendía lo suyo: “Guárdeme Dios de cederte la heredad de mis padres”. Juzga que el dinero del rico es una especie de infección para él, como si dijera: “Sea ese dinero para perdición suya” (Hch VIII, 20), yo no puedo vender la heredad de mis padres. Aquí tienes un ejemplo que imitar, oh rico, si lo entiendes bien: que no vendas tu campo por noche de meretriz; que no transfieras tu derecho por atender los gastos de banquetes y placeres; que no adjudiques tu casa para cubrir los riesgos del juego, a fin de que no pierdas el derecho de la piedad hereditaria.

14. Oídas estas palabras, se turbó en su espíritu el rey avaro: “Se acostó en su lecho, vuelto el rostro, y no quiso comer”. Lloran los ricos si no pueden arrebatar lo ajeno. No pueden ocultar la fuerza de su tristeza si los pobres no ceden a sus pretensiones. Desean dormir y encubren su rostro para no ver que hay en la tierra algo que es posesión de otro, que hay en el mundo algo que no es suyo, para no oír que el pobre tiene una posesión al lado de la suya, para no escuchar al pobre que les contradice. Las almas de estos ricos son aquellas a las que dice el profeta: “Mujeres ricas, resurgid” (Is XXXII, 9).

15. “Y no comió —dice— su pan,” porque deseaba lo ajeno. Los ricos, en efecto, comen más que el suyo el pan ajeno, porque viven del robo y forman su hacienda con el producto de la rapiña. O acaso Ajab no comió su pan, queriendo castigarse con la muerte, porque se le había negado algo.

16. Compara ahora los afectos del pobre. Nada tiene, pero no sabe ayunar voluntariamente, a no ser para Dios y por necesidad. Ricos, arrebatáis todo a los pobres y no les dejáis nada; sin embargo, vuestra pena es mayor que la de ellos. Los pobres ayunan si no tienen; vosotros, incluso cuando tenéis. Así, pues, os irrogáis a vosotros mismos primero la pena que infligís a los pobres. Sois vosotros los que sufrís por vuestra pasión las tribulaciones de la pobreza mísera. Los pobres, ciertamente, no tienen de qué vivir, pero vosotros ni usáis vuestras riquezas, ni las dejáis usar a los demás. Sacáis el oro de las venas de los metales, pero de nuevo lo escondéis. ¡Cuántas vidas encerráis con este oro!

martes, noviembre 30, 2010

La incapacidad de la experiencia (Agamben)


Ron Mueck, s/t

¡Oh, matemáticos, aclaren el error!

El espíritu no tiene voz, porque
donde hay voz hay cuerpo.
Leonardo

En la actualidad, cualquier discurso sobre la experiencia debe partir de la constatación de que ya no es algo realizable. Pues así como fue privado de su biografía, al hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia: más bien la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizá sea uno de los pocos datos ciertos de que dispone sobre sí mismo. Benjamin, que ya en 1933 había diagnosticado con precisión esa 'pobreza de experiencia' de la época moderna, señalaba sus causas en la catástrofe de la guerra mundial, de cuyos campos de batalla 'la gente regresaba enmudecida... no más rica, sino más pobre en experiencias compartibles... Porque jamás ha habido experiencias tan desmedidas como las estratégicas por la guerra de trincheras, las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano. Una generación que había ido a la escuela en tranvías tirados por caballos, estaba parada bajo el cielo en un paisaje en el cual solamente las nubes seguían siendo iguales y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de corrientes destructivas y explosiones, estaba el frágil y minúsculo cuerpo humano'.

Sin embargo, hoy sabemos que para efectuar la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana de una gran ciudad. Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un enbotellamiento; tampoco el viaje a los infiernos en el tren subterráneo, ni la manifestación que de improviso bloquea la calle, ni la niebla de los gases lacrimógenos que se dispia lentamente entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a las ventanillas de una oficina o la visita al país de Jauja del supermercado, ni los momentos eternos de muda promiscuidad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos —divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros— sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia.

Esa incapacidad para traducirse en experiencia es lo que vuelve hoy insportable —como nunca antes— la existencia cotidiana, y no una supuesta mala calidad o insignificancia de la vida contemporánea respecto a la del pasado (al contrario, quizás la existencia cotidiana nunca fue más rica en acontecimientos significativos).Es preciso aguardar al siglo XIX para encontrar las primeras manifestaciones literarias de la opresión de lo cotidiano. Si algunas célebres páginas de El ser y el tiempo sobre la 'banalidad' de lo cotidiano —en las cuales la sociedad europea de entreguerras se sintió demasiado inclinada a reconocerse— simplemente no hubieran tenido sentido apenas un siglo antes, es precisamente porque lo cotidiano —y no lo extraordinario— constituía la materia prima de la experiencia que cada generación le transmitía a la siguiente (a esto se debe lo infundado de los relatos de viaje y de los bestiarios medievales, que no contienen nada de 'fantástico', sino que simplemente muestran cómo en ningún caso lo extraordinario podría traducirse en experiencia). Cada acontecimiento, en tanto que común e insignificante, se volvía así a la partícula de impureza en torno a la cual la experiencia condensaba, como una perla, su propia autoridad. Porque la experiencia no tiene su correlato necesario en el conocimiento, sino en la autoridad, es decir, en la palabra y el relato. Actualmente ya nadie parece disponer de autoridad suficiente para garantizar una experiencia y, si dispone de ella, ni siquiera es rozado por la idea de basar en una experiencia el fundamento de su propia autoridad. Por el contrario, lo que caracteriza al tiempo presente es que toda autoridad se fundamenta en lo inexperimentable y nadie podría aceptar como válida una autoridad cuyo único título de legitimación fuese una experiencia. (El rechazo a las razones de la experiencia por parte de los movimientos juveniles es una prueba elocuente de ello).

De allí la desaparición de la máxima y del proverbio, que eran las formas en que la experiencia se situaba como autoridad. El eslogan que los ha reemplazado es el proverbio de una humanidad que ha perdido la experiencia. Lo cual no significa que hoy ya no existan experiencias. Pero éstas se efectúan fuera del hombre. Y curiosamente el hombre se queda contemplándolas con alivio. Desde este punto de vista, resulta particularmente instructiva una visita a un museo o a un lugar de peregrinaje turístico. Frente a las mayores maravillas de la tierra (por ejemplo, el Patio de los leones en la Alhambra), la aplastante mayoría de la humanidad se niega a adquirir una experiencia: prefiere que la experiencia sea capturada por la máquina de fotos. Naturalmente, no se trata de deplorar esta realidad, sino de tenerla en cuenta. Ya que tal vez en el fondo de ese rechazo en apariencia demente se esconda un germen de sabiduría donde podamos adivinar la semilla en hibernación de una experiencia futura. La tarea que nos proponemos —recogiendo la herencia del programa benjaminiano 'de la filosofía venidera'— es preparar el lugar lógico donde esa semilla pueda alcanzar su maduración.

Giorgio Agamben, introducción a Identidad e Historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2007.

lunes, noviembre 15, 2010

La caída en el Edén

Según Lars von Trier:



Y sus consecuencias, tal como dice la letra del aria de Händel:

Lascia ch'io pianga
mia cruda sorte,
e che sospiri la libertà.

Il duolo infranga queste ritorte
de' miei martiri sol per pietà.

Deja que llore
mi cruel suerte
y que suspire de libertad.

Que mi dolor quiebre, por piedad,
estas cadenas
de mis martirios.

lunes, noviembre 08, 2010

‘Eucaristía y hambre en el mundo’ de Pedro Arrupe, SJ

Discurso en el Congreso Eucarístico Internacional
Filadelfia, 2 de agosto de 1976.

“Señor, bueno es que nos quedemos aquí” (Mt XVII,4). Es hermoso estar con ustedes y compartir con ustedes esta maravillosa celebración. Pero supongan que el hambre del mundo está también ella con nosotros esta mañana. Pensemos solamente en los que morirán de hambre hoy, el día de nuestro simposium sobre el hambre. Serán millares, probablemente más de los que estamos en esta sala (unas 15.000 personas). Procuraremos oír su petición, con los brazos extendidos, con voces apagadas, con su terrible silencio: “dadnos pan... dadnos pan porque nos morimos de hambre”.

Y si al fin de nuestra disertación sobre “la Eucaristía y el hambre de pan”, dejando esta sala, tuviésemos que abrirnos camino a través de esa masa de cuerpos moribundos, ¿cómo podríamos sostener que nuestra Eucaristía es el Pan de Vida? ¿Cómo podríamos pretender anunciar y compartir con los otros al mismo Señor que ha dicho: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundantemente”? (Jn X,10).

Importa poco que esta gente que se muere de hambre no esté físicamente presente delante de nosotros, sino esparcida por todo el mundo: sobre las calles de Calcuta o en las áreas rurales del Sahel o de Bangladesh. La tragedia y la injusticia de sus muertes son las mismas dondequiera que sucedan. Y dondequiera que sucedan, nosotros, reunidos hoy, tenemos nuestra parte de responsabilidad. Porque, en la Eucaristía, recibimos a Cristo Jesús que nos dijo un día: “Tuve hambre, ¿me has dado de comer? Tuve sed, ¿me has dado de beber?... De verdad les digo: Cada vez que no han hecho esto a uno de mis hermanos más pequeños, no me lo han hecho a Mí” (Mt XXV, 31-46).

Sí, todos nosotros somos responsables, todos estamos implicados. En la Eucaristía, Jesús es la voz de los que no tienen voz. Habla por quien no puede hacerlo, por el oprimido, por el pobre, por el hambriento. En realidad, Él toma su puesto. Y si nosotros cerramos los oídos aquí al grito de aquellos, estamos también rechazando la voz de Él.

Si nos negamos a ayudarlos, entonces nuestra fe está realmente muerta, como nos dice Santiago con tanta claridad: “Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos del alimento de cada día, y alguno de ustedes les dice: vayan en paz, abríguense y coman, sin darles lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está muerta por sí misma” (St II, 14-16).

Hermanos y hermanas, ¡seamos sinceros! La mayor parte de nosotros, aquí presentes, esta mañana nos hemos alimentado bien y vivimos en una situación suficientemente tranquila. Dios nos conceda que no merezcamos la condena que Santiago aplica al rico egoísta, sea un individuo o una nación, que rehusa dar pan al hambriento o ayudar al pobre: “Lloren con aullidos por sus desgracias inminentes... han vivido en la tierra con placeres y lujos, han hartado sus corazones para el día de la matanza. Han condenado, han matado al justo, que no los resiste” (St V, 1. 5-6).

Signo de los tiempos

Han pasado más de diez años desde que el Concilio Vaticano II hizo de nuestro mundo moderno este comentario que debería llenarnos de verguenza: “Jamás la raza humana ha gozado de tal abundancia de riquezas, de recursos y de poder económico. Y, sin embargo, todavía un enorme porcentaje de los ciudadanos del mundo est atormentado por el hambre y la pobreza...” (GS 4).

Hace dos años, la Conferencia Mundial de las Naciones Unidas para la alimentación explicó todavía con mayor precisión en qué consiste este “enorme porcentaje”: “Según las estimaciones más moderadas, hay más de 460 millones de personas en esta situación en el mundo y su número está creciendo. Al menos el 40% de ellos son niños” (Conferencia, Roma, 1974). ¿Y cuál es la situación? El mismo documento de las Naciones Unidas continúa explicando que se trata de “gente permanentemente hambrienta y cuya capacidad de vivir una vida normal no puede ser realizada”.

Estoy seguro que ni uno solo de los aquí presentes ignora estos y otros hechos sobre el hambre en el mundo, como yo y menos que yo. Estamos siendo bombardeados, quizás hasta la saturación, con grabaciones, diapositivas, películas, estadísticas, libros, discursos y resoluciones sobre el hambre. Sólo en los Estados Unidos hay millares de organizaciones, grupos y oficinas que pretenden, directa o indirectamente, eliminarlo. En Roma, donde vivo, las Naciones Unidas emplean más de tres mil personas dedicadas exclusivamente a estudiar y buscar cómo combatir el hambre en el mundo.

Sin embargo, la situación parece empeorarse tanto más, cuanto más el mundo se enriquece. Al principio de su mandato presidencial, John F. Kennedy propuso al pueblo americano dos objetivos: el primero era enviar un hombre a la Luna en una decena de años; el otro era ayudar a eliminar el hambre “en el tiempo de nuestra vida”. Es un triste comentario a los valores de nuestra civilización constatar que el primer objetivo, técnico y científico, se ha conseguido magníficamente, mientras el segundo, más humanitario y social, se ha alejado todavía más de nuestras perspectivas de realización.

¿Cuáles son las razones? ¿Quizás el problema es demasiado grande para nosotros? No hay duda que el hambre y la desnutrición están ampliamente extendidas y causadas por una compleja serie de factores que van de la imposibilidad de prever el tiempo a la rapidez de crecimiento de la población. Pero, por otra parte, los expertos nos dicen que los recursos alimenticios podrían de hecho ser suficientes hasta nutrir a un número mucho mayor de individuos. ¿O quizás no sabemos cómo llegar a una solución?, ¿de dónde partir? También aquí hay muchos factores complejos, socio-económicos, políticos e incluso culturales, que deben tenerse presentes si se quiere encontrar una solución definitiva al problema del hambre en el mundo. En todo caso, para enviar un hombre a la Luna, para armarnos y defendernos a nosotros mismos y a nuestros aliados, hemos puesto por obra un tal despliegue de recursos, de tecnologías, de ingenios humanos y colaboración social, que no podemos decir en conciencia que la gente tiene hambre simplemente porque no sabemos qué hacer o cómo hacerlo. Lo que verdaderamente falta no son los recursos, la tecnología o los conocimientos. Entonces, ¿de qué se trata?

Se trata de nuestra voluntad de hacer algo; de nuestra determinación de administrar los recursos, la tecnología y los conocimientos que tenemos, no sólo para nuestras propias necesidades e intereses, sino también para las que son necesidades fundamentales de los otros. Sea que vengamos de países ricos o pobres, no parecemos estar suficientemente decididos a ocuparnos de las necesidades de quienes están en dificultades, y a traducir nuestro interés, a menudo sincero pero vago e ineficaz, en hechos concretos. El problema del hambre en el mundo no es del todo económico y social ni siquiera político: es fundamentalmente un problema moral, espiritual.
La “koinonía” de los primeros cristianos

Esta verdad fue claramente comprendida por los primeros cristianos. Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que “iban todos los días al Templo como un solo cuerpo, y se reunían en sus casas para partir el pan”. Y el texto añade: “Tomaban las comidas con alegría y simplicidad de corazón... quien tenía propiedades y bienes los vendía y repartía entre todos según la necesidad de cada uno” (Hch II, 45-46). El mensaje es claro y simple. La consecuencia directa, pero también la condición, de orar juntos y de compartir el Pan del Señor en la misma Eucaristía, era poner en común lo que tenían, para que ninguno permaneciese en la necesidad.

El mismo mensaje está claramente expresado por San Pablo y San Juan con una palabra: “koinonía”. Puede traducirse por “comunión” o “amistad”, “ser compañeros”. Ambos usan la misma palabra para describir tres diferentes niveles de relación.

  • Primero, nuestra amistad con el Padre Dios. “Si decimos que estamos en “comunión” con el Padre y caminamos en las tinieblas, mentimos y no ponemos en práctica la verdad” (I Jn I, 6).
  • En segundo lugar, nuestra comunión con Cristo por la Eucaristía, “El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es quizás 'comunión' con la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es quizás 'comunión' con el Cuerpo de Cristo? (I Cor X,16).
  • En tercer lugar, la comunión entre nosotros nos conduce a compartir lo que tenemos, con los otros. “Si alguno de los santos está en necesidad tú debes compartir con él” (Rm XII, 13).

Pero el punto importante en estos tres tipos de comunión, de relación los tres expresados por la misma palabra koinonía es en realidad uno solo. Se trata de diferentes aspectos de la misma “comunión” o “compartición” y no se pueden separar uno del otro. Así, no podemos tener amistad con Dios si no vivimos en comunión unos con otros. Y la Eucaristía es el vínculo visible que significa esta comunión y nos ayuda a constituirla. Ella, efectivamente, reclama y proclama nuestra comunión con Dios y con nuestros semejantes.


Este redescubrimiento de lo que podría ser llamado la “dimensión social” de la Eucaristía, tiene hoy un significado enorme. Una vez más vemos la santa Comunión como el sacramento de nuestra fraternidad y unidad. Nosotros compartimos el mismo alimento comiendo el mismo pan junto a la misma mesa. Y San Pablo nos dice claramente: “Puesto que es uno solo el Pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo: Todos, en efecto, participamos del único Pan” (I Cor X, 27). En la Eucaristía, en otras palabras, recibimos no sólo a Cristo, la Cabeza del Cuerpo, sino también a sus miembros.

Este hecho tiene inmediatas consecuencias, y una vez más nos lo recuerda San Pablo: “Dios ha dispuesto el cuerpo de manera que los diversos miembros se ocupen unos de otros; por ello, si un miembro sufre, todos los miembros sufren al mismo tiempo” (I Cor XII, 24-26).

Dondequiera que haya sufrimiento en el cuerpo, dondequiera que sus miembros estén en necesidad o bajo presión, nosotros, que hemos recibido el mismo Cuerpo y somos parte de Él, debemos estar directamente implicados. No podemos mantenernos fuera o decir a un hermano: “Yo no tengo necesidad de ti, yo no quiero ayudarte”.

Debería, en este punto, ser evidente por qué un simposium sobre el hambre pueda ser parte integrante y fundamental de un Congreso Eucarístico Internacional. Hace doce años, en su saludo inaugural al “Seminario para la alimentación y la salud”, que formaba parte del 38º Congreso Eucarístico Internacional de Bombay, el Cardenal Gracias dijo: “Pretender unir a todos los hombres en la participación de un Pan espiritual sin proveerles al mismo tiempo de pan material, es únicamente un sueño”.

Estas palabras son hoy más verdaderas que nunca. Nosotros no podemos recibir dignamente el Pan de Vida sin compartir el pan para la vida con quien lo necesita.


Nuestro esfuerzo debe tener, por su misma naturaleza, las dimensiones del mundo. Como el cuerpo que compartimos pertenece a todos los pueblos y no conoce barreras de raza, de riqueza, de clases y culturas, así el ponernos a disposición de sus miembros debe ser igualmente universal. La mesa del Señor en torno a la cual nos sentamos hoy, debe ser la mesa del mundo. Hoy nuestro prójimo no es ya sólo el hombre atacado por los ladrones que encontramos al borde del camino, sino también las decenas de hombres, mujeres y niños, que pasan sobre nuestras pantallas de televisión con los vientres hinchados, los ojos hundidos y los cuerpos desnutridos por la enfermedad o la tortura. Estos son nuestros hermanos y nuestras hermanas, y nosotros estamos vinculados a ellos por la Eucaristía.

Acción práctica

Entonces, ¿qué debemos hacer? Una vez más, ustedes saben mejor que yo que hay muchísimas cosas que se pueden hacer, muchos niveles de esfuerzos y compromiso. Tendremos la facilidad de discutirlo detalladamente en la sesión de la tarde. Pero hagamos de modo que este Congreso en su conjunto saque algo en concreto, algo que pueda ser inmediatamente puesto en obra por la gente común en la vida de cada día, algo que sea señal de nuestro amor universal y de nuestra solidaridad con el Cristo que sufre hambre en el mundo de hoy, algo que sea prenda de nuestra efectiva voluntad de ayudar al hombre. Mostremos de modo concreto al mundo —a las organizaciones internacionales, a los gobiernos y a los políticos, a los que están perdiendo la esperanza y que se sienten tentados por el odio, por la violencia y la desesperación— que nosotros creemos todavía en el poder del amor para construir una sociedad más justa y más humana.

Hace algunos años, como recordarán los mayores entre ustedes, fue abolido el ayuno eucarístico de la media noche que hasta entonces era una condición para recibir la santa Comunión. En 1966, considerando la cuestión del ayuno en su conjunto, Pablo VI declaró que tanto el ayuno como la abstinencia deberían ser un testimonio de austeridad y un medio para ayudar a los pobres. Lo que nos propone reintroducir, voluntariamente, un modo diverso de hacer el ayuno eucarístico, no ya solamente por razones ascéticas, sino como signo de nuestro esfuerzo por la justicia en el mundo y como concreta expresión de nuestra solidaridad con los hambrientos y los oprimidos.

En la preparación de este Congreso Eucarístico, muchas familias han tomado parte en la “operación taza de arroz”, ayunando una comida o un día a la semana, y dando el dinero así ahorrado para comprar alimentos a los hambrientos o medios para producirlos. Semejantes prácticas han sido adoptadas también en otros países y por miembros de otras religiones. Nosotros mismos hemos sido invitados a hacer hoy un día de ayuno y de esfuerzo por el hambre del mundo, y a participar esta tarde en una “cena del pobre”. Yo propongo que de ahora en adelante prácticas de este género sean parte integrante de nuestro recibir la Eucaristía, a fin que cada vez que compartimos el Pan de Vida en la mesa del Señor, también compartamos el pan para la vida con los hambrientos del mundo.

Si esta invitación fuese acogida tan sólo por los católicos y sólo en los Estados Unidos, si se ahorrase así solamente un dólar por persona a la semana, esto nos daría la cifra enorme de más de 2,500 millones de dólares al año. Tal suma es más que el doble de cuanto se ha logrado hasta ahora recoger en el nuevo Fondo Internacional para el desarrollo agrícola, creado como organismo de la máxima importancia por la Conferencia mundial de la alimentación en 1974. Naturalmente, el problema del hambre en el mundo no puede resolverse sólo con dinero. Sería peligroso e irresponsable simplificar excesivamente un problema que, lo hemos visto, es complejo y difícil. El valor de lo que he propuesto no está tanto en la cantidad de dinero que podría ser recogida y puesta a disposición de los pobres del mundo, cuanto en el ejemplo concreto que un hecho de este género ofrecería de nuestro amor, de nuestra solidaridad y de nuestra voluntad de hacer los sacrificios necesarios para superar el problema del hambre en el mundo.

Deseo extender esta llamada de una concreta expresión de nuestra efectiva solidaridad y voluntad de ayuda, no sólo a los católicos o a los americanos, sino a todos los hombres de buena voluntad del mundo entero. Porque si las motivaciones pueden ser diversas, el hambre en el mundo es un problema que afecta no sólo a los católicos y a los cristianos, no sólo a los que creen en Dios, sino a todos los que creen en el valor del amor y de la solidaridad humana.

Un tal ejemplo de solidaridad, que pasase a través de las religiones, razas y naciones, podría inspirar y hacer más eficaces las otras intervenciones internacionales, y también conducirnos a otros y más profundos compromisos. Si esta llamada fuese acogida y hecha efectiva, entonces el proyecto de eliminar el hambre en tiempo de nuestra vida, podría dejar de ser un sueño lejano.

Conclusión

Hermanos, hermanas, el mundo en el que vivimos está lleno de injusticias, odio y violencia. Donde quiera que volvamos la mirada encontramos lo que el Sínodo de Obispos ha descrito: “Una red de dominaciones, opresiones y abusos que sofoca la libertad y que tiene a la mayor parte de la humanidad lejana de la participación en la construcción y el disfrute de un mundo más justo y más fraterno” (“La justicia en el mundo”, Sínodo de Obispos, Roma 1971, introducción).

Sin embargo, tenemos una respuesta que nos da esperanza y alegría. Es la Eucaristía, el símbolo del amor de Cristo por el hombre. La tarea de este Congreso es difundir aquel amor y traducirlo en acción eficaz. Sin tal acción, como la que he propuesto, ¿lograría nuestro Congreso Eucarístico transmitir un verdadero mensaje al mundo? Esto es, un mensaje que sea escuchado y creído por el hombre moderno. Sin una tal evidencia tangible de nuestro compromiso por los demás, ¿qué testimonio podremos dar?

Y este gran país que ha hospedado al Congreso y que está celebrando el segundo centenario de su independencia, ¿tiene valor, la determinación, la generosidad de dar al mundo el ejemplo que espera? Ha habido un tiempo en el cual la nueva tierra americana ha estado en condiciones de decir a los otros países más allá del mar: “Dame tu hambriento, tu pobre. Tus muchedumbres hacinadas que ansían respirar libremente. El miserable desecho de tus playas hormigueantes. Envíamelos, a éstos sin casa que la tempestad arroja hasta mí. Yo alzo mi lámpara junto a la puerta de oro”.

Hoy, la mayoría de los fatigados del mundo, de los pobres, de los sin casa y de los hambrientos, no podrá jamás poner sus ojos sobre la Estatua de la Libertad. Pero ellos tienen derecho a lo que ella significa: derecho a la libertad, a la justicia, al alimento. Tienen necesidad y derecho a una política internacional justa y generosa, lo que requiere una clase dirigente iluminada, en éste como en otros países ricos. Tienen necesidad y derecho a un nuevo orden internacional.

Y si esto nos exige sacrificios, ¿volveremos la espalda? ¿No es quizás precisamente esto lo que significa el ayuno? El mismo Señor nos lo recuerda: “El ayuno que quiero, ¿no es más bien soltar las cadenas inicuas, cortar las ataduras del yugo, poner en libertad a los oprimidos y romper todo yugo? ¿No consiste quizás en dividir el pan con el hambriento, introducir en casa a los miserables sin techo, vestir a uno que veas desnudo sin apartar los ojos de quien es tu carne”? (Is LVIII, 6-7).


Ésto es lo que una celebración plena de la Eucaristía significa en el mundo de hoy. No olvidemos que sólo cuando, en la fe y en el amor, distribuimos lo poco que tengamos —algunos panes y peces— es cuando Dios bendice nuestros pobres esfuerzos y su omnipotencia los multiplica para salir al encuentro del hambre del mundo. No olvidemos que sólo después que la viuda dio a Elías la comida, tomada de lo poquísimo que ella tenía, es cuando Dios vino en su ayuda (Re XVII, 15-16). Y Elías era totalmente extranjero, venía de otro país y adoraba a un Dios ajeno. Del mismo modo, sólo compartiendo su pan con un extraño es cuando los dos discípulos del camino de Emaús reconocieron haber encontrado al Señor (Lc XXIV, 30-31).

miércoles, noviembre 03, 2010

La oración de Agustín

Claudio Coello, El triunfo de San Agustín, 1664.

Dios, creador de todas las cosas, dame primero la gracia de rogarte bien, después hazme digno de ser escuchado y, por último, líbrame. Dios, por quien todas las cosas que de su cosecha nada serían, tienden al ser. Dios, que no permites que perezca ni aquello que de suyo busca la destrucción. Dios, que creaste de la nada este mundo, el más bello que contemplan los ojos. Dios, que no eres autor de ningún mal y haces que lo malo no se empeore. Dios, que a los pocos que en el verdadero ser buscan refugio les muestras que el mal sólo es privación de ser. Dios, por quien la universalidad de las cosas es perfecta, aun con los defectos que tiene. Dios, por quien hasta el confín del mundo nada disuena, porque las cosas peores hacen armonía con las mejores. Dios, a quien ama todo lo que es capaz de amar, sea consciente o inconscientemente. Dios, en quien están todas las cosas, pero sin afearte con su fealdad ni dañarte con su malicia ni extraviarte con su error. Dios, que sólo los puros has querido que posean la verdad. Dios, Padre de la Verdad, Padre de la Sabiduría y de la vida verdadera y suma; Padre de la bienaventuranza, Padre de lo bueno y hermoso. Padre de la luz inteligible, Padre, que sacudes nuestra modorra y nos iluminas; Padre de la Prenda que nos amonesta volver a ti.

A ti invoco, Dios Verdad, en quien, de quien y por quien son verdaderas todas las cosas verdaderas. Dios, Sabiduría, en ti, de ti y por ti saben todos los que saben. Dios, verdadera y suma vida, en quien, de quien y por quien viven las cosas que suma y verdaderamente viven. Dios bienaventuranza, en quien, de quien y por quien son bienaventurados cuantos hay bienaventurados. Dios, Bondad y Hermosura, principio, causa y fuente de todo lo bueno y hermoso. Dios, luz espiritual, en ti, de ti y por ti se hacen comprensibles las cosas que echan rayos de claridad. Dios, cuyo reino es todo el mundo, que no alcanzan los sentidos. Dios, que gobiernas los imperios con leyes que se derivan a los reinos de la tierra. Dios, separarse de ti es caer; volverse a ti, levantarse; permanecer en ti es hallarse firme. Dios, darte a ti la espalda es morir, convertirse a ti es revivir, morar en ti es vivir. Dios, a quien nadie pierde sino engañado, a quien nadie busca sino avisado, a quien nadie halla sino purificado. Dios, dejarte a ti es ir a la muerte; seguirte a ti es amar; verte es poseerte. Dios, a quien nos despierta la fe, levanta la esperanza, une la caridad. Te invoco a ti, Dios, por quien vencemos al enemigo. Dios, por cuyo favor no hemos perecido nosotros totalmente. Dios que nos exhortas a la vigilancia. Dios, por quien discernimos los bienes de los males. Dios, con tu gracia evitamos el mal y hacemos el bien. Dios, por quien no sucumbimos a las adversidades. Dios, a quien se debe nuestra buena obediencia y buen gobierno. Dios, por quien aprendemos que es ajeno lo que alguna vez creímos ajeno. Dios, gracias a ti superamos los estímulos y halagos de los malos. Dios, por quien las cosas pequeñas no nos empequeñecen. Dios, por quien nuestra porción superior no está sujeta a la inferior. Dios, por quien la muerte será absorbida con la victoria. Dios, que nos conviertes. Dios, que nos haces dignos de ser oídos. Dios, que nos defiendes. Dios, que nos guías a toda verdad. Dios, que nos muestras todo bien, dándonos la cordura y librándonos de la estulticia ajena. Dios, que nos vuelves al camino. Dios, que nos traes a la puerta. Dios, que haces que sea abierta a los que llaman. Dios, que nos das el Pan de la vida. Dios, que nos das la sed de la bebida que nos sacia. Dios, que arguyes al mundo del pecado, de justicia y de juicio. Dios, por quien no nos arrastran los que no creen. Dios, por quien reprobamos el error de los que piensan que las almas no tienen ningún mérito delante de ti. Dios, por quien no somos esclavos de los serviles y flacos elementos. Dios, que nos purificas y preparas para el divino premio, acude propicio en mi ayuda.

Todo cuanto he dicho eres tú, mi Dios único; ven en mi socorro, una, eterna y verdadera sustancia, donde no hay ninguna discordancia, ni confusión, ni mudanza, ni indigencia, ni muerte, sino suma concordia, suma evidencia, soberano reposo, soberana plenitud y suma vida; donde nada falta ni sobra: donde el progenitor y el unigénito son una misma sustancia. Dios, a quien sirve todo lo que sirve, a quien obedece toda alma buena. Según tus leyes giran los cielos y los astros realizan sus movimientos, el sol produce el día, la luna templa la noche, y todo el mundo, según lo permite su condición material, conserva una gran constancia con las regularidades y revoluciones de los tiempos; durante los días, con el cambio de la luz y las tinieblas; durante los meses, con los crecientes y menguantes lunares; durante los lustros, con la perfección del curso solar; durante grandes ciclos, por el retorno de los astros . Dios, por cuyas leyes eternas no se perturba el movimiento varios de las cosas mudables y con el freno de los siglos que corren se reduce siempre a cierta semejanza de estabilidad; por cuyas leyes es libre el albedrío humano y se distribuyen los premios a los buenos y los castigos a los malos, siguiendo en todo un orden fijo. Dios, de ti proceden hasta nosotros todos los bienes, tú apartas todos los males. Dios, nada existe sobre ti, nada fuera de ti, nada sin ti. Dios, todo se halla bajo tu imperio, todo está en ti, todo está contigo. Tú creaste al hombre a tu imagen y semejanza, como lo reconoce todo el que se conoce a sí. Óyeme, escúchame, atiéndeme. Dios mío, Señor mío, Rey mío, Padre mío, principio y creador mío, esperanza mía, herencia mía, mi honor, mi casa, mi patria, mi salud, mi luz, mi vida. Escúchame, escúchame, escúchame según tu estilo, de tan pocos conocido.

Ahora te amo a ti solo, a ti solo sigo y busco, a ti solo estoy dispuesto a servir, porque tú solo justamente señoreas; quiero pertenecer a tu jurisdicción. Manda y ordena, te ruego, lo que quieras, pero sana mis oídos para oír tu voz; sana y abre mis ojos para ver tus signos; destierra de mí toda ignorancia para que te reconozca a ti. Dime adónde debo dirigir la mirada para verte a ti, y espero hacer todo lo que mandares. Recibe, te pido, a tu fugitivo, Señor, clementísimo Padre; basta ya con lo que he sufrido; basta con mis servicios a tu enemigo, hoy puesto bajo tus pies; basta ya de ser juguete de las apariencias falaces. Recíbeme ya siervo tuyo, que vengo huyendo de tus contrarios, que me retuvieron sin pertenecerles, cuando vivía lejos de ti. Sólo tengo voluntad; sé que lo caduco y transitorio debe despreciarse para ir en pos de lo seguro y eterno. Esto hago, Padre, porque esto sólo sé y todavía no conozco el camino que lleva hasta ti. Enséñamelo tú, muéstramelo tú, dame tú la fuerza para el viaje. Si con la fe llegan a ti los que te buscan, no me niegues la fe; si con la virtud, dame la virtud; si con la ciencia, dame la ciencia. Aumenta en mí la fe, aumenta la esperanza, aumenta la caridad. ¡Oh cuán admirable y singular es tu bondad!

A ti vuelvo y torno a pedirte los medios para llegar hasta ti. Si tú abandonas, luego la muerte se cierne sobre mí; pero tú no abandonas, porque eres el sumo Bien, y nadie te buscó debidamente sin hallarte. Y debidamente te buscó el que recibió de ti el don de buscarte como se debe. Que te busque, Padre mío, sin caer en ningún error; que al buscarte a ti, nadie me salga al encuentro en vez de ti. Pues mi único deseo es poseerte; ponte a mi alcance, te ruego, Padre mío; y si ves en mí algún apetito superfluo, límpiame para que pueda verte. Con respecto a la salud corporal, mientras no me conste qué utilidad puedo recabar de ella para mí o para bien de los amigos, a quienes amo, todo lo dejo en tus manos, Padre sapientísimo y óptimo, y rogaré por esta necesidad, según oportunamente me indicares. Sólo ahora imploro tu nobilísima clemencia para que me conviertas plenamente en ti y destierres todas las repugnancias que a ello se opongan, y en el tiempo que lleve la carga de este cuerpo, haz que sea puro, magnánimo, justo y prudente, perfecto amante y conocedor de tu sabiduría y digno de la habitación y habitador de tu beatísimo reino. Amén, amén.

San Agustín de Hipona, Soliloquia I, 2-6.

viernes, octubre 22, 2010

TV ES PETRVS

Alessandro Allori, San Pedro caminando sobre las aguas, c. 1590.

A propósito de Mc I, 16-18:

me acerco a la orilla
contento con la pesca
de anoche
la satisfacción que viene
de sacar
tantos peces
a lo largo de la noche
se siente bien
ver qué grande es la pesca
y darse cuenta
que ahora sí podré
comprar
más provisiones
saltar
a la playa
descender del bote
al alba
rompiendo
tras las montañas
salir
sin saber
qué va
a pasar
tendiendo redes
en la playa
pensando en el día que nace
cuando veo una sombra
sobre las redes
alzo la vista
y miro
el rostro de jesús
¿qué está haciendo aquí?
estas son horas de pescador
no de campesino
del nazareno
de pie

jesús
qué gusto verte
¿quisieras
algún pescado?
podríamos preparar
un desayuno delicioso
para ti
siento los nervios dentro
pedro
qué bien te fue bien
anoche
tengo otro trabajo
para ti
pedro
¿qué tal te parecería
ayudarme?
la paga no es muy buena
las horas más bien largas
jesús
¿que qué me parecería ayudarte?
dejarlo todo
y ser tu discípulo
me da vueltas la cabeza
no sé
qué decir
seguirte
jesús
he visto
cómo vives
me asusta tu invitación
estoy acostumbrado
a mi rutina
a mi vida
¿seguirte?
al recordar
un sueño que tuve
hace mucho
de joven
algo
que soñé
vi una ladera entera
con leprosos
caras cubiertas
llagadas
y purulentas
una ladera llena de jóvenes
las manos encadenadas detrás
gritos de opresión
entre ellos
uno caminaba
sanaba incontables enfermos
liberaba esclavos
nunca olvidaré ese sueño
cuando te miro
a la cara jesús
veo
al del sueño
siento emoción
ante el futuro
¿que si te sigo?
me asusta
pero recuerdo bien
el día
que soñé
corrí tras aquél
cuando curaba
cuando liberaba
deseé ardientemente
también hacer
lo mismo
desde el sueño
entonces
me enamoré
de esa persona
difícil de explicar
no tengo
palabras esta mañana
para explicártelo
¿que si te sigo?
me acuerdo
que corrí detrás suyo
y le conté
de mi vecindario
lo que experiento cada día
la miseria
el sufrimiento
la desesperanza
me pidió
que aprendiera de él
me preguntó si
quería
ser discípulo
y te miro jesús
y siento lo mismo
que cuando desperté
de aquel sueño
y me pregunté
¿qué significa
enamorarse de Dios?
cómo decirte
no jesús
si siento
que llevo toda la vida
esperando
que me preguntaras esto

pedro
será duro
habrá muchos
días y noches
en que dudarás
si tomaste
la decisión correcta
sólo habrá
mucha obscuridad
pero aférrate
a tu sueño
nunca lo dejes ir
nunca lo pierdas
enamorarse
de Dios
deja que ese amor
te libere para realizar grandes cosas
con ese amor
tú también puedes
curar una ladera
llena de enfermos
jóvenes en cadenas
ven
empecemos
a hacer tu sueño
realidad
sígueme pedro
empecemos
a dar la vida
juntos

Michael Kennedy, SJ

Tomado de: Michael Kennedy, SJ, Eyes on Jesus. A Guide for Contemplation, Crossroad Classics, 1999.

Versión al español de: G. G. Jolly

miércoles, septiembre 01, 2010

Sobre el matrimonio civil (réplica a D. I. R. M.)

Albert Anker, Un matrimonio civil en la Suiza del XIX, 1887.


Querido Diego:

Tu respuesta a mi entrada anterior acerca del ‘matrimonio’ entre personas del mismo sexo no sólo me llenó de honra —te agradezco que consideres lo que escribo como digno de ser comentado—, sino que me obligó, siguiendo la mejor tradición dialéctica, a distanciarme de mis propias ideas, criticarlas, reconsiderarlas, pulirlas y echarlas nuevamente al ruedo. Sirva este post para devolver el cumplido y detonar, si es el caso, una nueva discusión. Aprovecho también para responder a Enrique y Juan Manuel, quienes se unieron después al debate.

En efecto, yo sostengo que no debería de existir el matrimonio civil, y una de las justificaciones que encuentro para ello es que el Estado no puede, legítimamente, inmiscuirse en las relaciones interpersonales de la población, tanto menos cuanto más íntimas sean éstas. Me queda claro que, al menos en teoría, el Estado mexicano no regula ni la sexualidad ni mucho menos los sentimientos de las personas —¡faltaba más, en estas tierras de derecho positivo!—. En la práctica, sin embargo, no estaría tan seguro, pues, si bien el adulterio no es sancionado, la bigamia o poligamia oficiales son ilegales; de la misma manera, las relaciones sexuales que no son mutuamente consensuadas o con menores de 16 años están penadas —sobra decir que no estoy en desacuerdo con esta regulación, ya que afecta de forma directa a la integridad física y psíquica de los involucrados—. Es decir, que, en aras de salvaguardar las relaciones de justicia entre las personas, el Estado sí regula, en algunos casos, las relaciones interpersonales, incluso íntimas, sentimentales y sexuales.

Esto me lleva al corazón del problema: si esta justicia que debe existir en las relaciones interpersonales, tanto en el ámbito moral —fidelidad, responsabilidad, paternidad, educación, etc.— como en el social —propiedad, dependencia económica, seguridad social, etc.—, debe de ser la base de un contrato legal avalado y respaldado por la autoridad del Estado. Sigo creyendo que no.

Las relaciones comerciales no son equiparables a las relaciones afectivas e íntimas; difieren en objeto, fin y principios. Los contratos comerciales o laborales parten de un interés económico o material común, que se distribuye según previo acuerdo de los interesados. En un país civilizado —entre los que, precisamente en este punto, no figura México—, la única condición y garantía para entablar un negocio es la protección legal que el Estado provee, no la buena voluntad, la confianza o la amistad entre las partes. Me limito a obviar que no es ése el caso de las amistades, los vínculos familiares o conyugales. Las obligaciones propias de las relaciones interpersonales, las cuales son, ante todo, morales, atañen a otro tipo de justicia, no a la que pueda ejercer el Estado. Un matrimonio no puede reducirse a ser un mero contrato oficial en el que un par de sujetos iteresados se comprometen a llevar una vida juntos en tales y cuales circunstancias, porque, en ese caso, ¿quién y por qué habrá de decidir los criterios morales de dicho contrato? ¿Acaso el Estado juzgará sobre los votos matrimoniales, si se fue fiel o no —y creo que todos estuvimos de acuerdo en quitarle al Estado la atribución de penar el adulterio—, y sancionará la falta de compromiso en la adversidad, la pobreza y la enfermedad?

Por el contrario, los ‘derechos’ emanados de una relación conyugal oficialmente reconocida por un contrato, como son la propiedad, la herencia o la seguridad social, son equiparables o están cercanos a las relaciones estrictamente comerciales, por lo que podría, aquí sí, admitir una gestión estatal. Sin embargo, como ya dije, me parece que son cuestiones secundarias y no necesariamente propias de un matrimonio o sociedad de convivencia —no es éste el momento para pronunciarme en contra de la seguridad social directamente proporcionada por el Estado—.

Como ves, suscribo la distinción que hace Juan Manuel entre lo ético y lo legal —que presupone lo ético, pero no lo crea—. De este modo, me parece que no es atribución del Estado estipular y mucho menos juzgar o sancionar los criterios morales por los que la gente decida regirse en su vida privada —incluida la misma definición de un matrimonio, entre personas de uno u otro sexo—, al mismo tiempo que los derechos de propiedad, herencia o seguridad social entre los ciudadanos no pertenecen, necesariamente, a la esfera en cuestión, la de la vida íntima, afectiva y sexual.

Un abrazo de vuelta, con mi admiración y agradecimiento,




G. G. Jolly

lunes, agosto 09, 2010

¡De cuántos pecados preserva la santa pobreza!

Carta a los padres y hermanos del colegio de Padua [sobre la pobreza] II*


‘Por aquí se ve la excelencia de la pobreza, la cual no se digna de hacer tesoros de estiércol o de vil tierra, sino que emplea todo el valor de su amor en comprar este precioso tesoro en el campo de la Santa Iglesia, ya sea el mismo Cristo, ya sus dones espirituales, que nunca jamás se separa de ellos.

Mas quien considere la verdadera utilidad, la que propiamente se encuentra en los medios aptos para conseguir el sumo fin, vería de cuántos pecados preserva la santa pobreza, quitando la ocasión de ellos, “porque no tiene la pobreza con qué alimentar su amor”[14]. Aplasta al gusano de los ricos, que es la soberbia, y mata la infernal sanguijuela de la lujuria y de la gula, y así de muchos otros pecados. Ayuda a levantarse presto al que cayere por fragilidad, porque no es como aquel amor que cual la pez liga el corazón a la tierra y a las cosas terrenas y no deja aquella facilidad de levantarse y tornar en sí y volverse hacia Dios. Hace percibir mejor en todas las cosas la voz, es a saber, la inspiración del Espíritu Santo, suprimiendo los impedimentos; hace más eficaces las oraciones en el acatamiento divino, “porque oyó el Señor la oración de los pobres”[15]; hace caminar expeditamente por el camino de la virtud, como viandante libre de todo peso; hace al hombre libre de aquella servidumbre común a tantos hombres grandes del mundo, “en el cual todas las cosas obedecen o sirven al dinero”[16]; llena el alma de toda virtud, si la pobreza es de espíritu, porque cuanto el alma esté vacía de cosas terrenas, tanto estará llena de Dios y de sus dones. Y por cierto es que no dejará de ser rica, puesto que se le ha prometido el ciento por uno, aun en esta vida, promesa que en lo temporal se realiza cuando es conveniente, mas en lo espiritual perfecto no puede dejar de ser verdadera. Y así es necesario que sean ricos de dones divinos los que voluntariamente se hicieron pobres de cosas humanas.

Esta pobreza es aquella tierra fértil de hombres fuertes, “pobreza fecunda de varones”, decía el poeta[17], lo que mucho más cuadra a la pobreza cristiana que a la romana. Es aquella fragua que pone a prueba el progreso de la fuerza y virtud en los hombres, y donde se ve cuál es el verdadero oro y cuál no lo es[18]. Es el foso que deja seguro el campo de nuestra conciencia en la religión. Es aquel fundamento sobre el cual parece que Jesucristo demostró debía edificarse el edificio de la perfección, diciendo: “Si quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme”[19]. Es la madre, el tesoro, la defensa de la religión, porque le da el ser, la nutre, la conserva, como, al contrario, la afluencia de cosas temporales la debilita, gasta y arruina.

Fácilmente, pues, se ve cuán grande es la utilidad, además de la excelencia de esta santa pobreza, siendo sobre todo la que finalmente nos asegura la salvación de parte de aquel que “salvará al humilde y pobre”[20], adquiriéndonos el reino sempiterno del mismo, que dice ser de los pobres de espíritu el reino del cielo, a la cual utilidad no puede compararse ninguna otra. De modo que, por muy acerba que fuese, parece que debería aceptarse voluntariamente la santa pobreza. Pero en realidad no es acerba, mas de gran alegría a quien de corazón la abraza. Aun Séneca dice que los pobres ríen más de placer por no tener solicitud ninguna[21]. Y bien lo demuestra la experiencia en los mendigos vulgares, que, si advirtiésemos sólo su contento, veríamos que viven más alegres y satisfechos que los grandes comerciantes, magistrados, príncipes y otros grandes personajes.

Si esto es verdad en los pobres no voluntarios, ¿qué diremos de los voluntarios? Los cuales por no tener ni amar cosa terrena que puedan perder, tienen paz imperturbable y una suma tranquilidad en esta parte, mientras que los ricos están llenos de tempestades, y en cuanto a la seguridad y pureza de conciencia, tienen una alegría continuada, como un suave convite, sobre todo en cuanto que la misma pobreza les dispone a divinas consolaciones, que suelen tanto más abundar en los siervos de Dios cuanto menos abundan las cosas y comodidades terrenas, a condición de que sepan llenarse de Jesucristo, de modo que él supla todo y les sea en lugar de todas las cosas.

No hay por qué hablar más de esto. Baste lo dicho para mutua consolación y exhortación mía y vuestra para amar la santa pobreza, porque la excelencia, utilidad y alegría dichas se hallan de lleno solamente en aquella pobreza que es amada y voluntariamente aceptada, no en la que fuese forzada e involuntaria. Sólo esto diré: que aquellos que aman la pobreza, deben amar el séquito de ella, en cuanto de ellos dependa, como el comer, vestir, dormir mal y ser despreciado. Si, por el contrario, alguno amara la pobreza, mas no quisiera sentir penuria alguna, ni séquito de ella, sería un pobre demasiado delicado y sin duda mostraría amar más el título que la posesión de ella, o amarla más de palabra que de corazón.

Y no más por ésta, sino rogar por Jesucristo, maestro y verdadero ejemplar de pobreza espiritual, que nos conceda a todos poseer esta preciosa herencia que da a sus hermanos y coherederos, a fin de que abunden en nosotros las riquezas espirituales de gracia y, finalmente, aquellas inenarrables de su gloria.

Amén.

De Roma, 6 de agosto 1547.’

Juan Alfonso de Polanco, SJ (por encargo de San Ignacio de Loyola, SJ)

[13] Mt XXV, 40. Cf. San Agustín, Serm. 345 (PL 39,1520).
[14] ‘Non habet unde suum paupertas pascat amorem’ (Ovidio, De remedio amoris, v. 749).
[15] Sal XIX, 17.
[16] Qo X, 19.
[17] ‘Fecunda virorum paupertas’ (Lucano, Pharsalia, v. 165-166).
[18] Pr XXVII, 21.
[19] Mt XIX, 21.
[20] Sal XVII, 28.
[21] ‘Saepius pauper et fidelius ridet; nulla sollicittudo in alto est’ (Séneca, Cartas a Lucilo, 80,6).

* Aquí la primera parte.

La amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno


Carta a los padres y hermanos del colegio de Padua [sobre la pobreza] I

‘La gracia y amor verdadero de Jesu Christo Nuestro Señor sea siempre en nuestros corazones y aumente cada día hasta la consumación de nuestra vida. Amén.

Carísimos en Jesucristo Padres y Hermanos amadísimos:

Una carta a nuestras manos llegó de nuestro y vuestro Pedro Santini, escrita al P. Mtro. Laínez, por la cual vimos, entre otras cosas, el amor a la pobreza que habéis elegido por amor de Jesucristo pobre. Sentís a veces la ocasión de padecer, en efecto, la falta de cosas necesarias, por no extenderse los medios materiales de Monseñor de la Trinidad[1] a tanto como su ánimo liberal y caritativo.

Bien que a personas que recuerdan el estado que han abrazado, y tienen delante de los ojos a Jesucristo desnudo en la cruz, no es necesario exhortar a paciencia, constando sobre todo en la aludida carta cuán bien aceptan todos cualquier efecto sentido de la pobreza, con todo, por haberme así encomendado nuestro en Jesucristo Padre, Mtro. Ignacio, quien como verdadero padre os ama, me consolaré con todos vosotros con esta gracia que nos hace la infinita bondad en hacernos sentir tan santa pobreza acá y allá, ahí a vosotros ignoro en cuánto grado, aquí a nosotros muy altamente, conforme a nuestra profesión.

Llamo gracia a la pobreza, porque es un don de Dios especial, como dice la Escritura: “pobreza y riqueza de Dios proceden”[2], y siendo tan amada de Dios, cuanto lo muestra su Unigénito, “que, dejando el trono real”[3], quiso nacer en pobreza y crecer con ella. Y no sólo la amó en vida, padeciendo hambre, sed, y no teniendo “dónde reclinar la cabeza”[4]; mas también en la muerte, queriendo ser despojado de sus vestiduras, y que todas sus cosas, hasta el agua en la sed, le faltase.

La Sabiduría, que no puede engañarse, quiso mostrar al mundo, según San Bernardo,[5] cuán preciosa fuese aquella joya de la pobreza, cuyo valor ignora el mundo, eligiéndola él, a fin de que aquella su doctrina de “bienaventurados los que tienen hambre y sed, bienaventurados los pobres, etc.”,[6] no pareciese disonante con su vida.

Se muestra de la misma manera cuánto aprecia Dios la pobreza, viendo cómo los escogidos amigos suyos, sobre todo en el Nuevo Testamento, comenzando por su Santísima Madre y los apóstoles y siguiendo por todo lo que va de tiempo hasta nosotros, comúnmente fueron pobres, imitando los súbditos a su rey, los soldados a su capitán, los miembros a su cabeza Cristo.

Son tan grandes los pobres en la presencia divina, que principalmente para ellos fue enviado Jesucristo a la tierra: “por la opresión del mísero y del pobre ahora —dice el Señor— habré de levantarme”[7]; y en otro lugar: “para evangelizar a los pobres me ha enviado”[8], lo cual recuerdo Jesu Christo haciendo responder a San Juan: “los pobres son evangelizados”[9], y tanto los prefirió a los ricos, que quiso Jesucristo elegir todo el santísimo colegio entre los pobres, y vivir y conversar con ellos, dejarlos por príncipes de su Iglesia, constituirlos por jueces sobre las doce tribus de Israel[10], es decir, de todos los fieles. Los pobres serán sus asesores. Tan excelso es su estado.

La amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno. El amor de esa pobreza nos hace reyes aun en la tierra, y reyes no ya de la tierra, sino del cielo. Lo cual se ve, porque el reino de los cielos está prometido después para los pobres, a los que padecen tribulaciones, y está prometido ya de presente por la Verdad inmutable, que dice: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”[11], porque ya ahora tienen derecho al reino.

Y no sólo son reyes, mas hacen participantes a los otros del reino, como en San Lucas nos lo enseña Cristo, diciendo: “Granjeaos amigos con esa riqueza de la iniquidad, para que, cuando os venga a faltar, os reciban en las moradas eternas”[12]. Estos amigos son los pobres, por cuyos méritos entran los que les ayudan, en los tabernáculos de la gloria, y sobre todo los voluntarios. Según San Agustín, éstos son aquellos pequeñitos de los cuales dice Cristo: “Cuanto hicisteis con uno destos mis hermanos más pequeñuelos, conmigo lo hicisteis”[13].


[1] Santini.
[2] Si XI, 14.
[3] Sab XVIII, 15.
[4] Mt VIII, 20; Lc IX, 58.
[5] ‘Hanc [paupertatem] itaque Dei filius concupiscens descendit, ut eam eligat sibi et nobis quoque sua aestimatione faciat pretiosam’ (Serm. 1 in Vig. Nat. Domini: PL 183.89).
[6] Mt V, 3; Lc VI, 20.
[7] Sal XI, 6.
[8] Lc IV, 18.
[9] Mt XI, 5.
[10] Mt XIX, 28.
[11] Mt V, 3.
[12] Lc XVI, 9.

domingo, agosto 08, 2010

‘Los fariseos’ de Charles Péguy


Los fariseos quieren que los demás sean perfectos,
lo exigen.
No saben hablar de otra cosa.

Pero Yo soy menos exigente, dice Dios.
Porque Yo sé muy bien lo que es la perfección y no exijo tanto a los Hombres.
Precisamente porque Yo soy perfecto y no hay en Mí más que perfección,
no soy tan difícil como los fariseos.
Soy menos exigente. Soy el Santo de los santos y sé
lo que es ser santo, lo que cuesta, lo que vale.
Son los fariseos los que quieren la perfección.
Pero para los demás.
Encuentran siempre indignos a todos los demás, encuentran
indigno a todo el mundo.

Pero Yo, dice Dios, Yo soy menos difícil,
y encuentro que un buen cristiano, un buen pecador de
la común especie es digno de ser mi hijo
y de reclinar su cabeza sobre mi hombro.

Charles Péguy (1873-1914)

sábado, julio 31, 2010

Del salterio a la Inquisición...

Jan van Eyck, Los estigmas de San Francisco, 1438-40.

‘Después de haber estado rezando en el bosque, según su costumbre, Francisco encontró en la ermita un hermano joven que le esperaba. Era un hermano lego, venido expresamente para pedirle un permiso. A este hermano le gustaban mucho los libros, y quería que el padre le permitiera tener algunos. Especialmente deseaba poseer un salterio. Su piedad ganaría, explicaba él, si podía disponer libremente de estos libros. Tenía ya el permiso de su ministro, pero le gustaría tanto obtener el de Francisco…

Francisco escuchaba al hermano exponer su demanda. Veía mucho más lejos de lo que él decía… Bajo pretexto de piedad estaba, pues, a punto de desviar a los hermanos de la humildad y simplicidad de su vocación. Pero no bastaba eso. Los innovadores querían que él, Francisco, diera su aprobación. La autorización que diese a este hermanito sería evidentemente explotada por los ministros. Verdaderamente, era demasiado. Francisco sintió que le subía una cólera violenta. Pero se tensó y se contuvo. Hubiera querido estar a mil leguas de allí, lejos de la mirada de este hermano que esperaba y espiaba sus reacciones. De repente le asaltó una idea.

—¿Quieres un salterio? —gritó—. Espera, voy a buscarte uno —saltó hacia la cocina de la ermita, metió la mano en el hogar apagado y cogió un puñado de ceniza y volvió corriendo al hermano—. Aquí tienes un salterio —dijo. Y, al decirlo, le frotó la cabeza con la ceniza. El hermano no esperaba eso y se quedó con la cabeza baja. Francisco mismo, una vez pasada su primera reacción, se encontró desarmado ante este silencio. Había sido demasiado rudo. Hubiera querido ahora explicarle por qué había obrado así, decirle que no tenía nada contra la ciencia ni contra la propiedad en general, pero que sabía él, el hijo del rico mercader de tejidos de Asís, lo difícil que es poseer algo y seguir siendo el amigo de todos los hombres y, sobre todo, el amigo de Jesucristo. “Si tenemos posesiones, nos harán falta armas para defenderlas”: al salterio seguirían el breviario, los libros de teología, la facultad universitaria, y mucha sabiduría, y las armas para protegerla: la Inquisición… Todas las relaciones humanas falseadas, corrompidas, reducidas a relaciones de dueño y de siervo a causa del haber. A causa de bienes que creemos poseer. Eso era grave, demasiado grave, para que se pudiera sonreír. Pero Francisco no tenía ante él más que a un niño, pero a quien era preciso tratar de salvar. Se sintió lleno de inmensa piedad por él. Lo cogió maternalmente por el brazo y lo llevó junto a una roca, en la que se sentaron los dos.

—Escucha, hermanito —le dijo—. Voy a confiarte una cosa. Cuando yo era más joven, también fui tentado por los libros. Me hubiera gustado tenerlos. Pensaba entonces que me darían sabiduría. Pero, mira, todos los libros del mundo son incapaces de dar la Sabiduría. En la hora de la prueba, en la tentación o en la tristeza, no son los libros los que pueden venir a ayudarnos, sino simplemente la Pasión del Señor Jesucristo —Francisco se calló un instante. Después, dolorosamente, añadió—: Ahora yo sé a Jesús pobre y crucificado. Esto me basta.’

Tomado de: Éloi Leclerc, OFM, Sabiduría de un pobre.

lunes, mayo 31, 2010

‘Iglesia: libertad y fidelidad’ de Karl Rahner, SJ

Iglesia. La religión debe ser un convencimiento mío, propio y libre, ella debe ser experimentada en el centro más profundo de la existencia. Pero esta existencia sólo es ella misma en una comunidad y sociedad, en la que ella se abre, dando y recibiendo. Por otra parte, el cristianismo es una religión histórica, vinculada a alguien muy preciso: Jesucristo. Yo sólo puedo pertenecer a Cristo por medio de la Iglesia, y no de otra manera. Por eso, yo no puedo aventurarme a vivir en modo alguno un cristianismo privado, pues de esa forma negaría su origen. Por ello debo ratificar este carácter histórico de mi cristianismo a través de la pertenencia eclesial. Con esto no quedan afirmadas todavía, ni mucho menos, todas las razones para la pertenencia eclesial de un cristiano, ni siquiera las más importantes. Pero lo dicho aquí puede bastarnos.

Un cristiano de Iglesia, como el que aquí estamos suponiendo, conoce, sin duda, la historicidad de su Iglesia. Él conoce por tanto también lo más humano y lo más inhumano de aquello que en esa Iglesia ha sucedido, “en la cabeza y en los miembros”, en el pasado y en el presente. Un cristiano, que cree que la Iglesia proviene de manera auténtica de Jesucristo y que cree, por consiguiente, en su esencia como sacramento universal de salvación para todo el mundo, no puede despreocuparse totalmente de esta historia de la Iglesia, diciendo que ella ha sido sólo la historia de unos pobres hombres que, como todos los demás, se han comportado de un modo terrible sobre el escenario de la historia universal. Al contrario, un cristiano debería esperar y aguardar que la victoria de la gracia, que la Iglesia debe prometer al mundo incluso en su forma de manifestarse, se revele con gloria esplendorosa en su propia historia.

Ciertamente, la Iglesia ofrece ese tipo de revelación, que sólo pueden negar por principio aquellos que desprecian de un modo huraño a los hombres. Pero el cristiano desearía que ese resplandor fuera mucho más claro. El cristiano deberá tomar de un modo realista ese tipo de experiencia, que le obliga a ser modesto, aunque él no pueda aclararla del todo y menos aún justificarla con un triunfalismo barato (como a veces se ha interpretado aquello que quería decir el concilio Vaticano II).


Fidelidad eclesial y libertad creyente. Una identificación última con la esencia fundamental de la Iglesia, que ella no pudo ni puede perder, no significa, en modo alguno, que estemos de acuerdo con todas y cada una de las cosas que se hacen en la Iglesia. Ni con todo lo que la jerarquía o el Papa realizan, ni siquiera con todas y cada una de las cosas que la enseñanza oficial de la Iglesia presenta. Ciertamente, para mí, el auténtico dogma de la Iglesia constituye algo que me obliga absolutamente; por eso, como cristiano y como teólogo, con cierta ansiedad de espíritu y corazón, con no poca frecuencia, debo preguntarme cuál es el verdadero sentido de una determinada afirmación que el Magisterio de la Iglesia mantiene como dogma, a fin de concederle mi consentimiento, de manera honrada y tranquila.

Por mi parte, a lo largo de mi vida, yo nunca he tenido la experiencia de que esto me resultara imposible; porque, en relación con esos dogmas, yo he advertido siempre con claridad que sólo pueden entenderse bien cuando se pone de relieve su sentido en línea de apertura hacia el Misterio de Dios, sabiendo, por otra parte, que han sido formulados desde unos condicionamientos históricos determinados; por ello, esos dogmas se encuentran inevitablemente vinculados a una especie de amalgama que no pertenece de hecho al contenido de la declaración dogmática, y que puede hacer incluso que ese contenido se interprete mal. Esto se debe también al hecho de que esos dogmas están formulados como regulaciones lingüísticas que, para ser fieles a la realidad a la que aluden, no deberían permanecer siempre iguales, con las mismas palabras con que fueron formulados.

Las cosas resultan diferentes cuando se trata de esta o aquella enseñanza relativamente subordinada, sea en el campo de la exégesis, de la teología sistemática o de la teología moral, que ha sido o sigue siendo mantenida por el magisterio romano como enseñanza oficial, con la pretensión de ofrecer una enseñanza vinculante, aunque no haya sido “definida”. Por evocar sólo un ejemplo de los tiempos más recientes: a mi juicio, ni la argumentación básica, ni la autoridad de enseñanza de la Iglesia, a la que de hecho se acude, ofrecen un fundamento convincente y obligatorio para aceptar la discutida doctrina de Pablo VI en la Humanae Vitae, ni la Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe que quiere excluir por principio la ordenación de las mujeres, como algo que debería aplicarse en todos los tiempos y culturas.

Mística e historia según Karl Rahner, SJ

Santa Rita de Casia, mística

Oración. Lo enorme de esta experiencia, que todo lo centra en una especie de temblor, es lo siguiente: yo puedo dirigirme hacia ese secreto o Misterio que todo lo abarca, que todo lo lleva y todo lo penetra, que se distancia de todo y, sin embargo, lo asume todo consigo; yo puedo invocarle, puedo orar. Yo sé que cuando viene a realizarse ese encuentro orante, ello se debe una vez más a la acción de ese mismo Misterio. Más aún, este Misterio actúa de tal forma que, cuando yo me encuentro ante él, siendo distinto él, introducido en mi propia realidad, cuando yo me entrego a él, no me pierdo, sino que, por el contrario, vengo a convertirme en alguien que participa de este Misterio infinito. Yo experimento (a través de eso que nosotros, los cristianos, llamamos gracia) que este Misterio, para ser él mismo, no necesita alejarse de mí en una distancia infinita, sino que, al contrario, él mismo se entrega a nosotros, para nuestra plenitud.

A los cristianos les resulta prohibido (en una prohibición que ha de tomarse totalmente en serio) contentarse con algo que sea menor que la infinita plenitud de Dios, les está prohibido instalarse en lo finito de un modo definitivo y feliz, contentándose con la estrechez, pensando, con una modestia mentirosa, que Dios no puede tomar en serio a esta criatura finita que somos nosotros, aunque estemos lastrados por mil condicionamientos. Esto significa no sólo que el mundo ha empezado a encontrarse a sí mismo en el hombre (empezando por mi causa a ser también de otra manera), sino que Dios ha comenzado también a venir al hombre y el hombre a ir hacia Dios.

San Vicente de Paúl, místico en la historia

Historia. Pero mi cristianismo no significa solamente la apertura radical en oración, en entrega y amor al misterio indecible de Dios. Mi cristianismo no tiene sólo (si así quiere decirse) un carácter trascendental y “pneumatológico”, sino que tiene también y de un modo esencial una dimensión histórica. Mi cristianismo reconoce de hecho que este autoofrecimiento del Misterio infinito [esta revelación], en cuanto plenitud del hombre, no es sólo la posibilidad más elevada y profunda que Dios concede al hombre para la historia de su libertad, sino que implica también (al menos si se mira al conjunto de la historia humana) el hecho de que, por la fuerza de ese ofrecimiento de Dios, esa historia de la libertad humana haya venido a expandirse victoriosamente en el mundo, de manera que ella se ha mostrado ya en la historia a través de esa irreversibilidad y de esa victoria.

La fe cristiana descubre en Jesucristo ese acontecimiento histórico, por el que se ha vuelto irreversible la ofrenda de Dios a los hombres y se ha vuelto históricamente palpable esa victoria [de la libertad]. Jesús, el Crucificado y Resucitado, ha sido aquel que ha proclamado esa automanifestación irreversible de Dios por medio de su anuncio de la llegada del Reino de Dios. Ha sido Jesús el que, en su unión con Dios y en su solidaridad incondicional con todos los hombres, ha venido a mostrarse como el acontecimiento de esa cercanía de Dios, que no podrá ser ya nunca derogada. Ha sido Jesús el que, a través de esa venida en abajamiento, en la vaciedad e impotencia de la muerte, ha venido a ser comprendido y experimentado como aquel que, por medio de esta muerte, que es entrega única y total al Misterio, ha sido recibido y liberado por Dios, en toda su existencia, de manera que hemos venido a experimentarle como “el Resucitado”. Jesús es para mí la automanifestación irrevocable e inapelable de Dios hacía mí en la historia, es la Palabra insuperable y definitiva de Dios, la PALABRA.