viernes, diciembre 13, 2013

‘Teolegúmeno español’ de Erich Przywara, SJ

A S., mis hermanitos jesuitas y otros quijotescos compañeros de andanzas y entuertos.



I. Tres aspectos del teolegúmeno español

Teologúmeno tiene un doble sentido. Significa, en primer lugar, lo dicho acerca de Dios. Significa, más exactamente, lo que fue dicho por Dios y tiene en Él su fundamento. Tomado en este doble sentido es este vocablo la mejor expresión para designar la faz peculiar que ofrece España en el aspecto religioso y teológico. El punto culminante de la vida religiosa y teológica de España y de su misión en Europa se da en el período que media entre las primeras conmociones de la Europa cristiana y el momento de su máxima tensión. Todavía no quebrantado del todo el dominio del Islam en España, e iniciada por los albigenses en el norte de ésta y en el sur de Francia la Reforma que iba a escindir al Occidente cristiano, el canónigo castellano Domingo (1175-1221) funda la Orden de Predicadores, cuyos miembros poco después de su muerte serían llamados dominicos, para servicio incondicional de la ‘Verdad’ (como que la palabra veritas es el lema dominicano). En el decisivo período en el que la Reforma de Lutero (1483-1546) y Calvino (1509-1564) opuso, en todos los aspectos fundamentales del cristianismo, la ‘vida’ al ‘servicio’, anulando de raíz la Europa cristiana, surge en Monserrat, ‘montaña sagrada’ de España, a través de Ignacio de Loyola (1491-1556) y sus Ejercicios, la figura de la Compañía de Jesús, cuyo lema es el ‘sólo servicio’ (según la formulación de los Ejercicios y las Constituciones), y florece en Teresa de Ávila (1515-1582) y Juan de la Cruz (1542-1591) la reforma del Carmelo, que exige el sacrificio total y ciego de la personalidad. Finalmente, en el siglo que vio reinar en toda Europa el espíritu de la Revolución francesa (y, consiguientemente, la coronación espiritual de la Reforma), anuncia solitario e incomprendido Donoso Cortés (1809-1853) la superación futura de todo el proceso que va de la Reforma a la Revolución por parte de un nuevo tipo de hombre hecho al ‘mando’ y a la ‘obediencia’; y desde el ambiente luterano de Alemania le responde, en terrible lucha con su herencia luterana, Friedrich Nietzsche con una figura semejante al hombre nuevo. Vista en este contexto, la religiosidad española es teológica en un sentido singular: la llama de la interioridad personal (que constituye la característica de las tres órdenes españolas: dominicos, jesuitas y carmelitas reformados) está rigurosamente sometida al servicio de la autoridad del Dios Uno que ‘habla’ de modo viviente en la Iglesia Una; implacable servicio de teólogos a la única teología (hasta el punto de que incluso el político Donoso Cortés se haya sentido a sí mismo de un modo especial como teólogo, y esto según el espíritu de la época de Felipe II).



De este modo, de las tres épocas que acabamos de destacar se constituye la intermedia en decisiva para el ‘teolegúmeno español’. Tanto Santo Domingo como Donoso Cortés se hallan solos en un tiempo tenebroso: Santo Domingo, con la mirada en la futura ‘España eterna’ de Carlos V y Felipe II, pero todavía enclavado en el tiempo de la lucha desesperada; Donoso Cortés, con la vista en la resurrección de esta ‘España eterna’ pero rodeado de las ruinas de su forma histórica. Es, pues, en el tiempo intermedio, en la época de Carlos V y Felipe II, cuando se destaca el ‘teolegúmeno español’. Lo característico de éste consiste en el hecho de que el siglo XVI, en el cual se decide para siempre la suerte y la configuración de la Europa cristiana, coincide plenamente con la época más grande de España. 


II. El teolegúmeno español frente a frente a la Reforma

Lo decisivo es, en consecuencia, ese estar frente a frente respecto a la Reforma. Pero este estar frente a frente no significa en rigor ni Contrarreforma ni Barroco. No significa sencillamente Contrarreforma. Bien es cierto que tiene razón Lortz en llamar a Carlos V el único antagonista grande y adecuado de Lutero, y que Felipe II aparece en sus batallas de Flandes y en la guerra contra Inglaterra como el único poder frente a Calvino (cuyo espíritu informará el Oeste europeo hasta América). Pero este antagonismo no responde en ambos a una mera ‘reacción’ (frente a la acción espontánea de la Reforma), ni es sencillamente un ‘poder policíaco’ de una Iglesia con afán de conquista. Carlos V y Lutero, Felipe II y Calvino se hallan los unos respecto a los otros como poderes cerrados en sí. Lutero no es en modo alguno ‘problema’ para Carlos V, ni Calvino para Felipe II. El vocablo ‘Majestad’, que en este tiempo constituye una característica especial de la vida profana española, y es utilizado a la par como expresión religiosa por Ignacio de Loyola y Teresa de Ávila (Dios es considerado como ‘Su Majestad’), revela en Carlos V y Felipe II un modo de ser implacablemente silencioso frente al carácter volcánico de Lutero; y llega a pasar, incluso, al estilo de Calvino. Y, por el contrario, son precisamente Carlos V y Felipe II quienes parecen realizar el sueño de los reformadores de ‘purificar la corrompida Roma’, pues ambos llevan sus conflictos con el Papa hasta la guerra (con el pavoroso sacco di Roma en tiempos de Carlos V).

Tampoco significa sencillamente el Barroco, en el sentido de un afán de competir con la Reforma exaltando la antigua tradición cristiana. La ‘conquista del mundo’ en Ignacio de Loyola y su ‘siempre más’ pertenecen, como se trata de una ‘conquista’, a la época de los ‘conquistadores’, y son, por tanto, un desbordamiento de la propia plenitud, así como la España recién liberada del yugo de los ‘infieles’ y unida en sí misma, al sentirse en la plenitud de su fuerza, tiende a comunicar a todos su liberación y su unidad. La renovada Subida del Monte Carmelo en Teresa de Ávila y Juan de la Cruz es más bien el modo como aparece esta ‘conquista’ vista en su vertiente interior, es a saber, como una arriesgada y valiente vida caballeresca en el país del amor a Dios (y así se explica que Teresa tienda primeramente a marcharse a la ‘tierra de infieles’, para más tarde en sus escritos e himnos pensar y escribir con espíritu rigurosamente castrense; y que los himnos de San Juan de la Cruz sean estructurados en forma de arriesgadas aventuras en las alturas y profundidades de Dios).

El verdadero sentido de este antagonismo respecto a la Reforma es análogo al de la actitud de Santo Domingo y su Orden frente a la incipiente Edad Moderna, y la de Donoso Cortés frente a Nietzsche y la futura superación de la Edad Moderna. La concepción primigenia de la Orden de Predicadores tenía su paralelo en los predicadores ambulantes albigenses (en los cuales se preludiaba el ‘sacerdocio universal’ de la Reforma y la eliminación de toda ‘esfera sacra’ destacada del mundo). El agustinismo originario de la Orden alcanza su culminación en el Maestro Eckhart, que figura como anticipo y preludio en todos los grandes sistemas de la Edad Moderna, y el bañeciamismo posterior de la Orden aparecerá en la disputa acerca de la gracia como ‘sospechosamente cercano al calvinismo’. Donoso Cortés, por su parte, no sólo es el origen de las profecías acerca de la nueva Europa, que se radicalizan en Nietzsche, sino que ambas imágenes del Hombre nuevo se exigen mutuamente. En este plano es donde debe ser situado ese antagonismo entre la España clásica y la Reforma. Para determinar la relación de la Compañía de Jesús y el Carmelo reformado respecto a la Reforma, no sólo es significativo el hecho exterior de que Ignacio y Juan de la Cruz hayan aparecido a la Inquisición como sospechosamente afines a los ‘iluminados’, que la Compañía de Jesús como tal haya sido considerada por el gran teólogo dominico Melchor Cano como ‘imagen del Anticristo’, y que Teresa de Jesús y Juan de la Cruz hayan tenido que pasar por las más graves acusaciones y las más duras opresiones, de tal modo que la Compañía de Jesús y el Carmelo reformado hayan sido vistos en España casi como una reforma católica interna. Sino que también se dan correlaciones internas, como se ve por el hecho de que el nuevo ‘catolicismo objetivo’ de Alemania considere a la Compañía de Jesús como el comienzo por parte del catolicismo de la Edad Moderna (Eschweiler) y destaque la verdadera mística clásica del cristianismo frente al Carmelo reformado (Anselm Stoltz). El modo como en los Ejercicios es llevado el Hombre, por medio de la anulación de toda autosuficiencia en lo que toca a la actitud respecto a Dios, a una vida de plena intimidad con Cristo, está en sorprendente paralelismo con el modo de sentir y de pensar de Lutero, que consideraba a Cristo como inmediato principio configurador tras el hundimiento de toda forma de justificación personal. El modo como exige el camino del Carmelo reformado, en la noche del abandono por parte de Dios, la entrega incondicional (‘Dame el cielo o el infierno, dispón tú’, como reza Teresa, y se adivina en el trasfondo del himno de la Noche de San Juan de la Cruz), aparece en sorprendente parentesco con el camino de la ‘tentación’, el ‘sobrecogimiento’ y la theologia crucis de Lutero. Y la expresión ‘Gloria de la Divina Majestad’ en Ignacio y Teresa y la ‘vida en esperanza pura’ en Juan de la Cruz coincide literalmente con la fórmula en la que condensa Calvino toda la actitud de la Reforma, como vida en sola esperanza, totalmente entregada al servicio de su Divina Majestad.

De este modo el antagonismo entre la ‘España eterna’ y la Reforma se da en la extrema cercanía de una situación análoga. Por lo que a la Compañía de Jesús y al Carmelo reformado toca, deben ambos sufrir y soportar la noche interna de la que brota la Reforma, para después, en el momento decisivo —como sucede en las llamadas Consideraciones para hacer ‘sana y buena elección’ de los Ejercicios y en el Himno En las manos de Dios de Teresa—, entregarse y someterse totalmente al servicio objetivo de la Divina Majestad en la forma que ésta adopta en la tierra: la Iglesia. Por parte de la Reforma se intenta realizar la experiencia real personal del misterio central de la Cruz y del misterio del fuego del Amor divino que en él resplandece, lo cual constituye el sentido más auténtico de los Ejercicios (y de las Constituciones de la Compañía de Jesús) y la significación más profunda de la Subida del Monte Carmelo, pero ello lo hace para oponer esta experiencia a la ‘Iglesia corrompida’, no para adaptarla y someterla al servicio objetivo de la misma, sino para hacer de ella una religión. A ambas, pues la España de la Compañía de Jesús y del Carmelo reformado, y la Europa de la Reforma—, es común el estar en conflicto con la Iglesia. Pero mientras este conflicto lleva a la Reforma a hacer de un ‘correctivo’ ‘norma’ exclusiva (según la formulación de Kierkegaard), para la España de la Compañía de Jesús y del Carmelo, reformado dicho conflicto, viene a ser el camino hacia una más profunda y concreta comprensión del Misterio de la Cruz, a fin no de ‘protestar’ (con una protesta de defección) contra lo que tenga de oscuro la Iglesia, sino para soportarlo hasta la plenitud, y participar así del modo más íntimo posible en la realización concreta de la Cruz redentora.

Aquí se bifurcan los caminos. El de la España de la Compañía de Jesús y del Carmelo reformado conduce al ardor desbordante del amor ardiente, que en los cuadros de El Greco se constituye en un mundo de por sí; el de la Reforma aboca, en cambio, a la fría Ética y Razón de los siglos XVI y XVII. Pero aun así subsiste una íntima correlación. El pietismo, que viene a ser una nueva primavera religiosa de la Reforma, hará recordar en su más profunda esencia la mística del Carmelo reformado (como demostró Max Wieser: Der sentimentale Mensch, Ghota, 1924). La metafísica escolar protestante adoptará como texto fundamental las Disputationes metaphysicae del jesuita español Francisco Suárez (1548-1617) (como ha demostrado Max Wundt: Die Deutsche Schulmetaphysik des 17. Jahrhunderts, Tubinga, 1939). Y así como las Instrucciones dadas a los primeros jesuitas respecto a la Reforma mandan que ‘todos aquellos que puedan ser útiles a los herejes manifiesten hacia ellos un gran amor y los estimen verdaderamente en mucho, alejando de sí todos los pensamientos que puedan de algún modo amenguar su estimación de los mismos’ (como el beato Padre Fabro lo formuló para Laínez), así más tarde Leibniz mantendrá estrechas relaciones con los jesuitas.

III. Símbolos históricos del teolegúmeno español: Carlos V y Felipe II, la Casa Borja, dominicos y jesuitas

Pero el antagonismo respecto a la Reforma no agota la esencia de esta gran época de España. Faltan todavía por señalar en el ‘teolegúmeno español’ tres correlaciones históricas, que completan toda su significación simbólica. La primera es la interna vinculación de Carlos V y Felipe II, como símbolo del empuje expansivo del cristianismo. La segunda es el misterio de la Casa Borja, tal como se revela en Francisco de Borja (1510-1572), bisnieto de Alejandro VI, sobrino segundo de César Borgia y Lucrecia Borgia, amigo íntimo de Carlos V, tercer general de los jesuitas y santo canonizado de la Iglesia: símbolo de la tensión existente en la Iglesia entre santidad y demonismo. La tercera, finalmente, es la aguda contraposición que media entre los dos teólogos que encarnan la lucha mutua de las dos grandes Órdenes españolas, dominicos y jesuitas: Molina como iniciador del molinismo jesuítico (1535-1600), y Báñez como fundador del tomismo especial de los dominicos (1528-1604): símbolo de la profunda tensión metafísica que hay en lo cristiano entre la actividad absoluta de Dios y la libertad humana. En estas tres correlaciones queda asumido con todo rigor y de modo positivo y autónomo el tema de la Reforma: el problema planteado por la alternativa entre lo sacro y lo profano, la Iglesia no santa y el Dios santo, el carácter absoluto de Dios y el obrar humano. Pero aparece sin protesta y sin tragicismo, con una implacable claridad objetiva y un reposo de eterna objetividad, en una actitud de entrega plena a las cosas y a las ideas, sin la tendenciosidad propia de lo humano. Y precisamente por ello, se afrontan aquí riesgos casi mortales, sin atender al resultado, éxito o fracaso, y siempre en disposición de sacrificar la propia personalidad en aras de la claridad y rigor de las ideas defendidas.


De modo análogo, fue en medio de un silencio majestuoso como Carlos V (1500-1556) y Felipe II (1527-1598) supieron tener en sus manos la suerte de casi todo el mundo: entregados por completo como políticos implacables al juego realista de las cosas del mundo, y, sin embargo, no sólo preparados en todo momento a sacrificarlo todo por el más mínimo detalle de la Fe, sino alejados del mundo en medio de la política del mundo, como se ve por el hecho de Carlos renuncie voluntariamente al cetro para ingresar en un convento, y que Felipe II dirija desde el ‘Monasterio’ de El Escorial los destinos del Viejo y del Nuevo Mundo.


Así es como Francisco de Borja, el amigo de Carlos V y paternal consejero de Felipe II, lleva en sí la herencia de la más demoníaca de las grandes familias: Alejandro VI, el más famoso de los malos Papas, a quien azotó el rostro el fuego pasional de Savonarola; César Borgia, el modelo del Príncipe de Maquiavelo y de sueño nietzscheano del ‘No-Hombre’ y el ‘Súper-Hombre’; Lucrecia Borgia, en la que una leyenda de siglos (si bien desmedida) ha visto el tipo de mujer desatada y cruel. Dotado de esta herencia, Francisco de Borja, bisnieto y sobrino segundo de estos tres, llegará a ser el santo en el cual el fuego de la pobreza, renuncia y penitencia franciscanas luchará con el espíritu de Ignacio de Loyola, del cual será tercer sucesor como general de la Compañía de Jesús.


Así es, finalmente, como las dos grandes Órdenes españolas, dominicos y jesuitas, se convierten, en esa misma época, en expresión clásica de su mutua rivalidad, hasta los extremos de la disputa sobre la gracia, que, con sus doscientos años de duración (1582-1748), hizo sucumbir, incluso físicamente, a sus mayores teólogos y entregó a la Iglesia a la labor disolvente de los enciclopedistas, y a través de ellos a la Revolución francesa. Melchor Cano (1509-1560), el genial teólogo dominico, creador del primer método teológico propiamente tal y teólogo de Carlos en el Concilio Tridentino, luchó durante toda su vida con inquebrantable pasión contra la recién fundada Compañía de Jesús (en cuya diferenciación del tipo monástico veía una señal del ‘Anticristo’). Báñez, largo tiempo confesor de Teresa de Ávila, en sus Scholastica Comentaria convirtió la doctrina de Santo Tomás de Aquino, el gran maestro de la Orden Dominicana, en una doctrina de la voluntad mayestática y absolutamente eficaz de Dios (en la praemotio physica); y rivalizando con él, el jesuita Molina subrayó en dicha doctrina de Santo Tomás el hecho de la supervisión mayestática divina todas las posibilidades de la creación (en la scientia media). De tal modo que desde ahora para siempre aparecerá dentro del gran Aquinate mismo la extrema tensión que subyace en la concepción cristiana, y por tanto, la tensión extrema que se da en general en lo creado entre el carácter mayestático y absoluto de la determinación y la infinidad de las posibilidades. Finalmente, el jesuita Suárez, en lucha al mismo tiempo con la teología dominicana, las autoridades eclesiásticas y su propio hermano de hábito Vázquez, transmitió en toda su amplitud esa tradición a través de sus Disputationes metaphysicae a la metafísica escolar de Alemania, de la cual (como demuestran las investigaciones de Heinz Heismoeth y Max Wundt) se deriva toda la problemática de Kant y el Idealismo alemán.

Así, de hecho, el tipo religioso de España como teolegúmeno se da de un modo semejante a como aparecen los Hombres como portadores de lo teológico en las obras teatrales de Calderón (1600-1681) y pierden en los cuadros del Greco sus formas naturales, para convertirse en afiladas llamas del fuego de esta teología. Así como en la Reforma lucha todo un pueblo irritado y desesperado con la abismal profundidad de Dios, hasta aparecer en la figura de Fausto como un ser entregado a la búsqueda en pacto con el diablo, en la España de ese tiempo todo un pueblo se arroja al fuego de la Verdad y el Amor divinos, hasta aparecer en la figura de Don Quijote como ridículo caballero de un tiempo pasado y despreciado. 

IV. Teolegúmeno de servicio y fuego a la par, frente a frente a la dialéctica de la Reforma

Aquí resalta la imagen verdadera del teolegúmeno español. Su estructura histórica, tal como la hemos diseñado, se transparenta en un tipo suprahistórico. Radica primeramente en el hecho de que la época clásica de España esté caracterizada por un severo estilo de ‘Majestad’ (que de Carlos V a Felipe II se convierte casi en un mito) y por su apasionado estilo de ‘fuego’ (tal como resalta en Ignacio de Loyola y Francisco Javier, Teresa de Ávila y Juan de la Cruz). Cada uno de estos estilos llega a su punto de máximo desarrollo, e incluye en sí al otro (al modo como el estilo ‘mayestático’ caracteriza el lenguaje de los Ejercicios y el de los escritos de Santa Teresa, y como, a la inversa, en el espíritu de Felipe II arde el espíritu de Santa Teresa). No es que el estilo ‘mayestático’ mitigue el estilo ‘fogoso’, sino más bien que la acerada y casi rígida severidad de la ‘Majestad’ se convierte ella misma ‘fuego’ encendido. La entrega total servicio es plenitud de amor. Es lo que expresa El Greco en estilo pictórico: los Hombres son a la par severidad inaccesible y llamas de fuego.

En segundo lugar se manifiesta en el hecho de producir la época clásica de España los dos teólogos en los que se formula el máximo contraste interno de lo metafísico, y con tal radicalidad que la Iglesia durante dos siglos (en la disputa de la gracia) agota sus fuerzas en ello, y al fin todo en vano: es la lucha entre el molinismo jesuítico y el bañecianismo dominicano. La dirección molinista acusa a sus contrarios de calvinismo embozado, es decir, de subrayar hasta tal extremo la voluntad soberana y omnidispositiva de Dios, que llega a aparecer como un destino inflexible. La dirección bañeciana, a su vez, dirige a sus contrarios el reproche de un nuevo pelagianismo, es decir, de subrayar hasta tal punto la amplitud inexhausta de las posibilidades puramente fácticas de la decisión humana, que todo parece depender en última instancia de una mutuamente estos modos de pensar, el uno fundado en una idea de ‘destino’ sordo y acerado, y el otro basado en una concepción de la ‘libertad’ como algo inabarcable e indeterminable. En el modo como intentan ambas teologías vincular la determinación y la libertad, se revela (vistas las teorías al trasluz para adivinar la estructura subyacente a sus características peculiares) que también aquí se interrelacionan ambos estilos, sin restarse fuerza mutuamente ni limitarse. La teología de Molina nos habla de un Dios que determina con soberanía los destinos humanos, que este teólogo subraya como ningún otro. La teología de Báñez, sin disminuir la libertad humana, hace que sea ésta actuada por el poder determinante de Dios. Es la severidad del destino, que se manifiesta como libertad ilimitada. Es la libertad sin límite, que se revela en la severidad del destino. Es de nuevo lo que revelan los cuadros de El Greco: la libertad desatada que casi hace saltar en pedazos las formas estilísticas y que, sin embargo, es dominada internamente por una segura orientación unitaria.

 El Greco, El martirio de San Mauricio, 1580-1582.

Se revela en tercer lugar, a través de la circunstancia singular de que toda esta época parece por una parte sacrificar totalmente lo humano cambiante a una pura objetividad (en el servicio cortesano español, que constituye el trasfondo del primado de la idea de servicio en los Ejercicios, e incluso en la espiritualidad carmelitana, vista en su más profundo sentido), y aparece, por otra parte, bajo el signo de la aventura en toda su pureza (como se ve por el hecho de que los conquistadores y misioneros se entreguen a lo desconocido, que Ignacio de Loyola comience su vida de santidad con la apasionada aventura de la defensa de Pamplona, y que en los Himnos de San Juan de la Cruz resplandezca verdaderamente la ‘aventura santa’). Se trata de una objetividad que llega hasta la rigidez del puro ceremonial. Se trata de aventuras que llegan a parecer, a veces por voluntad de los interesados, ‘rídiculas locuras’ (como sucede con los Ejercicios, que parecen ser una norma o programa de servicio, y tienen, sin embargo, como centro la ‘tercera forma de humildad’, el ‘pasar como necios y locos por Cristo’, en extrema cercanía al símbolo de Don Quijote). Aquí resalta con extrema claridad que estos contrastes no se limitan mutuamente, sino se implican. Y éste es el sentido de que la España clásica haya sido convertida por la Edad Moderna en caricatura, en la cual la objetividad aparece como locura y la locura como objetividad.

Pero también se revela aquí que esta contraposición no es simple dialéctica, al modo como la mentalidad alemana admite que la vida está formada por contrastes, para unirlos inmediatamente de modo dialéctico. Para la dialéctica alemana es característico el haber recibido su forma más perfecta en Hegel, como movilidad viviente del espíritu. Para el español en cambio, la dialéctica no es sino la lucha por la verdad objetiva. La teoría alemana de los contrastes se enrosca en sí misma, para convertirse en una vida de búsqueda infinita. La actitud del español ante los contrastes consiste propiamente en desbordarse a sí mismo, en alejarse incluso de todo lo humano y personal para acceder a lo objetivo. El ritmo de la actitud germana ante los contrastes es el ritmo interno del Hombre, y así Lutero, Goethe, Nietzsche representan la autofinalidad de lo demoníacamente genial. El ritmo de la reacción española ante los contrastes viene dado por el modo súbito y sin embargo discreto, de sacrificar la personalidad sin contemplaciones, al modo como Carlos V, Felipe II, Ignacio de Loyola y Juan de la Cruz viven sometidos a un mismo reservado silencio. La actitud de alemanes y españoles ante el problema de los contrarios tiene de común que ninguno de ellos posee una solución. Pero este ‘acorde rasgado’ significa para el espíritu germano la voluntad de pervivencia del ‘Hombre infinito’, y para el hispano el crujir de las llamas en las que el Hombre consumó su sacrificio.

Así, resumiendo, podemos decir que teolegúmeno es la voz adecuada, pues en todo lo humano sólo Dios tiene la ‘palabra’ definitiva (theos legei logon).

Tomado de: Erich Przywara, SJ, ‘Teolegúmeno español’, en Id., Teolegúmeno español y otros ensayos ignacianos, trad. Alfonso López Quintás, OdeM, Madrid, Guadarrama, 1962. pp. 19-37. 

martes, octubre 15, 2013

Contra Francisco (réplica a Lucrecia Rego de Planas)


La vida da muchas vueltas y, luego de leer esta carta, crítica con el Papa Francisco, no he podido sino acordarme de otra similar que comenté ha algunos años. Aquélla la escribió un jesuita egipcio, el padre Henri Boulad, SJ, a Benedicto XVI, titulada de manera un tanto alarmista ‘La Iglesia en el abismo’. El tono era igualmente filial y ponía por delante la franqueza de quien ama y se ve llamado a la corrección fraterna:   
‘Santo Padre, me atrevo a dirigirme directamente a Usted, pues mi corazón sangra al ver el abismo en el que se está precipitando nuestra Iglesia. Sabrá disculpar mi franqueza filial, inspirada a la vez por “la libertad de los hijos de Dios” a la que nos invita San Pablo, y por mi amor apasionado por la Iglesia’.
 La materia ‘crítica’, sin embargo, era todo lo que el Papa Ratzinger representaba, la ‘restauración’ de las viejas formas y el giro a la ‘derecha’ del Papado, que es lo que la la señora Lucrecia Rego de Planas, exdirectora de www.catholic.net aplaudió en su momento y ahora añora: 
‘El lenguaje de la Iglesia es obsoleto, anacrónico, aburrido, repetitivo, moralizante, totalmente inadaptado a nuestra época. No se trata en absoluto de acomodarse ni de hacer demagogia, pues el mensaje del Evangelio debe presentarse en toda su crudeza y exigencia. Se necesitaría más bien proceder a esa “nueva evangelización” a la que nos invitaba Juan Pablo II. Pero ésta, a diferencia de lo que muchos piensan, no consiste en absoluto en repetir la antigua, que ya no dice nada, sino en innovar, inventar un nuevo lenguaje que exprese la fe de modo apropiado y que tenga significado para el hombre de hoy’.
Denunciaba, por ejemplo: 
‘En el plano moral y ético, los dictámenes del Magisterio, repetidos a la saciedad, sobre el matrimonio, la contracepción, el aborto, la eutanasia, la homosexualidad, el matrimonio de los sacerdotes, los divorciados vueltos a casar, etcétera, no afectan ya a nadie y sólo producen dejadez e indiferencia. Todos estos problemas morales y pastorales merecen algo más que declaraciones categóricas. Necesitan un tratamiento pastoral, sociológico, psicológico, humano... en una línea más evangélica’… 
 ¿Qué duda cabe de que ‘los extremos se tocan’ es más bien una tautología y no un mero lugar común?


Ahora bien, podría ahorrarme enteramente estas líneas y descartar, con un adhóminem, todo lo que tenga que decir esta señora (‘mojigata’, sugirió uno de mis amigos), cuyas ‘filias’ coinciden casi por entero con mis ‘fobias’ y porque me parece la típica católica ‘mocha’ (en el peor sentido, de moralista e ideológicamente fanática), que, a base de medias verdades (mal entendidas y esgrimidas como consignas), cuela mosquitos y se traga camellos enteros. Veamos, si no: 
‘Estoy plenamente segura de que Nuestro Padre [Marcial Maciel] recurrió a ese sacramento [la penitencia] y que ahora está en la Gloria de Dios, no por sus pecados (que deben haber sido muchos) sino por las innumerables buenas obras que realizó durante su vida en bien de la Iglesia y las almas. Sé que muchos se retirarán avergonzados al conocer los pecados de Nuestro Padre. Yo me quedo aquí, con los que queden, para continuar la hermosa obra que inició el P. Maciel, defendiendo nuestro carisma fundacional, para que no se pierda nada de todo lo bueno que él nos dejó en herencia. Soy “la otra hija del P. Maciel” y, aunque no soy noticia, a él, mi padre (“Nuestro Padre”), sólo le debo (al igual que ayer y que siempre) un gran respeto, una venerable admiración, un profundo cariño filial y un sincero y enorme agradecimiento. ¡Que Dios lo guarde en su Gloria!’. 
Creo que ese párrafo se comenta solo y que su silencio sobre el dolor objetivo de las víctimas y la relativización del mal institucional son harto elocuentes, como en su nueva carta, donde brillan por su ausencia los ídolos más sanguinarios de este mundo, los pobres sacrificados a ellos y la complicidad eclesial…

Para cartas o artículos más inteligentes, críticos con el Papa, está la carta de Javier Sicilia a Benedicto XVI o el devastador y bien informado —aunque no por ello culpable de menos tergiversaciones papistas— artículo, ‘Un mensaje líquido’, contra Francisco de Piero di Marco. En fin, si la comento detalladamente es por quién me la envió y porque es un buen pretexto para dialogar y dar algunas razones de nuestra esperanza (en Francisco, la Iglesia, el Cristo o, de perdida, la Humanidad).  

Abre la carta ‘sacando el cobre’, dejando entrever su ignorancia y sus conceptos cuasi heréticos acerca de la dignidad y la naturaleza del servicio ministerial. Si seguimos el imprescindible librillo de José Ignacio González Faus, SJ, Herejías del catolicismo actual (Madrid, Trotta, 2013), la señora Lucrecia incurre claramente en clericalismo y, por supuesto, divinización del Papa, aunque yo intuyo que, en el fondo, ha de haber un neodocetismo o neonestorianismo que deduce la dignidad del sacerdocio a partir de un concepto extrabíblico de Dios.

¿Cómo, si no, alguien podría responder a la calidez del arzobispo de Buenos Aires, que le dice: ‘Niña, decime Jorge Mario, que somos amigos’, con turbación e indignación, ‘asustada’ [sic]: ‘¡De ninguna manera, Sr. Cardenal! ¡Dios me libre de tutear a uno de sus príncipes en la Tierra!’. Más todavía, cuando, a continuación, sí se cree capaz de tutear al obispo de Roma: ‘Ahora, en cambio, sí me atrevo a tutearte, pues ya no eres el Card. Bergoglio, sino el Papa, mi Papa, el dulce Cristo en la tierra, a quien tengo la confianza de dirigirme como a mi propio padre’. 

Raya en lo grotesco que la señora, torpemente, llame ‘príncipes de Dios’ a los ‘príncipes de la Iglesia’ (que no son lo mismo, según creo) y que les confiera una dignidad nobiliaria o regia que, fuera del contexto medieval y tempranomoderno, ya no tienen: su eminencia les viene de una misión particular de servicio al obispo de Roma (por ello se incorporan al clero de esta diócesis) y, por su medio, a la Iglesia. Se trata de príncipes no en un sentido mundano (vaya, ni siquiera para la nobleza feudal se trataba de la pura dignidad por la dignidad, sin la perspectiva cristiana del servicio), sino de que son los primeros dispuestos a dar y gastar la vida entera en el cumplimiento de la misión que se les ha encomendado: la de ser colaboradores directos del Papa o pastores de sus diócesis (evangelizadores en cualquier caso, lo que significa hacer presente al Señor que ha llamado ‘amigos’ a los suyos: Jn XV, 15). Ya mejor ni mencionar lo del ‘dulce Cristo en la Tierra’ (pues me pone los pelos de punta como a cualquier protestante u ortodoxo), que deja de lado el más importante título de los pontífices: ‘Servus servorum Dei’… a ello volveré más adelante.   

Lo siguiente bien puede ser comentar algo sobre su genuino sufrimiento. Es totalmente legítimo indignarse, confundirse, contrariarse o hasta enojarse con quien uno ama, por nuestra carne débil o por un mal que percibimos o se nos ha hecho. Vaya, ni Dios mismo se salva de que, las más de las veces, no seamos como Job y resistamos el imprecarle y blasfemar (creo, incluso, que una fe que no duda y lucha contra Dios, como Jacob, ni pretende escrutar de alguna manera el doloroso Misterio no es una fe sana, pues tiene certezas propias de una doctrina ideológica y no las de un amor esperanzado, libre y gratuito). Por supuesto, la Iglesia no está en una mejor posición; ni mucho menos el Papa. Uno puede y debe indignarse con las fechorías de los cristianos (empezando por las propias, claro) y, más aún, con las de aquellos que por su ministerio o vocación están obligados a dar testimonio y velar por otros. Un buen católico es quien puede decir que Julio III fue tan sucesor de Pedro y ‘Su Santidad’ que San Pío V lo mismo que aceptar que era un pillo y un corrupto. 

Ahora bien, algo parecido sucede cuando, en una Iglesia que se dice universal y en medio de la vida cristiana in via (viendo las cosas como a través de un cristal, borrosamente y a medias), caben tantas experiencias e ideas (en todo lo que no sea explícitamente dogmático) como personas. Los Papas, humanos como son, viven su ministerio desde su humanidad finita y precaria: sus vicios y virtudes, al igual que su lengua o su cultura, son apenas unas entre otras tantas. Eso hace que todo lo que son, hacen o dicen sea, irremediablemente, parcial, lo cual no significa que aquello que no puedan abarcar con su persona, obras o palabras quede, ipso facto y ex cathedra, excluido. 

Vaya, ni siquiera Jesús de Nazaret mismo agota lo humano: su vida humana es redentora en tanto que plena (es decir, que realiza la vocación primigenia, perfecciona la naturaleza original y realiza el ergon proprium de todos los seres humanos: amar hasta el extremo de amar como Dios)  y no en tanto que concreta. Por eso se le sigue, no se le imita. De lo contrario, nadie podría ser un buen cristiano como no fuera siendo un carpintero de un pueblucho galileo del siglo I metido a profeta… 

El punto es que es pedirle demasiado a un hombre ser todo para todos (como exigirle al profesor Ratzinger tener la soltura y la presencia del actor Wojtyła). Nadie puede, y mucho menos debe, ser monedita de oro para caerle bien a todo el mundo y satisfacer todas las expectativas de todos. Habrá Papas, como hay santos, con quienes nos identifiquemos, que nos caigan simpáticos o que nos confronten profundamente, al grado de generarnos rechazo, turbación o hasta dolor. Cosas que, repito, pueden ser incluso legítimas: San Pío de Pietrelcina puede repugnarme con sus estigmas y exorcismos, lo cual significa que, como cristiano, he de dejarme interpelar humildemente por el testimonio (sancionado por el magisterio ordinario de la Iglesia que lo ha canonizado) de lo sobrenatural y lo demoníaco, a la vez que, como cristiano también, no estoy obligado a imitar su vida mística ni a meterme de exorcista. En efecto, el cristianismo, en tanto universal, acepta el principio de no contradicción; es más, lo requiere, si es que la humanidad plena de Jesús de Nazaret que ofrece como modelo ha de concretarse en cualquier lugar, circunstancia y persona concretas…(tanto hace falta aprender teología de Tomás de Aquino como, cuando haga falta, barrer pisos alegremente, como Martín de Porres).

Por ello, se puede, en efecto, disentir del Papa. Y no sólo en  lo que tenga que decir de sus gustos personales (¿o ya es dogma el gusto ratzingueriano por los gatos o la afición bergogliana por el San Lorenzo?), sino incluso en su forma personal y pastoral de vivir y entender la fe. Aunque, en efecto, lo que diga y haga el Papa no puede serle indiferente a un católico, no lo obliga a menos que haya una explícita norma o doctrina ex chathedra (de magisterio extraordinario, ordinario o auténtico). Con lo que se puede estar en la Iglesia y estar en desacuerdo con el Papa a la vez, como Pablo o Catalina de Siena, que estaban en desacuerdo (y correctamente) con el Papa y le plantaron cara a Pedro y a Gregorio XI, respectivamente. 

El problema real es que esta señora, como tantos otros de su línea, es que no estaban acostumbrados a que, papistas como son, el Papa no les dé la razón y aun se atreva a espetarlos e incomodarlos. Además, resulta que ahora tampoco se pueden hacer de oídos sordos, porque les hablan específicamente a ellos: ya no pueden echar bajo la alfombra la Sollicitudo rei socialis y dedicarse a blandir en exclusiva la Evangelium vitae; ya también les piden portarse bien no sólo en los temas de bragueta, sino, sobre todo, en los del bolsillo. Ahora saben cómo se han (nos hemos) sentido con Benedicto XVI los que suscribimos no dogmas distintos (pues no seríamos católicos), sino interpretaciones y formas distintas de lo cristiano (y de lo católico). Por supuesto que esta señora jamás hubiera alzado la voz para denunciar la indignación de teólogos condenados y ‘represaliados’ injustamente, la marginación de los divorciados vueltos a casar o el dolor irreparable de los abusados sexualmente (en este caso, al contrario: ha ponderado y alabado a un demoníaco depredador como Maciel). Y entiéndaseme bien: no estoy diciendo, ni de cerca, que sean equivalentes los sufrimientos de la censura a Boff y la crítica a los que cuentan oraciones, la intervención de las carmelitas descalzas y la amonestación de los franciscanos de la Inmaculada, los abusos litúrgicos que los abusos sexuales y de poder… El único que, si le da la gana, puede meter todos los males, pequeños y grandes, en el mismo saco, es Dios... yo no. 

En fin, volvamos a la carta, a que le ‘llamaba la atención’ y le ‘desconcertaba que nunca hacía las cosas como los demás cardenales y obispos’. Claro que ni por error le pasa por la cabeza (pues cree que los jerarcas católicos son, en efecto, dignatarios y príncipes) que a quien hay que reprender no es al jesuita Bergoglio, sino a la mayoría de obispos que no vive, al menos, sencilla y modestamente, ya no digamos con pobreza pura y dura, tal como escribió Juan Pablo II: ‘En la vida del Obispo debe resplandecer la vida de Jesús y, por tanto, su obediencia al Padre hasta la muerte y muerte de cruz (Flp II, 8), su amor casto y virginal, su pobreza que es libertad absoluta ante los bienes terrenos’ (Pastores gregis, 18). Cosa que no dijo, por cierto, como un consejo, sino como ‘una de las condiciones necesarias, en la situación actual, para llevar a cabo un fecundo ministerio episcopal’ (PG, 20). ‘Por tanto’, continúa Juan Pablo II,
‘el Obispo, que quiere ser auténtico testigo y ministro del evangelio de la esperanza, ha de ser vir pauper. Lo exige el testimonio que debe dar de Cristo pobre; lo exige también la solicitud de la Iglesia para con los pobres, por los cuales se debe hacer una opción preferencial. La opción del Obispo de vivir el propio ministerio en la pobreza contribuye decididamente a hacer de la Iglesia la “casa de los pobres”’ (PG, 21).



Lo peor es que su consternación es la típica de los fariseos y católicos biempensantes de siempre, a quienes el soplo del Espíritu (que remueve, confronta y problematiza) incomoda. Quizás no les falta razón buena parte de las veces, pues la realidad es difícil, las tentaciones abundan y los hijos e hijas de Adán no cambian a menudo. La prudencia y la sensatez (tan características de la vejez, que, por fortuna, es condición indispensable de la jerarquía eclesiástica) son necesarias para conservar lo que ha sido dado en custodia (como la Tradición y el depositum fidei), pero en exceso esclerotizan las venas vivas de la comunidad creyente y petrifican las instituciones del pasado, dificultando o ahogando el anuncio necesariamente dinámico del kerigma. En el peor de los casos, hasta se convierten en cinismo, como el del Gran Inquisidor de Dostoievski. O, para no ir tan lejos, en los nazarenos, que quieren despeñar a Jesús porque no soportaron su presunción mesiánica. O en tantos Hombres a lo largo de la Historia, que han vituperado, perseguido y asesinado a los santos por su humanidad plena, que evidencia nuestra infidelidad y denuncia sin palabras nuestra felicidad frustrada. 

¿Qué decía y qué provocaba la mera presencia del mendigo de Asís en la basílica de San Pedro? ¿No acaso una de las mayores críticas al franciscanismo ha sido su soberbia pretensión de vivir sin nada, como los pajarillos y los lirios, más allá de la economía, la comunidad política, el Estado, el derecho, la institución eclesiástica? Mas ¿quién, en su sano juicio, se atrevería a afirmar que Giovanni di Bernardone hubiera debido obedecer, con humildad, a su padre, no armar lío y quedarse en casa (ya bastante convulso estaba el siglo XIII)? Como Lucrecia con Francisco de Roma, ¡cuánta gente deber de haber exclamado para sus adentros (o entre ellos): ‘Uf… ¡qué ganas de llamar la atención! ¿por qué no, si quiere ser de verdad humilde y sencillo, mejor se comporta como los demás… para pasar desapercibido?’! ¡Qué pretencioso y soberbio el Poverello, queriendo convertir al sultán de Egipto él solo, intentando un novedoso y radicalísimo estilo de vida! ¿Quién se creía, un alter Christus? ¡Malditas ganas de llamar la atención y revolver las aguas de la aletargada y mediocre Cristiandad! Pero, de nuevo, su problema, en realidad, es que crea que el común de los obispos, solos o en grupo, pasen desapercibidos de alguna manera con sus trajes talares, anillos, escolta clerical, títulos y reverencias, camionetas… y que el problema sea la ‘vanidad’ de viajar en autobús, cargar la propia maleta e ir por la calle como un hijo de vecino del montón

Lo de la genuflexión… no veo por qué habría de ser más o menos devoto Jorge Mario Bergoglio (¿quién honesto se atrevería a achacarle falta de espiritualidad o frivolidad en su fe?) por no haber convertido la devoción eucarística en el fetiche de los católicos de siempre, que hacen reparaciones y fundan congregaciones religiosas porque se derramó la Sangre de Cristo y un par de migajas de Su Cuerpo, mientras que les trae sin cuidado el sacrilegio perpetuado con los indigentes, sidosos, niños de la calle o las indígenas que sirven en sus casas con salarios miserables (todos ellos, verdaderos Vicarios de Cristo, con tanta o más Presencia Real que en las especies consagradas, según sentencia Mt XXV). ¿Cuándo doña Lucrecia, y ojalá me equivoque, se hincaría ante un presidario o besaría los pies de un leproso? (véase otra herejía que señala González Faus: falsificación de la Cena del Señor). Ah, y jamás se le ocurrió que el padre Jorge (¡perdón, Su Santidad!) pueda tener problemas de ciática, ácido úrico o reumas (nomás hay que verlo caminar)… ¡pero no es pretexto: ya Juan Pablo II definió, infaliblemente, que el deterioro físico no exenta de los deberes de oficio (salvo al emérito Benedicto XVI, que se autoeximió del Papado vitalicio)!

Por supuesto que en su visión apocalíptica (rayana en lo maniquea), de un mundo podrido (como lo tildó otro defensor a ultranza de Maciel, el impresentable cardenal Castrillón Hoyos) en guerra contra una Iglesia de buenos (aunque pecadores, como Maciel), un Bergoglio que intenta hacerse todo con todos, compartiendo lo que tiene de universal su humanidad (a través de la caridad, del contacto vis-à-vis), no es sino un fantoche que quiere caerle bien a todo el mundo. Como Juan Pablo II, que lo mismo estrechó la mano de Pinochet que de Castro, de Reagan que de Gorbachiov, y, en consecuencia, fue tachado de fascista por los tirios y de comunista por los troyanos... 

¡La misma moralina que los peores críticos de la rancia izquierda eclesial y secular (que, seguramente, doña Lucrecia aborrece), que quisieran un nuevo Syllabus de errores y excomuniones de todos los villanos, según la ideología de unos o de otros! Podría apostar que si el cardenal Bergoglio sólo hubiera dado discursos contra el aborto y no hubiera bendecido a las feministas pro-choice de la Plaza de Mayo, si sólo hablara contra los masones y no brindara con ellos, si sólo defendiera la liturgia y no se entremezclara con las comunidades de base… ella no tendría pero alguno que ponerle (quería un Cipriani en Buenos Aires como ahora anhela un Benedicto XVII o un Pío XIII en Roma que excomulgue a Casaldáliga y a Boff y llame a una nueva Cruzada... contra el matrimonio gay o algo así, que no creo que el hambre o la trata de personas esté al principio de su lista de prioridades).    

Las perlas siguen apareciendo en su carta: ‘Cuando te vi salir al balcón, sin mitra y sin muceta, rompiendo el protocolo del saludo y la lectura del texto en latín, buscando con ello diferenciarte del resto de los Papas de la historia, dije sonriendo preocupada para mis adentros: “Sí, no cabe duda. Se trata del cardenal Bergoglio”’. ¿El ‘resto de los Papas de la Historia’? ¡Si esta mujer cree que San Pedro, San León Magno y Julio II todos usaban la misma ropa y el mismo protocolo, bajado del Cielo por, literalmente, una paloma blanca! ¿Por qué no reclama con el mismo ahínco que Juan Pablo II haya roto el protocolo al dar un discurso y no sólo la bendición o que Benedicto XVI haya salido con un suéter de viejito debajo de sus correctas vestiduras (ambos, por cierto, tampoco salieron con mitra al balcón, porque no viene al caso)? ¿Acaso espera la sede gestatoria y la tiara, que creerá han llevado ‘todos los Papas de la Historia’? ¿O se le olvida que todo ello es instrumental, que ha de remitir, mediante símbolos culturalmente variables, a otra cosa, y que se debe quitar cuando su significado se torna ininteligible o hasta negativo (como la tiara)? 
 
Por supuesto que deja sentir su cariño y admiración, así como su ‘identificación extrema’ con Benedicto XVI, porque en él halla todo lo que hay que creer, que, curiosamente, coincide casi al dedillo con lo que ella cree, especialmente la nociva tradición agustiniana de la corrupta ciudad terrenal, en terrible y violenta guerra cultural contra la Civitas Dei (que, obviamente, se identifica con la Iglesia o, si acaso, la gente decente: los de Dios, Patria y Familia... una, grande y libre...). Luego de su renuncia (que, me atrevo a decir, justifica por su admiración acrítica a Benedicto, aun en contradicción con lo que se deduciría de su extrema papolatría: ‘los dulces Cristos en la tierra’ y los ‘Jefes Supremos de la Iglesia’ —que no sé de dónde saca no renuncian), se vió ‘abandonada en medio de la guerra, en pleno terremoto, en lo más feroz de un huracán’ (aquí se tropieza con su propia frívola lengua: ¿con qué cara se atrevería a usar tan tremendas palabras si tuviera enfrente a los cristianos perseguidos de Egipto o Siria, a las mayorías miserables de América Latina, a los inmigrantes ahogados de Lampedusa, a los millones de parados en el ‘Primer Mundo’?). 

Y en eso, llegó Francisco, más preocupado, según ella, en atraer los reflectores sobre sí mismo que en los asuntos relevantes del Papado: mandar el ‘ejército’ y, ‘con fuerzas renovadas, continuar los pasos en la lucha intensa que su predecesor venía librando’ (guerra, por supuesto, hacia fuera: jamás contra el Satanás incrustado en la Curia o en las redes de abuso sexual, corrupción y tráfico de influencias vaticanas, como las del ‘Padre’ del Regnum al que pertenece). 

Recurre, entonces, a una táctica del moralista que tira la piedra y esconde la mano: el patetismo: ‘debo decirte que también he sufrido (y sufro) con muchas de tus palabras, porque has dicho cosas que las he sentido como estocadas en el bajo vientre a mis intentos sinceros de fidelidad al Papa y al Magisterio’. Porque, por supuesto, la infidelidad y las malas acciones siempre están en los otros: que los divorciados vueltos a casar, los gays, los teólogos de la liberación sientan las estocadas al bajo vientre de los Papas, que para eso están: para excomulgar a los primeros, imponer celibato a los segundos y censurar a los terceros. A los católicos fieles al Magisterio y de buenas costumbres no se les critica, ¡y menos el Papa!
Continúa: ‘Mi grave problema es que he dedicado gran parte de mi vida al estudio de la Sagrada Escritura, de la Tradición y el Magisterio’. Pues no se nota… O será que ha estudiado sólo una serie de textos filtrados por la más pura ortodoxia, colecciones de consignas apologéticas (¿Ricardo de la Cierva?), manuales que resumen verdades supuestamente perennes y encíclicas (mal leídas) por montones. Si hasta ha de dormir con el (¿compendio del?) Catecismo bajo la almohada (el Código de Derecho Canónico es demasiado pedirle, de seguro). Con semejante (de)formación (macielina, por supuesto, que prostituyó la ortodoxia para granjearse las simpatías de los príncipes de este mundo y para no llamar la atención y ocultar mejor sus crímenes), resulta obvio que crea que el Papa, nada menos, pone en cuestión las bases de su fe… Y, además de ejemplos, quizá no le falte razón: el Papa está haciendo su trabajo y, como pastor que es, está acarreando de vuelta al redil a una oveja perdida... en el papismo... Si no me creen, lean las palabras del arzobispo cismático Bernard Fellay, cabeza de los lefebvristas, que declaró sin tabujos que ‘seguir a Bergoglio pondría en peligro nuestra fe’.

‘No puedo aplaudirle a un Papa que no hace la genuflexión frente al Sagrario ni en la Consagración como lo marca el ritual de la Misa, pero tampoco puedo criticarlo, pues ¡es el Papa!’. Más allá de las purificaciones rituales que demanda nuestra farisea, ¿quién le dijo que, por muy Papa que sea cualquiera, no se puede criticar lo que haga de mal (me refiero a algo verdaderamente importante, como un asesinato o el ambiguo silencio durante un genocidio, no si pronunció mal el ángelus)? 

Y sigue exagerando:
‘No puedo sentirme feliz de que hayas eliminado el uso de la patena y los reclinatorios para los comulgantes; y menos me puede encantar que no bajes nunca a dar la comunión a los fieles, que no te llames a ti mismo “el Papa” sino sólo “el obispo de Roma”, que no uses ya el anillo de pescador, pero tampoco puedo quejarme, pues ¡eres el Papa!’.  
¿Eliminar la patena y los reclinatorios? ¿Dónde está el motu proprio que lo prohíbe? El Papa y el ceremoniero pontificio están ya grandecitos para prescindir o restaurar, según tiempos, lugares y personas, de cuantas rúbricas y elementos litúrgicos crean necesarios para las celebraciones de la diócesis de Roma (sí, señora, el Papa es el Papa porque es obispo de Roma, pues el primado le viene de la sede petrino-paulina y del Espíritu Santo actuando en la Historia; no de ningunas llaves mágicas de manos del Nazareno). Los obispos locales, con su plena potestad (que tan apóstoles eran Bartolomé y Tadeo como Pedro), ya verán qué conviene o no para sus respectivas diócesis, según la Tradición y las necesidades concretas. También dice falsedades: Francisco no ha dejado de usar el anillo del Pescador, sino que adoptó uno de oro platinado, más sencillo, idéntico al de Pablo VI.



Lo siguiente raya en lo sublime: 
‘No puedo sentirme orgullosa de que le hayas lavado los pies a una mujer musulmana en el Jueves Santo, pues es una violación a las normas litúrgicas, pero no puedo decir ni pío, pues ¡Eres el Papa, a quien respeto y le debo ser fiel!’. 
Fiel al Papa, ante todo, pero ¿y al solo Señor, Cabeza, Roca y único Jefe Supremo de la Iglesia, qué? Ésta, como Pedro, no se hubiera dejado lavar los pies y hubiera sido la primera en reclamar que una pecadora le lavara el pie con áloe y lágrimas al Maestro… ¿Qué está primero, las reglas litúrgicas o el servicio a los pobres? ¿El Papa está para servir (el lavatorio de los pies no es sino el símbolo de ello) única y exclusivamente a católicos varones?

Luego viene lo de los franciscanos de la Inmaculada, que hizo bien Francisco en amonestar (el término ‘castigar’ no creo que lo entienda bien una legionaria…), aun en contra del Summorum Pontificorum y de ‘los Papas anteriores’. Porque tan mala era la prohibición de facto del rito latino extraordinario (con lo que Benedicto XVI acertó al liberalizar su uso) como nefasto es su exclusivismo: las más de las veces, junto con el refinamiento litúrgico, van aparejadas una pastoral sectaria, una teología integrista y un aburguesamiento descarado.

Ella no supo qué pensar ni qué decir, 
‘cuando te burlaste públicamente del grupo que te mandó un ramillete espiritual, llamándoles “ésos que cuentan las oraciones”. Siendo el ramillete espiritual una tradición hermosísima en la Iglesia, ¿qué debo pensar yo, si a mi Papa no le gusta y se burla de quienes los ofrecen?’. De nuevo, y dejando de lado lo pelagiano y nocivo de esa ‘tradición hermosísima’.
¿Qué hay de los espetados, aun con fina ironía, por el cardenal Ratzinger en sus libros entrevista, todos aquellos que, según él, habían malinterpretado el Concilio, entregado el Evangelio al mundo o incurrido en cualquier otra desviación que Su Eminencia juzgaba ipso facto e infalibiliter? Porque hermosísimas tradiciones de la Iglesia, como la inculturación y la teología política, también las había del lado de quienes Benedicto desdeñó y persiguió…  
‘Tengo mil amigos “pro-vida” que, siendo católicos de primera, los derrumbaste hace unos días al llamarles obsesionados y obsesivos. ¿Qué debo hacer yo? ¿Consolarlos, suavizando falsamente tus palabras o herirlos más, repitiendo lo que tú dijiste de ellos, por querer ser fiel al Papa y a sus enseñanzas?’. 
Pues al que tenga oídos para oír y ojos para ver, que entienda, señora. Porque usted no ha entendido nada de lo que dice Francisco. Ni de lo que dice Jesús, pa’l caso. No sólo porque está incapacitada para ver el problema (la Legión se pinta sola para anunciar el Evangelio a una sola banda: protegiendo fetos y olvidándose de las personas una vez que nacen; preocupándose más de la entrepierna de la gente que de sus estómagos, cebados a reventar o encogidos y vacíos), sino porque no sabe lo que es obsesión monomaníaca ni alcanza a ver lo que es reducir el cristianismo a una moral. Ni siquiera tiene el sentido común para reconocer que, de hecho, presentar una ética desprendida de sus fundamentos (la experiencia liberadora y humanizante del Misterio cristiano) es, además de falso, contraproducente, pues lo único que ha provocado la ‘guerra’ (tomando prestadas sus palabras) contra el aborto procurado no es salvar nonatos, sino ahondar las divisiones sociales y agriar el debate público. Una cosa es ser un profeta y otra, muy distinta, el tonto del pueblo, la ciudad o el país.

   
Lo de las solteronas es ya el colmo… porque, muy formada y estudiada según ella, e ignora que la vocación cristiana no es a la soltería, sino a la virginidad (y que tiene que ver, sobre todo, con el testimonio de entrega radical: de pobreza y obediencia, no sólo de castidad). Y que, aunque lo fuera, no es lo mismo soltero que solterón… como no es lo mismo mujer que mujerzuela… Pero leyó lo que quiso y entendió lo que le dio la gana. Si estuviera mínimamente enterada, se habría dado cuenta de que Francisco ha dado, en más de una ocasión, magistrales charlas (no por coloquiales, menos profundas y sabias) sobre el centro de la vida consagrada: la fecundidad espiritual, que es lo que hace ‘padres’ y ‘madres’ a los célibes, solteros y vírgenes.

Su diagnóstico tremendista sobre la Iglesia (muy ratzingueriano, por cierto) la confirma, engañosamente, en sus certezas: 
‘Hace un par de semanas dijiste que “éste, que estamos viviendo, es uno de los mejores tiempos de la Iglesia”. ¿Cómo puede decir eso el Papa, cuando todos sabemos que hay millones de jóvenes católicos viviendo en concubinato y otros tantos millones de matrimonios católicos tomando anticonceptivos; cuando el divorcio es “nuestro pan de cada día” y millones de madres católicas matan a sus hijos no nacidos con la ayuda de médicos católicos; cuando hay millones de empresarios católicos que no se guían por la doctrina social de la Iglesia, sino por la ambición y la avaricia; cuando hay miles de sacerdotes que cometen abusos litúrgicos; cuando hay cientos de millones de católicos que jamás han tenido un encuentro con Cristo y no conocen ni lo más esencial de la doctrina; cuando la educación y los gobiernos están en manos de la masonería y la economía mundial en manos del sionismo? ¿Es éste el mejor tiempo de la Iglesia?’.  
Porque, como tantos otros, jamás tendría la humildad de culpar a la propia Iglesia y sus jerarcas a lo largo de los siglos (Juan Pablo II y Benedicto XVI incluidos) de tan tremenda situación (que es cierta), a no ser, sospecho, a partir de Juan XXIII, Pablo VI y el pernicioso Vaticano II… Y no, no estoy paranoico: excesos litúrgicos no había a la muerte de Pío XII, cuando la masonería no había infiltrado la Iglesia y el sionismo era visto como lo que es: la conspiración internacional de la deicida raza de Judas…

Irrelevantes son los demás ejemplos: ahonda en la misma indignación basada en su ortodoxia recalcitrante (y, por ello, heterodoxa)… sin hacer otra cosa que patalear en el suelo como el hijo fiel de la parábola del hijo pródigo, los viñadores contratados desde temprano y las 99 ovejas bienportadas que se quedan sin pastor que las apaciente (que confirme a los ya convencidos y guíe a los que ya están dentro del redil)... 

Destaca, sin embargo, que haga una crítica pertinente, que, sin intuirlo siquiera, no deja bien parados ni a Juan Pablo ni a Benedicto: 
‘Conocí al cardenal Bergoglio en plan casi familiar y soy testigo fiel de que es un hombre inteligente, simpático, espontáneo, muy dicharachero y muy ocurrente. Pero, no me gusta que la prensa esté publicando todos tus dichos y ocurrencias, porque no eres un párroco de pueblo; no eres ya el arzobispo de Buenos Aires; ahora eres ¡el Papa!’.
¿Quién empezó publicando libros-entrevista y poesías? ¿Quién escribió libros de teología y dictó una cátedra en Ratisbona cual si fuera un profesor universitario como cualquier otro? Yo lo repito una y otra vez: ya suficientemente difícil es discernir el valor vinculante u obligatorio que tienen, para el católico de a pie, el fondo y la forma de las enseñanzas magisteriales diseminadas en numerosos subgéneros documentales (encíclicas, exhortaciones apostólicas, cartas, homilías, instrucciones de congregaciones vaticanas y pontificias comisiones…), como para que, encima, haya que lidiar con libros, entrevistas y hasta charlas de café… (quizá necesarias en nuestra época, no lo sé). 

Claro que un primer paso es tener un poco de sentido común y no creer que cada palabra que sale de la boca del Papa ‘adquiere valor de magisterio ordinario’: eso, además de francamente estúpido, es netamente herético (el magisterio ordinario se refiere a un tipo específico de doctrinas, arraigadas en la Tradición pero no dogmáticas, mientras que nada tiene de magisterio si al Papa le gusta Wagner por encima de Verdi y las aceitunas más que las anchoas…). 

En fin, creo que, desde el principio hasta el final, su problema de base es éste: quiere ser tan católica que más bien es papista, olvidándosele de lo cristiano... Lo mejor es que le va a dar un síncope cuando Francisco la llame y le ordene, como Pontifex maximus que es, bajo santa obediencia: Niña, decime Jorge Mario, que somos amigos’.

G. G. Jolly

sábado, septiembre 07, 2013

‘Ser cristianos en el siglo XXI’ de fray Timothy Radcliffe, OP


Mientras esperaba un vuelo en el aeropuerto de Sidney, el verano pasado, entré en una librería. Ya me gustaría negar que lo que quería era ver si tenían alguno de mis libros. Es verdad que soy optimista, pero no en exceso. Había una sección dedicada a la espiritualidad y la religión, en la que la mayor parte de los libros trataban de la New Age o de la espiritualidad oriental. Se podía percibir una verdadera sed de Dios. Había además numerosos libros que atacaban a la religión en general, como El espejismo de Dios,[1] de Richard Dawkins, o Dios no es bueno,[2] de Christopher Hitchens, expresiones ambos del nuevo ateísmo agresivo en auge en Inglaterra y que se muestra lleno de desprecio hacia los creyentes de todo tipo. Hablé de este ‘ateísmo agresivo’ en una conferencia que di recientemente en los Estados Unidos, y una señora que la siguió a través de youtube me ha escrito una violenta y furiosa carta: ‘Tú, pusilánime, ¿cómo te atreves a llamarnos ateos agresivos? Nunca he escuchado nada tan despreciable...’. Y esto me lo decía antes de que se pusiera realmente agresiva. Sólo pude encontrar un libro interesante, una biografía de la Madre Teresa de Calcuta. La gente confía únicamente en las personas que dan testimonio de la fe con su vida.

Así, pues, nos vemos hoy ante una mezcla formada por la sed de Dios, la agresión, la sospecha y una gran ignorancia Según un sondeo reciente, el 70% de la población del Reino Unido se declara cristiana, pero también aparece el dato de que sólo el 22% sabe que la Pascua es la fiesta de la resurrección del Cristo. Un estudiante se acercó brincando al prior de nuestra comunidad de Sidney y le dijo: ‘Acabo de enterarme de que Jesús murió el Viernes Santo. ¿No es una coincidencia extraordinaria?’.
Esta tarde quisiera analizar cómo puede el cristianismo prosperar en este difícil contexto. Estoy convencido de una cultura con una visión del mundo bien definida, pero al mismo tiempo abierta a quienes piensan desde la laicidad.

Una sociedad laica

Yo crecí en una subcultura católica que era todo un estilo de vida, con sus fiestas y sus ayunos, con su propio sentido del espacio y del tiempo. Se podía reconocer a los católicos porque los viernes no comíamos carne y el Miércoles de Ceniza llevábamos tiznada nuestra frente o, más bien, nuestra nariz, simplemente porque la puntería del sacerdote no era demasiado buena. El Viernes Santo los hombres se ponían corbatas negras y las mujeres de vestían de luto. Éramos una familia profundamente católica, pero no beata. Intentábamos rezar juntos el rosario, pero teníamos que dejarlo, pues los perros entraban en la casa y lamían nuestras caras hasta desternillarnos de risa. Esta subcultura mantenía vivo un modo de ver el mundo con gratitud y como una bendición. Creíamos que Dios escuchaba nuestras oraciones, que nos amaba y que al morir iríamos al cielo. No éramos el tipo de familia que gira obsesivamente en torno a la religión. Nos gustaban las películas y los juegos y disfrutábamos comiendo y bebiendo. Teníamos muchos amigos que no eran católicos y ni siquiera cristianos, pero aún resultaba obvio que la vida estaba orientada hacia la eternidad.

Sin embargo, esta subcultura ha desaparecido en gran parte, haciendo que sea más difícil seguir viendo el mundo de forma diferente de como lo ven quienes no tienen fe o se oponen a ella. Ahora bien, debemos evitar dos tentaciones. La primera es recluirnos en un gueto para volver a crear la cultura católica del pasado, que se ha perdido, o formar idílicas y confortables comunidades cristianas en las que compartimos nuestra fe, hablamos el mismo idioma, nos casamos entre nosotros y llevamos un extraño estilo de vida. Esta perspectiva tiene sus ventajas. Los monasterios benedictinos sirvieron de islas contraculturales durante la Edad Media, de modo que el cristianismo pudo sobrevivir. Pero si toda la comunidad se convierte en un gueto, entonces no seremos el rostro de Jesús, que acogía a todos e invitaba a sentarse y a comer con él a publicanos y prostitutas.

La tentación opuesta consistiría en acomodarse a la sociedad y ser arrastrados al sumidero de la secularización. Podríamos decir —con timidez, pero no demasiado alto— que Jesús es, en cierto modo, algo bueno, en cuyo caso el cristianismo estaría llamado a desaparecer. Éste es el desafío que desde antaño afronta el judaísmo, a saber, cómo evitar verse atrapado en el gueto o disolverse en la sociedad. El rabino jefe de las Federaciones Judías Unidas de la Commonwealth, Jonathan Sacks, escribió un conmovedor libro titulado ¿Tendremos nietos judíos? También nosotros debemos hacernos la misma pregunta: ‘¿Tendremos nietos cristianos?’. Como soy fraile, no tengo nietos, así que ¡una cosa menos por la que preocuparme!

Un cristianismo en interacción dinámica con la sociedad

Creo que el único modo de que prospere el cristianismo consiste en mantener viva una cultura cristiana vigorosa, segura de sí y llena de vida, pero en interacción dinámica con la cultura contemporánea. Sería maravilloso que vuestros hijos crecieran en una cultura cristiana en la que tuviera sentido creer en Dios y en los santos y en la que sintieran que son bendecidos y que sus oraciones tienen respuesta, pero que también estuvieran abiertos a cuanto no es cristiano.


Desde mi ventana, en Óxford, puede verse un espléndido serbal blanco. El estado de un árbol es consecuencia de la interacción con su entorno. Sus hojas reciben la luz del sol y la convierten en hidratos de carbono; las raíces se hunden la tierra buscando nutrientes y agua; la corteza es la piel que lo recubre. Ciertamente el árbol existe por sí mismo, pero sólo vive gracias a las múltiples interacciones con aquello que no es él mismo; el sol, la lluvia... ¡y los excrementos de las aves! Un árbol que estuviera herméticamente aislado del mundo estaría destinado a morir. El cristianismo también prosperará si se relaciona dinámicamente con nuestra cultura laica. El árbol está vivo en sus extremidades, así como en su copa y en su superficie. Está vivo en sus hojas, en la piel de su corteza y en las puntas de sus raíces. También el cristianismo tendrá que vivir en lugares donde se relacione con la cultura que le rodea. Pido disculpas si todo esto suena un tanto abstracto y teórico. Concretémoslo analizando la fe y la moral.

Al final del Evangelio de Mateo dice Jesús: ‘Id a hacer discípulos entre todos los pueblos, bautizadlos consagrándolos al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, y enseñadlos a cumplir cuanto os he mandado. Yo estaré con vosotros siempre, hasta el final del mundo’. En este texto encontramos tres elementos fundamentales que caracterizan nuestra misión cristiana: la comunidad, la doctrina y la moral.

No voy a hablar sobre la comunidad porque se trata de un concepto que es muy bien aceptado. Aun con el creciente individualismo que experimentamos en Europa, se mantiene su importancia. En Inglaterra, el primer ministro Tony Blair nombró un ministro para la comunidad. Sin embargo, nuestra sociedad tiene ciertos problemas con respecto a los otros dos elementos de nuestra misión: la doctrina y la moral. Existe un fuerte prejuicio dogmático contra la doctrina, pues se presupone que ésta, y en especial la doctrina católica, oprime la inteligencia y nos impide pensar por nosotros mismos. Los niños aceptan las doctrinas, pero los adultos piensan de manera autónoma. A menudo se rechaza el mandato de Jesús de ir a bautizar a la gente en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu, como si se tratara de imponer a los demás prejuicios y la estrecha visión de nuestra fe. También se teme la enseñanza de una concepción moral. Se da por supuesto que la moral pone límites a la libertad de actuar según nuestros deseos. Los ateos están haciendo una campaña publicitaria en los autobuses de Inglaterra con el siguiente eslogan: ‘Es probable que Dios no exista. Deja de preocuparte y disfruta de la vida’. Por esta razón, quiero indagar en el modo de vivir con una doctrina no dogmática y una moral no moralista.

Una vida cristiana fundada en la Trinidad, modelo de toda relación

La mayoría de los católicos que conozco dan por supuesto que la doctrina de la Trinidad no es importante. Para ellos es teología abstracta, una matemática celestial, como el contar el número de ángeles que caben en la cabeza de un alfiler. En cambio, yo considero que es fundamental para nuestra vida cristiana, porque para ser cristianos tenemos que bautizarnos en la vida de la Trinidad: en la vida del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Sin embargo, un anciano y venerable dominico irlandés, el cardenal Michael Brown, que había sido Maestro General de la orden y teólogo pontificio, contaba que había sido bautizado en situación de emergencia por una anciana religiosa a la que años más tarde consiguió localizar para darle las gracias. La religiosa le dijo: ‘Eminencia, fue un gran honor para mí bautizarle en el nombre de Jesús, de María y de José’. El cardenal pensó inmediatamente que si no había sido bautizado válidamente, entonces no podría haberse ordenado sacerdote y que ni siquiera era cardenal…

Ahora bien, ¿qué tiene que ver la doctrina de la Trinidad con el siglo XXI? ¿Qué significado podría tener para los jóvenes que viven angustiados por la falta de trabajo? ¿Qué tiene que ver con la violencia que se desata en el centro mismo de las ciudades o con el diálogo con los musulmanes? Yo pienso que es el don más grande que podemos ofrecer a nuestro mundo contemporáneo. No hay ningún ser humano que no busque el amor de un modo u otro, pues para la mayoría de las personas constituye el sentido de la vida.

El amor que todos buscamos es el de una igualdad perfecta, exenta de toda forma de dominio o de manipulación. Se trata de un amor que no es en absoluto autoritario, que da vida a quienes ama, al tiempo que les deja ser ellos mismos. Es el amor con que el Padre le da todo al Hijo, incluso la igualdad con su divinidad. Cuando un adolescente se enamora por primera vez, emprende el estudio de la Trinidad. Cuando los padres aprenden a amar a sus hijos y a ayudarles en el largo camino hacia la adultez, nos encontramos con el amor trinitario en acción. Un dios que solamente fuera un dios solitario, encerrado en un aislamiento eterno antes de la creación del mundo, podría tenernos cariño pero sería incapaz de amarnos en un sentido cristiano, porque nunca podríamos estar a su mismo nivel. Un dios así nos tendría el cariño que nosotros tenemos a nuestro perro, aunque, eso sí, ¡son muchos los ingleses que aman más a sus perros que a sus maridos o esposas!

Por esta razón, nuestro Dios se hizo humano en un hombre que conversaba. Todo el Evangelio de Juan está formado por una serie de conversaciones. Jesús conversa con Nicodemo por la noche; con una mujer junto a un pozo, para escándalo de sus discípulos, que se preguntaban por qué hablaría con aquella mujer de mala reputación; con el hombre que había nacido ciego, cuando todos los demás sólo hablaban sobre él. La escena de la última cena es toda ella una extensa conversación. Jesús conversa con Poncio Pilato hasta que éste finaliza la conversación preguntando: ‘¿Qué es la verdad?’. Y en la mañana de Pascua la conversación surge de entre los muertos, cuando el Resucitado se dirige a Magdalena en el huerto diciéndole: ‘¡María!’ y ella le responde: ‘¡Rabunní!’

Por tanto, se trata de una doctrina que sólo podemos compartir con los demás mediante el diálogo. No es casual que Santo Domingo fundara la Orden de Predicadores... ¡en un pub! Estuvo hablando toda la noche con el tabernero, y, como uno de mis hermanos decía, es imposible que pasara todo el tiempo diciéndole: ‘Estás equivocado, estás equivocado...’. La igualación de la predicación con el diálogo suscita un cierto nerviosismo. Inicialmente, en los Lineamenta del Sínodo de los Obispos sobre Asia, celebrado en Roma, se insistía en la necesidad de proclamar el Evangelio, pues acentuar excesivamente el diálogo podría derivar en relativismo, es decir, en afirmar que una religión es tan válida como otra. Pero esta idea plantea una falsa dicotomía, puesto que el único medio para proclamar la buena noticia del Dios trinitario es el diálogo. ‘El medio es el mensaje’, afirmaba Marshall McLuhan. De lo contrario, sería como dar palos a la gente para que se haga pacifista. El diálogo no es una alternativa a la predicación, sino que es el único modo de predicar. El Papa Benedicto XVI lo entiende perfectamente cuando, en su última encíclica, Caritas in veritate, comenta: ‘En efecto, la verdad es el logos que crea el diá-logos y, por tanto, la comunicación y la comunión’.[3]

Diálogo constante con la cultura

Ahora bien, la verdadera conversación no es posible sin conversión. Ambos términos tienen la misma raíz. De hecho, todos experimentamos la conversión cuando dialogamos auténticamente. Si mantengo un diálogo con un musulmán o con un ateo, es con la esperanza de que ambos nos convirtamos. Pierre Claverie, el dominico que fue obispo de Orán, dedicó toda su vida a dialogar con los musulmanes. Para él fue un proceso constante de conversión mediante el cual descubrió a Cristo en sus amigos musulmanes. Pero también supuso una conversión para ellos. Algunos se hicieron cristianos, arriesgando con ello su vida, y otros llegaron a ser mejores musulmanes. El modo en que esto sucede es cosa de Dios. Cuando, en 1996, se celebraban los funerales por Pierre Claverie, que había sido asesinado, una mujer se puso en pie y dijo que también era el obispo de los musulmanes, y a su voz se unió la de todos los amigos musulmanes que se hallaban presentes.

Así, pues, si el árbol de la Iglesia ha de estar vivo, debemos hablar de la Trinidad con los hombres y mujeres de nuestro tiempo y aprender lo que sobre ella nos enseñan, aun cuando no sean cristianos. Tenemos que leer las novelas, ver las películas y escuchar las canciones de quienes mejor entienden el amor, independiente de que sus autores sean o no cristianos. Volando a Sidney este verano vi de nuevo la maravillosa película Hijos de un dios menor ,[4] que narra la historia de un hombre que es maestro en una escuela de sordos y se enamora locamente de una bella y arisca mujer que está encerrada en el silencio a causa de su mudez. En un momento de la película, ella le dice con signos: ‘A menos que puedas dejarme que sea “yo” como tú eres un “yo”, no puedo dejar que entres en mi silencio y me conozcas’. Y yo pensé: ‘¡Qué magnifica intuición sobre el amor! ¡Esto es lo que significa la Encarnación!’. Y bajé corriendo por el pasillo, con el rostro bañado en lágrimas, para pedir a la azafata un papel donde poner por escrito lo que sentía. Probablemente pensaría ‘¡Vaya, otro chiflado que ha bebido demasiado...!’

Es una doctrina que necesariamente es siempre sorprendente, porque trata de nuestra participación en la vida del Dios que hace nuevas todas las cosas. Es nuestro modo de vislumbrar al Dios que es, como decía Tomas de Aquino, acto puro. Tomás llegó incluso a preguntarse si entenderíamos mejor la palabra ‘Dios’ usando un verbo en lugar de un sustantivo. Como decía Chesterton, la ortodoxia es siempre una aventura; es algo que siempre sorprende, un vislumbrar la vida para la que estamos hechos, como si fuese la primera vez. De lo contrario, sería lo que Karl Rahner llamaba la herejía de la doctrina muerta. 
Superar los dualismos estériles

Por lo general, nuestras formas de ver el mundo son totalmente dualistas: día y noche; bueno y malo; hombre y mujer; cuerpo y alma... Con frecuencia, estos dualismos expresan las oposiciones que definen la identidad de las personas: ellos y nosotros; correcto y erróneo; republicano y demócrata; derecha e izquierda; ¡jesuitas y dominicos! La política, el deporte, el amor y los antagonismos son, normalmente de índole dualista. Ahora bien, encontrarnos en un amor trinitario significa liberarnos de estas oposiciones binarias, puesto que implica hallarnos en el seno del amor del Padre por el Hijo, y de Éste por el Padre; un amor que no es otra cosa que el Espíritu Santo. Un amor absolutamente recíproco, pero fecundo más allá de sí mismo. Así, pues, participar en la vida de la Trinidad nos lleva más allá de los angostos y limitados antagonismos y vanidades que aprisionan a los seres humanos. Se nos lleva a un espacio que es siempre más grande.

Por consiguiente, la Iglesia sólo puede prosperar si nos comprometemos con imaginación con quienes nos rodean. Alistair McGrath sostiene que, en el siglo XIX, el ateísmo vio en la imaginación una liberación arrolladora de un Dios autoritario. Pero los regímenes ateos del siglo XX han mostrado que el ateísmo conduce muchas veces a la creación de campos de exterminio y de concentración. La cuestión que se nos plantea es si podemos capturar la imaginación de los jóvenes de nuestro tiempo, lo que también implica dejarnos capturar por la de ellos.

Una teología libre y creativa

La teología sólo puede vivir si nos atrevemos a jugar con las ideas, a formular hipótesis para comprobar simplemente si realmente se verifican. Necesitamos ser libres para decir cosas que pueden ser erróneas, pero que son la única forma de encontrar el modo de acertar. Meister Eckhart decía que nadie llega a la verdad si no es a través de centenares de errores por el camino. Sólo podemos apreciar la creatividad libre de Dios si tenemos la libertad de jugar con las ideas.


Para que esto suceda necesitamos creyentes críticos en nuestra Iglesia; unos creyentes totalmente diferentes de los escépticos ilustrados, que se colocan aparte, observan a las personas con sospecha y dudan de todo. Este escepticismo radical fue necesario para que naciera la ciencia moderna, por lo cual le estamos profundamente agradecidos, pero es letal en la vida de la Iglesia.

El creyente crítico tiene que estar profundamente inserto en su comunidad. Pienso en hombres como Yves Congar, Marie-Dominique Chenu, Henri de Lubac, Karl Rahner, Gustavo Gutiérrez y nuestro querido hermano Edward Schillebeeckx, recientemente fallecido. Ciertamente, no es casual que todos ellos fueran miembros de congregaciones religiosas que les apoyaron en su búsqueda. Cuando Congar se preguntaba cómo podía soportar el destierro y el rechazo en la década de los años cincuenta, concluía diciendo: ‘Al fin y al cabo, gracias a mis hermanos’. Es necesario que acompañemos a nuestros hermanos creyentes que buscan algún destello del misterio del amor trinitario, que nunca los dejemos aislados, especialmente cuando no estamos de acuerdo con su forma de pensar. De otro modo, la hoja puede desprenderse, y perderemos los nutrientes que nos aporta. Y sólo podrán sobrevivir exponiéndose a sol, al viento, a la lluvia y a las esporádicas caídas de los excrementos de los pájaros, si son sostenidos por una vida cristiana.

Refutar los prejuicios sobre la moral

Ahora debemos analizar un segundo aspecto en el que tenemos que estar en interacción dinámica con nuestra sociedad: la moral. En este ámbito vemos de forma aún más evidente el desafío que supone dar con un camino entre encerrarse en el gueto y desaparecer por el desagüe de la asimilación. Se piensa que el dogma significa dogmatismo y que la moral significa moralismo. 

La gente piensa que ser cristiano consiste en obedecer las normas de la Iglesia, comenzando por los diez mandamientos. El filósofo ateo Bertrand Russell decía que deberían verse como un examen académico en el que ningún candidato debería aspirar a obtener una calificación superior a un seis. Así, pues, la Iglesia es considerada principalmente como una institución que nos dice lo que está prohibido y lo que es obligatorio. Es una isla de control en el ámbito de una cultura laica de libertad. ¿Por qué tienen que decirme lo que debo hacer unos hombres tocados con unos ridículos sombreros puntiagudos?

Yo pienso que esta imagen del cristianismo es bastante engañosa. El canadiense Charles Taylor, que es actualmente el mejor especialista en historia de las ideas, sostiene que fue precisamente la Ilustración del siglo XVIII la que estaba obsesionada con el control. En comparación con los mecanismos de control y los equilibrios de la Edad Media, vemos aparecer los monarcas absolutistas, el Estado, la policía y el ejército. Taylor denomina a todo esto ‘la cultura del control’. Los pobres ya no son imágenes de Cristo con quienes estamos unidos por el amor, sino una fuente de peligro que debe ser controlada. A los enfermos mentales se les enclaustra en lo que Michel Foucault llamó ‘el gran encierro’.[5] Se deja de entender a la sociedad como un organismo, para concebirla como un mecanismo susceptible de ajustes. Cuando se debilita la fe en Dios, surge una vacante que nos precipitamos a cubrir.

Desgraciadamente, las iglesias tienden también a ser adictas a esta cultura del control, cuando deberían ser oasis de libertad en esta obsesión laica por controlarlo todo. 

La moral no es un conjunto de normas, sino un crecimiento en la virtud

Tradicionalmente, desde San Pablo hasta Santo Tomás de Aquino, la moral no trata principalmente de lo que te está o no permitido hacer, sino de lo que estás llamado a ser. Su objetivo es ayudarnos a crecer en la virtud, que nos hace más semejantes a Cristo. La santidad no consiste en aprobar un examen de buena conducta, sino en asemejarnos más a Dios. La santidad es la divinización. La crisis moral de Occidente se debe a que toda nuestra sociedad está atrapada en esta cultura del control, que considera que cualquier amenaza contra ella debe resolverse a base de leyes y más leyes. En los últimos diez años se han aprobado tres mil nuevas leyes en el Reino Unido. Pero la causa de la crisis moral es precisamente esta cultura del control.

Por consiguiente, nuestro mundo está preparado para la novedosa visión moral de Jesús. Sólo podemos considerar sus mandamientos como una ‘buena noticia’ si liberamos nuestra mente de la idea moderna de que su objetivo es someternos a unas obligaciones o prohibiciones que se nos imponen desde fuera. Pensemos en los diez mandamientos. Es posible que algunos estemos de acuerdo con Bertrand Russell cuando decía que deberían considerarse como un examen en el que nadie conseguiría más de un seis. Un dominico polaco que fue capellán durante la Segunda Guerra Mundial, en vísperas de la batalla de Montecassino, abrió su tienda y se quedó sobrecogido al ver a miles de soldados polacos que querían confesarse. ¿Qué podía hacer? Tengamos en cuenta que entonces no se pensaba en la absolución general, ni mucho menos en su prohibición. Así que les pidió que hundieran su cabeza contra el pecho para que no se vieran entre sí y les dijo: ‘Repasaré cada uno de los diez mandamientos. Si habéis incumplido uno, dad un pisotón con el pie izquierdo, y con el derecho indicáis el número de veces’.

El pasado verano mantuve una conversación interesantísima con el rabino jefe de Gran Bretaña, Lord Sachs. Me comentó que en la Torá no se encuentra el verbo ‘obedecer’ con el sentido de someterse a un poder exterior. Cuando se creó el Estado de Israel al terminar la guerra, tuvieron que tomar prestada la palabra que en arameo tiene este significado moderno. En cambio, sí se encuentra en la Torá el concepto de ‘escuchar’, y en este sentido se nos pide que escuchemos al Señor nuestro Dios; pero los diez mandamientos no se conciben como una obligación impuesta desde fuera, pues siempre constituyen una invitación a entablar una relación personal con Dios. ‘Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué del país de Egipto, de la esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí’ (Ex XX, 2s). Por tanto, los diez mandamientos no son la expresión de la voluntad arbitraria de Dios, sino una forma de hacernos participar en su amistad y su libertad. Se le dieron a Moisés, con quien Dios hablaba como con un amigo, y constituyen un medio para ir aprendiendo a ser libres en una relación de amistad. Y lo mismo sucede con Jesús. Él reveló su mandamiento nuevo a los discípulos la noche antes de morir, justo en el momento en que les dijo que eran amigos suyos. ‘A vosotros os he llamado amigos porque os comuniqué cuanto escuché a mi Padre’ (Jn XV, 15).

La moral como relación de amistad con Dios

Según la Biblia, los mandamientos no son el sometimiento de la voluntad, sino el medio por el que se accede a una relación de amistad con Dios y de unos con otros.

Esta perspectiva nos explica algo realmente fascinante sobre Jesús. Comía y bebía con prostitutas y publicanos, tenía amigos de pésima fama y, sin embargo, predicó el sermón de la montaña y nos pidió que fuéramos perfectos como lo es nuestro Padre celestial. Es muy exigente, pero se trata de una exigencia que procede de la amistad de Dios. Sólo en un contexto claro de amistad podemos transmitir la doctrina moral. Joseph Pieper, parafraseando a santo Tomás, sostiene que ‘un amigo, es decir, un amigo de verdad, puede ayudar a otro amigo a tomar una decisión. Y eso lo logra gracias a amor, que hace que el problema de su amigo sea problema suyo, y que el yo de su amigo sea su propio yo’.[6]

Sólo mediante la amistad descubriremos lo que tenemos que decir. La doctrina vive, tal como sugerí, comprometiéndonos imaginativamente con nuestros contemporáneos. Con ellos descubrimos los destellos del Dios que siempre es nuevo. Y la enseñanza moral vive solamente comprometiéndonos amistosamente con quienes viven con nosotros, cuando podemos descubrir la bondad inesperada de Dios y cómo su amistad nos conduce por caminos que nunca podríamos haber imaginado. La doctrina y la ética viven en nuestro compromiso con el Dios desconocido, cuya intimidad nos lleva a lugares nuevos.

Este planteamiento tiene una gran repercusión en el modo que tiene la Igesia de ejercer su magisterio. Lo que tenemos que decir únicamente tiene sentido en el contexto de la amistad. Los israelitas no podrían haber entendido los diez mandamientos al margen de la libertad y la intimidad con que se encontraron con Dios en el Sinaí. El sermón de la montaña no tiene sentido fuera de aquel contexto en el que Jesús compartía la vida de los publicanos y las prostitutas. Por consiguiente, si queremos hablar de cuestiones morales, entonces no basta con hacer declaraciones públicas en los periódicos, que son los grandes medios usados por la Ilustración para expresar las opiniones. Tenemos que ser vistos públicamente como amigos que quieren hacerse amigos de otros. 

Cuando yo estudiaba en París, el cardenal Daniélou falleció en la escalera de la casa de una prostituta. La prensa abundó en todo tipo de insinuaciones lascivas. Pero todos cuantos le conocían sabían que era un santo varón que estaba realizando su labor pastoral con los despreciados, como siempre había hecho. En aquel momento estaba dando su amistad a una mujer despreciada.

Hacerse compañeros de las personas con sus problemas

Quisiera ir aún más lejos y afirmar que ni siquiera podemos saber qué decir ni cómo decirlo al margen de la amistad. Recordemos la cita de Joseph Pieper que hemos mencionado anteriormente.

Tenemos que estar con la gente, compartir sus dilemas y escuchar con ella el Evangelio y las enseñanzas de la Iglesia, y entonces descubriremos juntos la palabra que podemos compartir. Así como la doctrina sólo vive si es sorprendente, de igual modo la amistad de Dios nos conduce a lugares nuevos. Algunos estaban siempre intentado que Jesús cayera en la trampa. Le hacían preguntas que aparentemente sólo podían tener dos respuestas posibles. ¿Debo pagar el impuesto al César o no? ¿Ha cometido adulterio esta mujer? ¿Debe ser lapidada? Pero las respuestas de Jesús llevan a sus interlocutores más allá de estas angostas alternativas. La amistad de Dios es creativa. Vemos de nuevo cómo la amistad de Dios nos libera de los reducidos márgenes de lo binario para abrirnos a los espacios nuevos de la Trinidad. Creo que fue San Gregorio Nacianceno quien dijo que hemos sido llevados desde la díada hasta la tríada.

La misión de la Iglesia en el siglo XXI también necesita esta visión comunitaria, aunque en general se entiende que nuestra sociedad es cada vez más individualista. Pero, debido a los prejuicios de dicha sociedad, nos resulta cada vez más difícil aceptar que necesitamos ser maestros de doctrina y de ética. Ahora bien, una y otra sólo tendrán vida si nuestra doctrina está abierta a la búsqueda del sentido de nuestros contemporáneos y nuestra visión moral no es concebida como la sumisión a unas normas y reglas, sino como una aventura en la amistad de Dios, que siempre nos sorprende.

Tomado de: Timothy Radcliffe, OP, Ser cristianos en el siglo XXI. Una espiritualidad para nuestro tiempo, trad. José Pérez Escobar, Santander, Sal Terrae, 2011. pp. 21-36.



* Título original: ‘Being a Christian in the 21st Century’, intervención en el Christen Forum de Limburgo (Bélgica) el 22 de febrero de 2010.

[1] Richard Dawkins, El espejismo de Dios, Madrid, Espasa-Calpe, 2009.

[2] Christopher Hitchens, Dios no es bueno: alegato contra la religión, Barcelona, Debate, 2008.

[3] Benedicto XVI, Caritas in veritate, 4.

[4] Versión cinematográfica de una obra teatral escrita por Mark Medoff; la película fue dirigida por Randa Haines en 1986.

[5] Cfr. Michel Foucault, Historia de la locura en la época clásica, 2 vols., México, FCE, 1992.


[6] Cfr. Joseph Pieper, Las virtudes fundamentales, Madrid, RIALP, 1980.