Este
año celebramos el XVIII Aniversario del martirio de Monseñor Romero cuando ya
está en marcha el proceso oficial de su canonización [acaecida, finalmente, el 14 de octubre de 2018]. En este escrito queremos
reflexionar sobre dicho proceso, pero no tanto sobre lo que tiene de
procedimiento eclesiástico, sino sobre su significado actual para la Iglesia y
el pueblo. Lo vamos a hacer enunciando y comentando seis breves proposiciones.
I. Antes de la canonización oficial ya
ha tenido lugar la canonización popular de Monseñor Romero. El hecho es
evidente, y de esta canonización popular vive la canonización oficial.
Aunque sea conocido, hay que recordarlo porque
es fundamental para reflexionar adecuadamente sobre la canonización oficial de
Monseñor. A los pocos días de su asesinato, don Pedro Casaldáliga —profeta
certero y portador de buenas nuevas— escribió, agradecido, su conocido poema
“San Romero de América”. La realidad tomaba la palabra en la pluma de don Pedro
y pronunciaba la expresión que reserva para momentos de singular importancia:
“santo”.
El
pueblo —“su pobrería” sobre todo— lo vio así desde el principio. Sin mucha
ciencia ni derecho canónico, pero con un gran sensus fidei, con el sentido
innato que discierne entre lo bueno y lo malo, lo auténtico y lo falaz, que
discierne sobre todo la presencia de Dios en nuestro mundo, enseguida llamó a
Monseñor Romero profeta, pastor y mártir. Certeramente expresó desde el
principio esta triple realidad en palabras como éstas: “Monseñor Romero dijo la
verdad, nos defendió a nosotros de pobres y por ello lo mataron”. Y dio un paso
más, verdaderamente audaz si no se da por supuesto, aceptando con entusiasmo
que Monseñor Romero era santo, y además un santo suyo, como no lo son otros
santos, más distantes que Monseñor en el espacio y en el tiempo.
Éste
es el hecho mayor. En vida “el pueblo te hizo santo”, dice don Pedro. Ahora ese
mismo pueblo lo quiere como a un santo, pero no sólo como a un santo “de
altar”, que intercede y concede favores, sino también como a un santo “de
familia”, a quien se le quiere entrañablemente. De ahí también —de nuevo don
Pedro— que “sería pecado querer canonizarlo”.
De santo salvadoreño
Monseñor se convirtió muy pronto en santo universal. “Les tengo una mala
noticia”, dijo alguien venido de Francia. “Monseñor Romero ya no es de ustedes. Es de todos”. Y así es.
Católicos, cristianos de todas las confesiones, incluso algunos miembros de
comunidades y asambleas evangélicas, lo hacen suyo. Y también marxistas y hasta
agnósticos. Y es que ser santo es ser cabal, y esto lo capta bien y lo agradece
mucha gente en todo el mundo.
Y por lo que toca al tiempo, los años transcurridos
desde su asesinato no han llevado a
“descanonizar” a Monseñor, como pudiera haber sucedido, sino que, por el
contrario, lo canonizan más y con todas las señales que acompañan a una canonización
popular. Canonizado está ya el “tiempo”: no hace falta explicar qué quiere
decir “el 24 de marzo”, como no hace falta explicar qué quiere decir el 24 de
diciembre o aquí en El Salvador el 15 de septiembre. Canonizado está también el
“lugar”, convertido, como Belén o el Calvario, en lugar sagrado de
peregrinación. Y así no hace falta explicar qué significa “el hospitalito”,
adonde llegan peregrinos con devoción sentida —probablemente mayor que con la
que llegan a otros santuarios— pues allí se respira todavía profecía, buena
noticia y martirio. Canonizado está su
“recuerdo” con la publicación de sus escritos, homilías, discursos, diario,
traducidos a numerosos idiomas, y con la publicación de otros muchos escritos
sobre él, afiches, estampas, poesías, corridos, óperas, películas, con
innumerables instituciones que llevan su nombre... No podemos asegurarlo con
certeza, pero Monseñor Romero bien pudiera ser el mártir y personaje religioso
de nuestra época que ha tenido mayor impacto. En la abadía de Westminster su
figura estará desde el próximo mes de julio como uno de los diez
mártires de este siglo [los otros son: Martin Luther King Jr., Dietrich
Bonhoeffer, Wang Zhiming, San Maximiliano María Kolbe, OFM Cap, Manche
Masemola, Janani Luwun, la Gran Duquesa Isabel Fiodorovna de Rusia, Esther John
y Lucian Tapiedi].
Y la piedad popular, a su modo, pero certeramente, le
adjudica lo que es típico de los santos
canonizados: Monseñor Romero intercede por los necesitados, hace milagros,
como lo dicen las placas sobre su tumba y los innumerables papelitos, escritos
con letra de pobres, que, lamentablemente, no han sido conservados. Una
sencilla campesina de Guazapa contaba un milagro que le había hecho Monseñor, y añadía. orgullosa, “éste es el
primer milagro que hizo Monseñor Romero” —como en el evangelio de Juan. Qué
milagros sean ésos, no es pregunta muy importante ahora. Lo importante
es que con ellos la gente expresa que así como Monseñor en vida estuvo en su
favor, así lo sigue estando ahora: hace favores, a los pobres sobre todo,
cuando muy poca gente se preocupa de ellos.
En conclusión, la canonización popular de Monseñor
Romero es un hecho evidente. Ocurre como en las canonizaciones por aclamación
popular del cristianismo primitivo, pero añadiendo un matiz importante:
Monseñor Romero es aclamado porque es querido, y es querido porque él en verdad
amó a su pueblo.
Ése es el hecho mayor. Y digamos para terminar que
esta “canonización popular” es lo que da sentido a la canonización oficial.
Ambas responden a distintos ámbitos de realidad y ambas son necesarias, pero no
son lo mismo. Lo fundamental y primigenio es el conocimiento que tiene el
pueblo de la presencia de Dios entre nosotros, en acontecimientos y personas,
lo cual va acompañado de cariño, entusiasmo y esperanza. Lo derivado es el re-conocimiento
que hace la Iglesia jerárquica, que reglamenta —canon significa regla— el
entusiasmo y garantiza que no se cometan abusos.
2. El proceso de canonización oficial de Monseñor Romero
no es evidente. Ha tenido que superar obstáculos importantes dentro de la
Iglesia y de la sociedad civil. Es una victoria.
Más adelante analizaremos en positivo el significado
del proceso oficial de canonización, pero comencemos diciendo que el de
Monseñor Romero no ha sido nada evidente. Recordemos algunos datos importantes.
a) En vida, a diferencia, por ejemplo, de lo ocurrido
con la madre Teresa de Calcuta —acogida y venerada por iglesias y gobiernos—,
Monseñor Romero no fue bien visto, en general, por la jerarquía eclesiástica.
Es bien conocido que aquí en El Salvador, Monseñor fue atacado por todos los
obispos salvadoreños con la excepción de Monseñor Rivera. Esto puede parecer
hoy sorprendente y desconcertante, pero en su día fue de dominio público.
Varias veces, sus hermanos obispos se pronunciaron contra él. Cuando, junto con
Mons. Rivera publicó su tercera carta pastoral sobre “La Iglesia y las
organizaciones populares” —magnífica carta tenida internacionalmente como
pionera sobre el tema—, los otros cuatro obispos publicaron un breve mensaje en
el que lo contradecían prácticamente en todo. El mismo Monseñor dejó escrito en
su diario espiritual, un mes antes de ser asesinado, que uno de sus grandes
problemas, junto al miedo a la muerte que preveía cercana y su vida espiritual —preocupación
ésta de alma delicada—, eran sus hermanos obispos. “Otro aspecto de mi consulta espiritual... Fue mi situación conflictiva
con los otros obispos” (25 de febrero de 1980). De hecho, sólo Mons. Rivera
asistió a su entierro. Y hasta el día de hoy, algunos de ellos siguen
expresándose en su contra. En la reciente visita de Juan Pablo II a El
Salvador, en 1996, cuando el Papa preguntó a los obispos qué pensaban de la canonización
de Monseñor Romero, el entonces presidente de la conferencia episcopal
respondió que había sido responsable de 70,000 muertos.
Y en el Vaticano las cosas
no fueron muy diferentes. El nuncio estaba en su contra. En la congregación
para los obispos se pensó seriamente en destituirlo o anularlo, dejándolo como figura decorativa con un
administrador sede plena con plenos poderes. En poco más de un año el
Vaticano envió tres visitadores apostólicos —medida extrema que normalmente se
utiliza cuando hay serios y graves problemas en una diócesis. Con el papa Pablo
VI le fue bien, y salió confortado de su visita en 1977, pero la primera visita
a Juan Pablo II fue dolorosa, pues el
Papa no pareció apreciar la gravedad de la persecución a la Iglesia salvadoreña
y más bien le puso en guardia de hacer el juego al comunismo. Muy distinta será su actitud posterior, pero, en
aquel entonces, Monseñor Romero dejó el Vaticano triste y lloroso,
buscando consuelo en el cardenal Pironio y en el padre Arrupe, expertos también
en incomprensiones vaticanas.
Después de su asesinato
—aunque no fuese más que por pudor— la tesis oficial, que sospechaba del ministerio de Monseñor, se hizo más benigna,
pero en definitiva seguía siendo de
desaprobación hacia su persona: Monseñor habría sido una buena persona, pero
ingenuo y sin personalidad, de lo cual otros se aprovecharon para
manipularlo, sobre todo los jesuitas. La verdad es que Monseñor Romero, con su
fidelidad a Medellín y Puebla, al evangelio y a los pobres, introducía el conflicto
en la Iglesia, sacaba a luz actitudes eclesiales poco coherentes y con su
ejemplo interpelaba a la honradez. Por ello, la oposición fue honda y las cosas
sólo cambiaron con el viaje de Juan Pablo II a El Salvador en 1983. En aquellos
años, nada hacía pensar que la Iglesia oficial estuviese interesada en canonizar a Monseñor.
b) La segunda dificultad para la canonización, no
decisiva, pero que sí hay que tener en cuenta de alguna forma, proviene del conflicto
que aquélla puede generar con gobiernos
y otros poderes, conflictos que,
en la medida de lo posible, se desean evitar. En el caso de Monseñor —y dada la
cercanía de los hechos— la canonización es objetivamente una provocación —inevitable,
no antojadiza— para muchos de los poderosos en El Salvador. En efecto,
al canonizarlo, se está proponiendo
como cristiano y como ser humano ejemplar, digno de imitación y
beneficioso para el país, a quien ha sido odiado y difamado hasta el extremo.
Y este conflicto se agrava
al canonizarlo como mártir, pues “mártir” supone haber sido asesinado, y ello
remite por necesidad a sus verdugos. Dada la cercanía de los hechos, muchos de los responsables intelectuales
y materiales del asesinato y muchos de
los que lo aplaudieron siguen vivos —y son personas prominentes en el país y en
el partido en el gobierno. La Comisión de Naciones Unidas lo dijo
lapidariamente en el Informe de la Verdad: “El exmayor Roberto D’Aubuisson dio la orden de asesinar al Arzobispo
y dio instrucciones precisas a miembros de su entorno de seguridad, actuando
como ‘escuadrón de la muerte’, de organizar y supervisar la ejecución del
asesinato”. Mons. Rivera lo recordó con valentía poco antes de las elecciones presidenciales de marzo de
1994, relacionándolo con el partido en el poder: “Lo quieran o no, la sombra de
este crimen sacrílego persigue a quienes, aun después de catorce años, siguen
impenitentes idolatrando al hombre que quiso resolver los problemas de
El Salvador a sangre y fuego”.
En la actualidad, esos
mismos grupos siguen sin reconocer las virtudes de Monseñor Romero y siguen repitiendo que fue nefasto,
que sobrepasó el límite de lo religioso, como dice el candidato de ARENA.
Además, un miembro del gobierno actual ha dicho sin tapujos: “Mons. Romero: un
desastre. Mayor D’Aubuisson: un mártir”. Siguen, pues, aclamando al responsable
de su asesinato, sin expresar ningún
tipo de arrepentimiento ni reparación por lo ocurrido. Difaman o silencian a la
víctima y ensalzan y aclaman al asesino. De ahí la conclusión de Mons. Rosa:
“Los más declarados adversarios de la canonización de Monseñor Romero son los
mismos que le hostigaron en vida, que le escribían cartas anónimas, acusándolo
de ser comunista, y que por desgracia continúan hostigándolo incluso ahora”.
Canonizar hoya la víctima
significa juzgar automáticamente —aunque después se otorgue perdón— a sus
asesinos. Esto, en sí mismo, no facilita el proceso. Es claro que, en estos
tres últimos años, la nunciatura y algunos obispos salvadoreños han dado gran
importancia a la armonía y a las buenas relaciones entre la Iglesia y el Estado —y de ahí también que se
invoque con ligereza la tesis del olvido—, aunque también hay que recalcar y
agradecer que la comisión diocesana encargada del proceso haya dado muestras de
independencia y firmeza al investigar
el asesinato.
Dada la cercanía de los
hechos y la actual situación del país, la canonización de Monseñor “chirría”
objetivamente. Hasta el día de hoy, ni los gobiernos, ni los políticos habituales, ni la Fuerza Armada, ni la
oligarquía, han pedido perdón por cómo
lo trataron, ni mucho menos han mostrado agradecimiento por Monseñor. (Y habría
que recordar también la oposición del gobierno norteamericano, sus presiones
ante el Vaticano para callar a Monseñor —aunque para una superpotencia esta
injusticia sea peccata minuta.)
A pesar de todo, la comisión sigue trabajando con
decisión y el proceso sigue adelante. Lo que hace dieciocho años parecía
impensable se ha hecho posible, y lo importante es saber por qué.
3. El proceso de
canonización ha sido posible por la convergencia de varios factores. Dos de
ellos, externos a Monseñor Romero, son el apoyo personal de Juan Pablo II y su peso mundial.
Más allá de cumplir a
satisfacción —por lo que se conoce— los requisitos formales que se exigen en el
proceso (constatación de su ortodoxia y sus virtudes, recopilación de testimonios en pro y en contra,
evitar el culto público, etc.), éste ha sido posibilitado por varias cosas.
En primer lugar, Juan Pablo II cambió de postura hacia
Monseñor y lo ha expresado claramente con sus hechos. Independientemente de las
razones (el impacto personal de su martirio
ante todo, mejor información, lectura de sus escritos), el hecho es
innegable. En su vista a El Salvador en 1983, por deseo propio —y en contra del
deseo del gobierno— visitó la tumba de Monseñor en catedral, visita que había
sido excluida del programa oficial. La fotografía de Karol Wojtyła —lo
formulamos así porque en ella aparece el ser humano antes que el Papa— rezando
ante la tumba de Monseñor Romero y las palabras con que se refirió a él como
“celoso pastor que dio la vida por su pueblo”, son un testimonio personal
entrañable, y, además, supuso un cambio radical de dirección en el Vaticano: el
Papa lo había alabado y ya no se podía decir impunemente dentro de la Iglesia
que Monseñor había sido marxista, colaborador de la guerrilla, tonto útil
manipulado... Y cuando, en 1994, Mons. Rivera decidió poner en marcha el
proceso diocesano, reconoció que ello no gustaba en algunos dicasterios vaticanos, pero que Juan Pablo
II, personalmente y a pesar de ello, dio el visto bueno.
La postura del Papa nos
parece que ha sido decisiva como condición sine qua non para que se
inicie y prosiga el proceso. Al nivel eclesiástico, de curias y
dicasterios, ya no se puede ir contra Monseñor. Y más importante, a nivel eclesial, el del pueblo de Dios, el afecto del Papa a Monseñor ha fortalecido el
del pueblo. En su segunda visita, en 1996, sólo hubo un aplauso público y fue
cuando Juan Pablo II recordó en catedral a Monseñor Romero “brutalmente asesinado mientras ofrecía el sacrificio de
la misa”. Para que haya prosperado el proceso de canonización oficial,
la postura del Papa no ha sido del todo suficiente,
pero sí ha sido positiva y necesaria.
Otra cosa que ha forzado
objetivamente a comenzar el proceso es el impacto mundial, duradero y en
aumento, de Monseñor. Cuando murió la Madre Teresa de Calcula, surgieron voces
pidiendo su pronta canonización. Con Monseñor Romero no ocurrió lo mismo y no
se habló de canonización, pero se desencadenó un ingente movimiento de
admiración, agradecimiento, cariño y reconocimiento de su necesidad para el mundo. Comenzó muy pronto lo que podemos
llamar el “romerismo”, la tradición generada por Monseñor, del mismo modo como Francisco de Asís generó el
“franciscanismo”.
En la conciencia colectiva
de este fin de siglo, más o menos por supuesto, Monseñor está presente en el
mundo como suspiro de alivio de que lo humano es posible, como agradecimiento
de que hay seres humanos que nos salvan y nos redimen de nuestro egoísmo y
pequeñez, que son como aquel Jesús en quien podemos tener “fijos los ojos” en
nuestras aflicciones y también en nuestras decisiones de enrumbar este mundo en
una dirección muy distinta a la actual.
Es sabido, pero no hay que trivializarlo sino
valorarlo grandemente. En el último
sínodo para las Américas, celebrado en Roma, los obispos discutieron si los
cristianos que habían sido asesinados por la defensa de la justicia debían ser llamados “mártires” o sólo “testigos”,
reservando el término “mártir” para quien moría explícitamente por causa de la
fe —disquisiciones y casuística a las que somos dados los humanos. Pero
cuando Mons. Gregorio Rosa habló de Mons. Romero, de su persona, de su profecía y de su martirio, se olvidó la
casuística y en el aula sinodal resonó el mayor y más prolongado aplauso
de todo el sínodo.
Monseñor Romero ha impactado
a muchos obispos personalmente, sobre todo a quienes están en situaciones
parecidas a las suyas, como lo reconoce don Samuel Ruiz. En otros hay respeto por ese hermano suyo salvadoreño, y
hasta sano “orgullo de clase” de que haya obispos como él, profetas, evangelizadores, sin miedo y con esperanza.
Monseñor Romero sigue
causando un impacto mundial —más allá de las incomprensiones y pequeñeces de
algunos— y ese impacto tiene un peso objetivo que fuerza a su canonización. ¿Cómo podría la Iglesia decir al mundo que
ignora a personas como Monseñor, que lo
hace pasar desapercibido? En la conciencia colectiva de esta humanidad nuestra
esto es hoy —afortunadamente muy difícil, casi imposible.
4. Lo que ha forzado, en
definitiva, a la canonización de Monseñor Romero es su santidad real, muy necesaria
en nuestro mundo y en nuestra Iglesia.
A este impacto mundial ha ayudado, indudablemente, una
serie de factores poco comunes. Monseñor
fue figura pública en un país y en una Iglesia que fueron noticia mundial
durante mucho tiempo: masacres, sacerdotes asesinados, “Haga patria: mate un
cura", su carta a Carter, sus últimas palabras, “En nombre de Dios, ¡cese
la represión!” y tantas otras cosas. Pero más allá de eso, y teniendo en cuenta que en la historia cambia
unas cosas, sí, pero otras permanecen, como permanece la condición humana, la
verdad es que hay algo en Monseñor que fuerza a mantenerlo vivo y presentarlo
como ser humano y cristiano cabal —eso significa canonización también el día de
hoy. Podemos decir que en Monseñor Romero hay algo de meta-paradigmático, más
allá de los cambios de paradigmas —tan invocados hoy y no siempre para
hacer lo que hay que hacer.
Lo que se impone de Monseñor
a través de los tiempos es su autenticidad, honradez, compasión... Pero, aunque verdaderas, estas palabras
sólo cobran su hondura real desde sus destinatarios directos, aquellos que
llenaron su corazón y aquellos que lo acogieron en su corazón: los pobres de
este mundo. Como hemos dicho antes, ellos definen a Monseñor Romero desde la verdad,
la compasión y la fidelidad. Y
esto es lo que se impone de Monseñor hasta el día de hoy.
En un mundo de mentiras
—ayer como hoy—, ayer más burdamente en las declaraciones de gobiernos (el nuestro y el de Estados Unidos), fuerzas
armadas, políticos y oligarquías, hoy
más sutilmente, con concesiones a una mayor libertad de expresión, pero
con el encubrimiento fundamental de la verdad (la mitad de la población del
mundo está amenazada de pobreza), la verdad es como “el agua limpia que baja de
los montes”, como decía Rutilio Grande. Esa verdad, mil veces negada, oprimida, manipulada en favor de los opresores y en
contra de los oprimidos, eso es lo que significa hasta el día de hoy
Monseñor Romero, sin que —en plena
euforia de democracia— se haya encontrado un símbolo mejor de la verdad
que el Monseñor profeta.
En un mundo de crueldad —ayer como hoy—, ayer más
burdamente con masacres aberrantes, hoy con la pobreza cotidiana (el producto
interno bruto en El Salvador es menor que el de antes de la guerra), con la
violencia cotidiana (diez mil fueron los muertos violentamente en 1995 y otros
diez mil en 1996) y con el desprecio
cotidiano a las mayorías populares, la compasión, el amor y la justicia
son como bálsamo que cura heridas y anima a trabajar. Esa compasión a los
pobres de este pueblo es lo que hasta el día de hoy expresa Monseñor Romero, sin que “el juego de la democracia”,
ni los datos macroeconómicos, ofrezcan algo mejor que el Monseñor justo y
consolador.
En un mundo dividido y antagónico, hecho de ricos
epulones (las transnacionales en todo
el mundo, el capital financiero en nuestro país) y de pobres lázaros que
esperan migajas (el rebalse); en un mundo inhumano en el cual no interesa la familia humana, sino el
propio interés, en el que no hay líderes que guíen al pueblo, sino que
se aprovechan de él y lo desuellan, como dice Oseas, Monseñor Romero expresa la cercanía, el conocimiento de sus
ovejas, como buen pastor. Monseñor Romero sigue siendo el gran conocedor de los
pobres de este pueblo, y ellos lo conocen a él. Monseñor sigue siendo
hasta el día de hoy —sin que se
vislumbre ningún candidato que lo reemplace— la voz de los sin voz.
En un mundo alienado,
infantilizado por los modernos y nada antiguos “circenses”, decidido a
industrializarlo todo (naturaleza, vacaciones, deporte, música, moda, funerales de celebridades...), haciendo
bueno el dicho de que “business is
business”, y que, por lo tanto,
está permitido desnaturalizarlo todo para comercializar y dinerizarlo
todo, Monseñor Romero expresa que es posible vivir con gozo, en el encuentro de unos con otros, en aquellos encuentros
suyos con los campesinos, en los cantones o en la curia arzobispal. Es
el gozo que se le escapó en estas palabras: “Con este pueblo no cuesta ser buen
pastor”.
En un mundo de componendas, de evitar tensiones y
conflictos —aunque los exija la
realidad—, de no tomar nada totalmente en serio, a no ser el propio interés,
de no animar al compromiso fiel, aquello que exige la ética y la fe, y aquello
que, además, lleva a la verdadera felicidad, Monseñor Romero expresa que es
posible ser humano y ser cristiano comprometido y fiel “hasta el final”. Eso
fue su martirio.
Y una última palabra. En un mundo en que se ignora,
peor aún, en que se trivializa y banaliza la fe en el misterio de Dios, Monseñor
sigue siendo el creyente en el Dios de Jesús, el Dios de la vida, el Dios de
las víctimas, “el Dios en quien el pobre encuentra compasión”. Monseñor Romero
es el creyente que ofrece a todos al Dios de Jesús para que los humanos seamos más
que humanos, como decía Agustín.
De todo esto tiene necesidad el mundo y también la Iglesia. En una Iglesia con
exceso de verticalismo y autoritarismo, Monseñor aparece como un obispo popular
y sin populismo. En una Iglesia con miedo en su interior, donde cuesta decir con
sinceridad lo que se piensa, Monseñor aparece como pastor hermano, abajado a
todos y gozoso de estar con todos. En una Iglesia distanciada a veces de la
realidad, viviendo en el mundo que se fabrica y que muchas veces no coincide
con el mundo real, Monseñor aparece como un creyente encarnado. En una Iglesia
que, eficazmente, da muchas veces ultimidad a la doctrina y a la ley, Monseñor
aparece como el servidor del pueblo, el defensor de la vida de los pobres, el
compasivo ante las víctimas, y en ello y en su Dios pone él la ultimidad.
Todo esto lo capta muy bien el sensus fidelium. Se
impone la canonización de Monseñor Romero y su presentación en la doble
dimensión de santo canonizado. Santo es el intercesor, quien está en
favor nuestro, intercediendo ante Dios en lenguaje de la tradición, quien da
ánimo, fuerza, vida y esperanza en lenguaje histórico. Y santo es el modelo,
quien nos muestra el camino a seguir, con sus virtudes eximias en lenguaje
de la tradición, con su ser salvadoreño y cristiano cabal en lenguaje histórico.
Y quizás una última cosa, más visible en Monseñor
Romero que en otros santos ya distantes. Santo es quien produce gozo, buena
noticia en un mundo de malas realidades. Más allá de su utilidad como
intercesor y modelo, santo es quien hace presente la ternura de Dios en este
mundo, ante lo cual sólo cabe decir “gracias”. De Jesús se dijeron cosas
sublimes, pero lo que en definitiva le define son aquellas palabras de los
Hechos: “Pasó haciendo el bien y consolando a lodos los afligidos”. O aquellas
otras de la carta a Tito: “Ha aparecido la benignidad de Dios”. De Monseñor
Romero unos, como Ignacio Ellacuría, dijeron que era “un enviado de Dios para
salvar a su pueblo”. Otros dijeron que era “una buena noticia de Dios para los pobres”.
A este Monseñor hay que ponerlo en lo alto para que sea luz que ilumine las tinieblas
y sea ánimo que venza la indiferencia. La canonización de Monseñor Romero se
impone. Parafraseando a Jesús, “"si la Iglesia callara, las piedras hablarían”.
5. La canonización oficial,
como todo lo humano, tiene también sus peligros. En este caso, el peligro consistiría
en canonizar a un Monseñor Romero desdibujado y en que la Iglesia lo acaparase indebidamente.
Todo lo humano es ambivalente, está abierto a la
gracia, pero es también proclive a la pecaminosidad. De esto no hay que
sorprenderse, y por ello hablamos también de los posibles peligros de esta
canonización.
a) Es difícil detener el
proceso de canonización de Monseñor Romero, pero se lo puede desdibujar y cooptar. Desde este punto de vista, el peligro
consistiría en canonizar a un Monseñor
bueno, piadoso, sacerdotal, pero en definitiva a un Monseñor aguado.
Consistiría en quitarle las aristas y el fuego que tuvo como profeta, y el quitarle las entrañas de misericordia que
tuvo como buen samaritano.
Siempre existe el peligro de entender la santidad,
como si, en definitiva, ésta se
expresase mejor en la cercanía a Dios, y de entender a Dios como lo que estuviese
más allá de lo humano o en competencia con lo humano, como si Dios fuese
celoso de hombres y mujeres. Es el peligro que expresan estas palabras ya clásicas: “Como no son de la tierra creen que
son del cielo. Como no son de los hombres creen que son de Dios. Como no aman a
los hombres creen que aman a Dios”.
Si no en esta forma burda,
sí en otras más sutiles, en la Iglesia algunos piensan que para santificar a un
ser humano es más seguro acercarlo a Dios y distanciarlo de los humanos, que acercarlo a ellos, pues esto los distanciaría
de Dios —y, así, desde este presupuesto
se podría canonizar a un Monseñor Romero aguado, no al verdadero Monseñor.
Es evidente que Monseñor fue
hombre de Dios, creyente, devoto; que fue sacerdote, dispensador de los
misterios de Dios; que fue arzobispo, cuidador de la fe y de las cosas santas de su pueblo. Pero a eso
hay que añadir —y hacer de ello cosa
central— que Monseñor fue un insigne salvadoreño que por eso se encarnó en una
realidad de conflicto y muerte. Que fue defensor de los pobres y por eso
fue amado y venerado por ellos. Que fue profeta, denunciador y desenmascarador de militares,
oligarcas, gobernantes y políticos y por eso fue odiado por ellos. Que
fue voz de los sin voz y por eso fue voz contra los que tienen demasiada voz.
Que fue creyente y hombre de Dios y por eso fue enemigo acérrimo de los ídolos. En suma, es evidente que el verdadero Monseñor vivió todo para
Dios y todo para la justicia. Ése fue el Monseñor Romero total.
El “verdadero” Monseñor. Y
ese Monseñor es el que el pueblo espera que sea canonizado, el que sea presentado
como protector y modelo de este pueblo. Un Monseñor distinto, desdibujado,
aguado, sería irreconocible. Y de él —la verdad— no habría mucha necesidad.
b) Relacionado con esto, es
también peligroso que con ocasión del proceso de canonización la Iglesia
repitiera, con cierto exclusivismo, que Monseñor Romero es nuestro”, que “no
nos dejemos arrebatar a Monseñor”. Esto se decía antes —con algo de razón hasta
cierto punto— para evitar que Monseñor fuese manipulado espuriamente. Pero no
debiera prevalecer este enfoque exclusivista, y menos hoy. Monseñor Romero,
como salvadoreño, como ser humano y como cristiano, es de todos. Si lo hacen
con honradez, todos tienen derecho a invocarlo y a todos puede hacer un gran bien. Y lo empobrecedor de insistir en
el “es nuestro” es que de esa
forma a los oprimidos se les privaría de una esperanza y a los opresores se les
ofrecería una excusa para no tener que imitarlo.
En este contexto es bueno
recordar que cuando, pocos años después de su asesinato, comunidades de base y
organizaciones populares salieron a la calle —superando el miedo a la represión de aquellos días— se oyeron voces que
querían encerrar a Monseñor en el
templo. Entonces, Ignacio Ellacuría escribió: “Bien está Monseñor en el
templo, y bien está Monseñor en la calle. Que lo que Dios ha unido no lo separe
el hombre”.
Esto que hemos llamado “peligro” podría, quizás,
aparecer en la redacción del acta de
canonización, en qué de Monseñor Romero se menciona en ella y qué —si algo— se
calla de él. Pero, indudablemente, eso no es lo decisivo. Pasará el día de su
canonización y se olvidará cómo quedó redactada el acta. Lo decisivo está
ocurriendo ahora, cuando se está fraguando la imagen de Monseñor. Ya hay
muchos análisis de su vida y su obra, y hay sobre todo la convicción de su realidad total como salvadoreño y
cristiano. Así, en esa totalidad, todo de Dios y todo de los pobres,
Monseñor sigue siendo una buena noticia.
6. La canonización oficial
de Monseñor Romero puede traer bienes muy grandes: confrontarnos con nuestra
realidad, llamar a conversión, devolver dignidad a las víctimas, proclamar a
América Latina como “continente mártir”.
a) La canonización oficial
de Monseñor puede ser una ocasión para repensar la realidad del país. Recordar las víctimas y los verdugos de entonces
puede llevar a analizar los de ahora, a tomar conciencia de la pobreza, la
violencia y la injusticia actuales y a
buscar la dirección en que construir una sociedad justa. Puede llevar a
repensar los errores de la impunidad y de las amnistías inconsultas y precipitadas y a una buena administración de justicia.
Puede llevar —ojalá— a la conversión, exigida y facilitada por la
presencia de Monseñor Romero y de
muchos otros mártires entre nosotros. (En la canonización de María Goretti,
asesinada al principio del siglo por no ceder ante quien la quería violar,
estuvo presente su asesino). Y puede llevar a comprender la necesidad de
“revertir la historia”. Todo esto es utópico, evidentemente, pero no deja de
expresar bienes importantes y necesarios. Y una buena ocasión de propiciarlos
sería la canonización de un mártir típicamente salvadoreño, como Monseñor
Romero.
Más claramente, esta
canonización puede llevar consuelo a muchísima gente, y sobre lodo el sentimiento de que una institución
importante, el Vaticano, y una persona importante, el Papa, “les dan la razón”.
No estaban ellos equivocados, Monseñor fue víctima y es santo. Y no es éste
pequeño gozo para un pueblo que nada cuenta a la hora de decidir las cosas
importantes y a quien no se suele preguntar su opinión sobre ellas.
Más específicamente, la canonización de Monseñor
Romero devolverá dignidad a muchas otras
víctimas, y con ello traerá hondo consuelo a sus seres queridos —tanto mayor
cuanto que, al ser personas religiosas muchísimas de ellas, esa dignidad viene
ahora envuelta en lo sagrado de Dios. Recordémoslo: Monseñor Romero, y
tantos otros, en vida fueron difamados y calumniados. Se les negó honradez y fe cristiana. Se les acusó,
con mentira, de toda clase de aberraciones: “Monseñor Romero vende su
alma al diablo”, decía el titular de un periódico de la época. La Comisión de
la Verdad fue sensible a esta aberración, y exigió reparación a la dignidad de
las víctimas. Puede ser que algún día se construya un monumento en su honor, pero, aunque así ocurra, una canonización
es cosa distinta. Es Dios quien devuelve la dignidad. Y de esa dignidad que otorga la canonización de Monseñor participan
lodos los mártires.
En nuestra historia actual y
concreta, la canonización de Monseñor Romero —y, en él, la de muchos más—
no tiene la estructura de “revancha”,
ni menos de “venganza”. Pero sí tiene la estructura del Magnificat, el trastrueque
que opera Dios: “A los pobres los llenó de bienes, y a los soberbios
despidió vacíos”. Y, por ello, muchos
salvadoreños —madres, sobre lodo— dirán: “Engrandece mi alma al Señor y
se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha puesto los ojos en la
humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada”.
b) Ya ha quedado insinuado, pero hay que explicitarlo.
Monseñor Romero es un mártir conocido,
quizás el más conocido, pero no es el único. Como Jesús en la Carta los Hebreos
es el hermano mayor en una inmensa nube de testigos. Esto quiere decir que el
martirio en América Latina —o en amplias regiones de ella— ha supuesto
una verdadera globalización.
Las instituciones mundiales —incluidas
Naciones Unidas— no tienen interés en reconocer esta “globalización del
martirio”, por la incapacidad de sus mecanismos en dirimir estos asuntos y por
las presiones políticas a las cuales suelen ceder. Pero bien lo puede hacer la
Iglesia católica. Y —soñando— quizás se puedan encontrar modos para que, de
alguna manera, aunque sea simbólicamente, en esa canonización participasen
todas las iglesias; y para que en la canonización de Monseñor se reconociese
también, de alguna manera, a los innumerables mártires de América Latina y al
inmenso y mártir mundo de los pobres.
Que se llegue a realizar
esta utopía es muy difícil, por supuesto. Pero es importante tener presente la identificación
de Monseñor Romero con su pueblo, con las víctimas sobre todo, y en aquellos aspectos
“martiriales” ya durante su vida. “Yo no
quiero ninguna seguridad mientras no se la den a mi pueblo”. Permítasenos la audacia, pero ¿no pudiera
pensarse que Monseñor esté ahora diciendo: “Yo no quiero una canonización que
no incluya la de mi pueblo”?, aunque sea “de alguna manera”, añadimos nosotros.
Dicho primero en forma
negativa, esta canonización no debiera prescindir del contexto histórico real:
la abundancia de cristianos y de seres humanos a quienes se ha dado muerte por su amor y defensa de los pobres (los
privilegiados de Dios), por su compromiso con la verdad y la justicia (reflejo
en la historia del compromiso de Dios), y todo ello en muchos explícitamente,
en otros anónimamente, por la fe en
uno, Dios, Padre y Misterio, y por el seguimiento humilde de Jesús. Y no
debiera olvidar las masacres de “santos inocentes”, ancianos, niños y mujeres,
asesinados simplemente para facilitar la actividad bélica. Esta realidad, que en América Latina es cuantitativamente
masiva y cualitativamente cruel y
esperanzadora a la vez, no debiera estar ausente al canonizar a su símbolo
real: Monseñor Romero.
Dicho en forma positiva, ahora que se globaliza la trivialización
de la fe y la existencia, que se globaliza el consumismo y el egoísmo, que se
globaliza el desprecio y la exclusión
de centenares, si no de miles de millones de seres humanos, es muy importante
apuntar a otro tipo de globalización: la de la verdad,del compromiso,
del amor y de la ternura.
Al canonizar a Monseñor Romero
y, simbolizados en él, a todos los mártires, la Iglesia puede ofrecer ese
servicio a nuestro mundo. Ojalá que en la canonización de Monseñor Romero estén
presentes Ellacuría y Julia Elba, Monseñor Angelelli y los indígenas del Quiché, los niños de Somalia y de
Ruanda, las madres de Timor del este y
Bosnia. Ojalá ahí esté presente un continente mártir, los pueblos crucificados.
Y no hay aquí masoquismo. A
una víctima, a un mártir, Jesús, Dios le hizo justicia y lo resucitó de entre
los muertos. De ellos es la esperanza. A los vivos queda la responsabilidad de trabajar
para bajarlos de la cruz.
Jon Sobrino, SJ, 24 de marzo de 1998