lunes, agosto 09, 2010

¡De cuántos pecados preserva la santa pobreza!

Carta a los padres y hermanos del colegio de Padua [sobre la pobreza] II*


‘Por aquí se ve la excelencia de la pobreza, la cual no se digna de hacer tesoros de estiércol o de vil tierra, sino que emplea todo el valor de su amor en comprar este precioso tesoro en el campo de la Santa Iglesia, ya sea el mismo Cristo, ya sus dones espirituales, que nunca jamás se separa de ellos.

Mas quien considere la verdadera utilidad, la que propiamente se encuentra en los medios aptos para conseguir el sumo fin, vería de cuántos pecados preserva la santa pobreza, quitando la ocasión de ellos, “porque no tiene la pobreza con qué alimentar su amor”[14]. Aplasta al gusano de los ricos, que es la soberbia, y mata la infernal sanguijuela de la lujuria y de la gula, y así de muchos otros pecados. Ayuda a levantarse presto al que cayere por fragilidad, porque no es como aquel amor que cual la pez liga el corazón a la tierra y a las cosas terrenas y no deja aquella facilidad de levantarse y tornar en sí y volverse hacia Dios. Hace percibir mejor en todas las cosas la voz, es a saber, la inspiración del Espíritu Santo, suprimiendo los impedimentos; hace más eficaces las oraciones en el acatamiento divino, “porque oyó el Señor la oración de los pobres”[15]; hace caminar expeditamente por el camino de la virtud, como viandante libre de todo peso; hace al hombre libre de aquella servidumbre común a tantos hombres grandes del mundo, “en el cual todas las cosas obedecen o sirven al dinero”[16]; llena el alma de toda virtud, si la pobreza es de espíritu, porque cuanto el alma esté vacía de cosas terrenas, tanto estará llena de Dios y de sus dones. Y por cierto es que no dejará de ser rica, puesto que se le ha prometido el ciento por uno, aun en esta vida, promesa que en lo temporal se realiza cuando es conveniente, mas en lo espiritual perfecto no puede dejar de ser verdadera. Y así es necesario que sean ricos de dones divinos los que voluntariamente se hicieron pobres de cosas humanas.

Esta pobreza es aquella tierra fértil de hombres fuertes, “pobreza fecunda de varones”, decía el poeta[17], lo que mucho más cuadra a la pobreza cristiana que a la romana. Es aquella fragua que pone a prueba el progreso de la fuerza y virtud en los hombres, y donde se ve cuál es el verdadero oro y cuál no lo es[18]. Es el foso que deja seguro el campo de nuestra conciencia en la religión. Es aquel fundamento sobre el cual parece que Jesucristo demostró debía edificarse el edificio de la perfección, diciendo: “Si quieres ser perfecto, vende todo lo que tienes, dalo a los pobres y sígueme”[19]. Es la madre, el tesoro, la defensa de la religión, porque le da el ser, la nutre, la conserva, como, al contrario, la afluencia de cosas temporales la debilita, gasta y arruina.

Fácilmente, pues, se ve cuán grande es la utilidad, además de la excelencia de esta santa pobreza, siendo sobre todo la que finalmente nos asegura la salvación de parte de aquel que “salvará al humilde y pobre”[20], adquiriéndonos el reino sempiterno del mismo, que dice ser de los pobres de espíritu el reino del cielo, a la cual utilidad no puede compararse ninguna otra. De modo que, por muy acerba que fuese, parece que debería aceptarse voluntariamente la santa pobreza. Pero en realidad no es acerba, mas de gran alegría a quien de corazón la abraza. Aun Séneca dice que los pobres ríen más de placer por no tener solicitud ninguna[21]. Y bien lo demuestra la experiencia en los mendigos vulgares, que, si advirtiésemos sólo su contento, veríamos que viven más alegres y satisfechos que los grandes comerciantes, magistrados, príncipes y otros grandes personajes.

Si esto es verdad en los pobres no voluntarios, ¿qué diremos de los voluntarios? Los cuales por no tener ni amar cosa terrena que puedan perder, tienen paz imperturbable y una suma tranquilidad en esta parte, mientras que los ricos están llenos de tempestades, y en cuanto a la seguridad y pureza de conciencia, tienen una alegría continuada, como un suave convite, sobre todo en cuanto que la misma pobreza les dispone a divinas consolaciones, que suelen tanto más abundar en los siervos de Dios cuanto menos abundan las cosas y comodidades terrenas, a condición de que sepan llenarse de Jesucristo, de modo que él supla todo y les sea en lugar de todas las cosas.

No hay por qué hablar más de esto. Baste lo dicho para mutua consolación y exhortación mía y vuestra para amar la santa pobreza, porque la excelencia, utilidad y alegría dichas se hallan de lleno solamente en aquella pobreza que es amada y voluntariamente aceptada, no en la que fuese forzada e involuntaria. Sólo esto diré: que aquellos que aman la pobreza, deben amar el séquito de ella, en cuanto de ellos dependa, como el comer, vestir, dormir mal y ser despreciado. Si, por el contrario, alguno amara la pobreza, mas no quisiera sentir penuria alguna, ni séquito de ella, sería un pobre demasiado delicado y sin duda mostraría amar más el título que la posesión de ella, o amarla más de palabra que de corazón.

Y no más por ésta, sino rogar por Jesucristo, maestro y verdadero ejemplar de pobreza espiritual, que nos conceda a todos poseer esta preciosa herencia que da a sus hermanos y coherederos, a fin de que abunden en nosotros las riquezas espirituales de gracia y, finalmente, aquellas inenarrables de su gloria.

Amén.

De Roma, 6 de agosto 1547.’

Juan Alfonso de Polanco, SJ (por encargo de San Ignacio de Loyola, SJ)

[13] Mt XXV, 40. Cf. San Agustín, Serm. 345 (PL 39,1520).
[14] ‘Non habet unde suum paupertas pascat amorem’ (Ovidio, De remedio amoris, v. 749).
[15] Sal XIX, 17.
[16] Qo X, 19.
[17] ‘Fecunda virorum paupertas’ (Lucano, Pharsalia, v. 165-166).
[18] Pr XXVII, 21.
[19] Mt XIX, 21.
[20] Sal XVII, 28.
[21] ‘Saepius pauper et fidelius ridet; nulla sollicittudo in alto est’ (Séneca, Cartas a Lucilo, 80,6).

* Aquí la primera parte.

La amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno


Carta a los padres y hermanos del colegio de Padua [sobre la pobreza] I

‘La gracia y amor verdadero de Jesu Christo Nuestro Señor sea siempre en nuestros corazones y aumente cada día hasta la consumación de nuestra vida. Amén.

Carísimos en Jesucristo Padres y Hermanos amadísimos:

Una carta a nuestras manos llegó de nuestro y vuestro Pedro Santini, escrita al P. Mtro. Laínez, por la cual vimos, entre otras cosas, el amor a la pobreza que habéis elegido por amor de Jesucristo pobre. Sentís a veces la ocasión de padecer, en efecto, la falta de cosas necesarias, por no extenderse los medios materiales de Monseñor de la Trinidad[1] a tanto como su ánimo liberal y caritativo.

Bien que a personas que recuerdan el estado que han abrazado, y tienen delante de los ojos a Jesucristo desnudo en la cruz, no es necesario exhortar a paciencia, constando sobre todo en la aludida carta cuán bien aceptan todos cualquier efecto sentido de la pobreza, con todo, por haberme así encomendado nuestro en Jesucristo Padre, Mtro. Ignacio, quien como verdadero padre os ama, me consolaré con todos vosotros con esta gracia que nos hace la infinita bondad en hacernos sentir tan santa pobreza acá y allá, ahí a vosotros ignoro en cuánto grado, aquí a nosotros muy altamente, conforme a nuestra profesión.

Llamo gracia a la pobreza, porque es un don de Dios especial, como dice la Escritura: “pobreza y riqueza de Dios proceden”[2], y siendo tan amada de Dios, cuanto lo muestra su Unigénito, “que, dejando el trono real”[3], quiso nacer en pobreza y crecer con ella. Y no sólo la amó en vida, padeciendo hambre, sed, y no teniendo “dónde reclinar la cabeza”[4]; mas también en la muerte, queriendo ser despojado de sus vestiduras, y que todas sus cosas, hasta el agua en la sed, le faltase.

La Sabiduría, que no puede engañarse, quiso mostrar al mundo, según San Bernardo,[5] cuán preciosa fuese aquella joya de la pobreza, cuyo valor ignora el mundo, eligiéndola él, a fin de que aquella su doctrina de “bienaventurados los que tienen hambre y sed, bienaventurados los pobres, etc.”,[6] no pareciese disonante con su vida.

Se muestra de la misma manera cuánto aprecia Dios la pobreza, viendo cómo los escogidos amigos suyos, sobre todo en el Nuevo Testamento, comenzando por su Santísima Madre y los apóstoles y siguiendo por todo lo que va de tiempo hasta nosotros, comúnmente fueron pobres, imitando los súbditos a su rey, los soldados a su capitán, los miembros a su cabeza Cristo.

Son tan grandes los pobres en la presencia divina, que principalmente para ellos fue enviado Jesucristo a la tierra: “por la opresión del mísero y del pobre ahora —dice el Señor— habré de levantarme”[7]; y en otro lugar: “para evangelizar a los pobres me ha enviado”[8], lo cual recuerdo Jesu Christo haciendo responder a San Juan: “los pobres son evangelizados”[9], y tanto los prefirió a los ricos, que quiso Jesucristo elegir todo el santísimo colegio entre los pobres, y vivir y conversar con ellos, dejarlos por príncipes de su Iglesia, constituirlos por jueces sobre las doce tribus de Israel[10], es decir, de todos los fieles. Los pobres serán sus asesores. Tan excelso es su estado.

La amistad con los pobres nos hace amigos del Rey eterno. El amor de esa pobreza nos hace reyes aun en la tierra, y reyes no ya de la tierra, sino del cielo. Lo cual se ve, porque el reino de los cielos está prometido después para los pobres, a los que padecen tribulaciones, y está prometido ya de presente por la Verdad inmutable, que dice: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”[11], porque ya ahora tienen derecho al reino.

Y no sólo son reyes, mas hacen participantes a los otros del reino, como en San Lucas nos lo enseña Cristo, diciendo: “Granjeaos amigos con esa riqueza de la iniquidad, para que, cuando os venga a faltar, os reciban en las moradas eternas”[12]. Estos amigos son los pobres, por cuyos méritos entran los que les ayudan, en los tabernáculos de la gloria, y sobre todo los voluntarios. Según San Agustín, éstos son aquellos pequeñitos de los cuales dice Cristo: “Cuanto hicisteis con uno destos mis hermanos más pequeñuelos, conmigo lo hicisteis”[13].


[1] Santini.
[2] Si XI, 14.
[3] Sab XVIII, 15.
[4] Mt VIII, 20; Lc IX, 58.
[5] ‘Hanc [paupertatem] itaque Dei filius concupiscens descendit, ut eam eligat sibi et nobis quoque sua aestimatione faciat pretiosam’ (Serm. 1 in Vig. Nat. Domini: PL 183.89).
[6] Mt V, 3; Lc VI, 20.
[7] Sal XI, 6.
[8] Lc IV, 18.
[9] Mt XI, 5.
[10] Mt XIX, 28.
[11] Mt V, 3.
[12] Lc XVI, 9.

domingo, agosto 08, 2010

‘Los fariseos’ de Charles Péguy


Los fariseos quieren que los demás sean perfectos,
lo exigen.
No saben hablar de otra cosa.

Pero Yo soy menos exigente, dice Dios.
Porque Yo sé muy bien lo que es la perfección y no exijo tanto a los Hombres.
Precisamente porque Yo soy perfecto y no hay en Mí más que perfección,
no soy tan difícil como los fariseos.
Soy menos exigente. Soy el Santo de los santos y sé
lo que es ser santo, lo que cuesta, lo que vale.
Son los fariseos los que quieren la perfección.
Pero para los demás.
Encuentran siempre indignos a todos los demás, encuentran
indigno a todo el mundo.

Pero Yo, dice Dios, Yo soy menos difícil,
y encuentro que un buen cristiano, un buen pecador de
la común especie es digno de ser mi hijo
y de reclinar su cabeza sobre mi hombro.

Charles Péguy (1873-1914)