miércoles, enero 01, 2020

‘Año nuevo: oscilar en el espacio de Dios’ de Hans-Urs von Balthasar



Hemos terminado el año viejo dando gracias a Dios, y comenzamos el nuevo adorando a Dios. Adorar significa reconocer la divinidad de Dios y su poder absoluto y su bondad. Todo lo que nos sucede en el año nuevo lo vivimos en Él, dentro de la esfera de su poder bondadoso y de su bondad poderosa, fuera de la cual no puede suceder nada. Digámoslo con las palabras de un salmo, incluido al principio del libro primero de Samuel y que comienza con la exclamación: ‘Mi corazón exulta en el Señor. Mi poder se levanta en Dios, porque nadie es santo como Él, nadie fuera de Él’ (I S II, 1-2). Ni hay varios dioses (todo Hombre, también todo religioso, lo sepa o no, depende del único infinitamente Santo), ni existe en el mundo ningún poder que pueda hacerse independiente del suyo y adoptar un aire de omnipotencia. Existen, sin duda, en el mundo seres superiores e inferiores, poderosos y sin poder, fecundos y estériles, vitales y débiles; existen, sin duda, los contrarios, que nos estremecen, de victoria y fracaso, de vida y muerte. Y oscilamos angustiosamente de un lado para otro en un columpio, sin poder detenerlo, sabiendo con certeza solamente esto: que también el columpio de nuestra vida, algún día, en un último impulso sin retorno, pasará irremisiblemente de la luz a la oscuridad.

Pues bien, el poeta se atreve a interpretar todos estos contrarios entre los que nos balanceamos, nosotros los particulares, pero también nosotros los pueblos y los continentes y los bloques de las potencias que se amenazan entre sí con bombas atómicas… se atreve a interpretar todo esto como un acontecimiento dentro del único Dios omnipotente, omnisciente y misericordioso, vida eternamente poderosa y que, por eso, contiene en sí y relativiza todos nuestros contrarios. Escuchemos sus palabras:
Dios de sabiduría es el Señor,suyo es juzgar las acciones.El arco de los fuertes se ha quebrado,
los que tambalean se ciñen de fuerza.
Los hartos se venden por pan,
los hambrientos dejan su trabajo.
La estéril da a luz siete veces,
la de muchos hijos se marchita.
El Señor da la muerte y la vida,
hace bajar al sepulcro y subir de él.
El Señor enriquece y despoja,
humilla y ensalza.
Levanta del polvo al humilde,
alza del muladar al indigentepara hacerle sentar junto a los noblesy darle en heredad trono de gloria.Suyos son los pilares de la tierra
y sobre ellos ha sentado el universo.
Éstas son palabras prodigiosas. Dicen más de lo que hemos considerado hasta ahora: que todas las vicisitudes de la historia de los individuos como las de los pueblos suceden dentro de una esfera divina que todo lo abarca. Dicen también, y sobre todo, que esta esfera es el Dios vivo, que con su acción oportuna invierte las valoraciones humanas, aparentemente inamovibles, hasta que se conformen a sus propios juicios absolutos y armónicos. Aquí la imagen bíblica de Dios se diferencia de la mayoría de las concepciones religiosas y filosóficas: los contrarios terrenales no sólo no se relativizan ante lo absoluto, sino que el Dios vivo impone sus valores y valoraciones absolutas en la misma Historia. Y no de un modo arbitrario, sino de acuerdo con su esencia, que, internamente y de un modo necesario, exige la adoración, el reconocimiento sin condiciones.
No multipliquéis palabras altaneras.
No salga de vuestra boca la arrogancia.Quien se enfrenta a Dios es aniquilado.Él guarda los pasos de sus fielesy los malvados perecen en tinieblas.
Podemos preguntarnos si el Hombre, y también el creyente, puede observar esta ley en su historia y en la historia universal. Quizá no como muchos en el Antiguo Testamento y como los amigos de Job pensaban poderlo hacer. Tanto más admirable es la fuerza de la fe del salmista que se atreve a afirmar esto. Él sabe, en la fe, que Dios levante al humilde del polvo y del muladar, porque es solidario por su esencia con los pobres y humildes. Sabe, a la inversa, que, si los nobles se envanecen y afirman que están arriba por su propia fuerza, los hace bajar irremisiblemente, porque esta arrogancia es contraria a la majestad de Dios. Sabe incluso que en el Antiguo Testamento sólo se sabe en general de un modo marginal: que Dios no sólo hace bajar al Hombre al sepulcro, sino que lo saca de nuevo del reino de los muertos. Pues Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos; es verdaderamente la vida eterna.

Pero ¿resiste esta sabiduría de la fe del salmista ante la dureza de la experiencia de la vida humana? ¿Resiste ante el grito de Job de que Dios le ha arrojado a él, el inocente, a la noche más negra, y de que ya no es visible en ninguna parte nada de su bondad, omnipotencia y justicia?

Para dar aquí una respuesta, hay que atravesar el umbral del Nuevo Testamento. El salmo citado, puesto en los labios de la estéril Ana, porque por intervención de Dios concibió y dio a luz al pequeño Samuel, lo hace suyo la Virgen María, que no conoce varón y que, cubierta por la sombra del Espíritu Santo, traerá al mundo al Hijo del Altísimo. También su alma proclama la grandeza del Señor y se alegra su espíritu en Dios, su Salvador; primero, porque con Ana ha experimentado en sí misma que él, con la fuerza de su Espíritu, hace fecundo lo estéril, derriba a los poderosos de sus tronos y exalta a los desvalidos, sacia de bienes a los hambrientos y despide vacíos a los ricos; y, además, porque con todas estas obras dentro de la Historia cumple sus promesas, acordándose de su misericordia y de su palabra a nuestra padre, Abraham, y su descendencia para siempre.

             Bartolomé Esteban Murillo, La Dolorosa, 1660-70.

Es la misma fe, con la misma certeza interna, la que se expresa en el canto de María y en el de Ana. Pero la certeza de la nueva salmista se adentra más profundamente en los misterios de la omnipotencia divina; la exultante es al mismo tiempo la Madre del que está puesto para caída y para resurrección de muchos en Israel, es al mismo tiempo aquella cuyo corazón es atravesado por una espada. ¿Se puede exultar y ser la Madre de los siete dolores al mismo tiempo? ¿Puede su Hijo saber al mismo tiempo que nada puede separarle de su Dios, y luego, sin embargo, exclamar en la cruz como Job: ‘Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’.

Sólo aquí se develan las profundidades últimas del antiguo salmo. Los terribles contrarios de la existencia no sólo tienen consecuencias en la esfera envolvente de Dios, sino que no son suprimidos tampoco por un Dios que obra por su esencia de un modo omnipotente. Son asumidos —y esto es lo nuevo— por este mismo Dios en forma de Hombre: con todo el rigor de lo que significa pobreza, humillación y muerte en el abandono de Dios. Ahora bien, en el polo extremo de lo terrible se manifiesta que el que era la luz, la vida y el amor fue el mismo que se dejó empobrecer y humillar hasta morir en el abandono, para escrutar todas las profundidades del destino humano, y también del destino del pecador, e incorporarlo a la vida divina.

Esto sólo puede ser realidad, si son verdaderas estas palabras de Jesús: ‘Nadie me quita la vida, sino que la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla; este mandato he recibido de mi Padre’ (Jn X, 18). Dicho de otro modo: el que muere abandonado por Dios, realiza en esta muerte un acto y una prueba del amor eterno de Dios; Dios está en Jesucristo tan absolutamente vivo, que también puede permitirse morir. Y esto no aparentemente, sino de verdad, en el sentido más brutal, como lo demuestra la cruz —la cruz de Grünewald—. Morir así, como tendría que morir realmente el pecador bajo la justicia de Dios, sólo puede hacerlo un hombre que tiene poder divino para entregar su vida con libertad divina. ¡Y para recobrarla de nuevo! ‘El Señor hace bajar al sepulcro y subir de él!’, había cantado Ana. Sólo aquí este poder se hace definitivamente verdadero. Aquí la muerte, como dice San Pablo, es absorbida por la vida y ha perdido su aguijón. Y también las demás paradojas se deshacen. Los pobres, los afligidos, los hambrientos de justicia son bienaventurados, porque Dios ahora se ha solidarizado con ellos de una manera muy íntima, porque su omnipotencia no es tiránica y altanera, sino suave, e incluso en cierto sentido pobre, porque no tiene otras armas que el amor y la justicia, íntimamente unida a él.

La obra prodigiosa de Dios, la que se ha consumado en la muerte y en la resurrección de Jesucristo, es lo primero que ha de tenerse en cuenta a principios de este año nuevo. Todo lo que el año traiga está incluido, dirigido, determinado desde el principio por esta obra.

Mas no queremos olvidar que la Iglesia hoy, el día de año nuevo, celebra la fiesta de ‘María, Madre de Dios’. En esta fiesta se atribuye a la Madre, en virtud de la unión inseparable con su Hijo, que es Dios y Hombre, este título inaudito, expresamente reconocido desde el Concilio de Éfeso en 431. Pero esto nos indica algo importante, y al mismo tiempo consolador y estimulante: que una persona humana, como todos nosotros, puede estar asociada al destino del hijo de Dios y del salvador de la Humanidad caída en pecado. Ya lo hemos dicho: se alegra su espíritu en Dios, su Salvador —y su corazón lo atraviesa una espada—. Una y otra vez en la vida de su Hijo; definitivamente a los pies de la cruz. Tales alturas y profundidades no puede recorrerlas sólo un destino humano heroico o trágico, sino una vida sencillamente entregada al seguimiento de Cristo. Un destino en el que todos nosotros, en grados muy distintos, con ciertos indicios o brillantemente, podemos participar.

Tenemos tareas urgentes dentro del mundo: luchar por la justicia en la tierra, contra el hambre y la enfermedad, la tiranía y el terrorismo; con verdadera valentía, pero sabiendo que nunca extirparemos lo malo y negativo y la muerte: luz y oscuridad se alternan en la existencia, como el día y la noche que Dios ha creado. Tenemos que luchar con sinceridad, pero también hemos de reconocer honradamente que nosotros nunca cambiaremos las leyes del mundo, que nunca estaremos liberados del columpio del destino entre alto y profundo, vida y muerte. Pero podemos consolarnos sabiendo que Dios en Jesucristo, junto con nosotros y por encima de nosotros, conoce todas las dimensiones de la existencia, por experiencia propia, y que nos hace partícipes de esta experiencia suya: ‘Cuando soy débil’, dice el Apóstol, ‘entonces soy fuerte’. Cuando yo, junto con Cristo, soy pobre en su espíritu, entonces soy rico. Cuando mi corazón, junto con el corazón de María, se deja atravesar, entonces está abierto, maternalmente, para acoger en sí a los oprimidos.

No le tengamos miedo, por tanto, al futuro que vuelve a abrirse ante nosotros: nos columpiará nuevamente de la luz a la oscuridad, y otra vez a la luz, pero nunca fuera de las dimensiones de Dios.

Tomado de: Hans-Urs von Balthasar, ‘Tú coronas el año con tu Gracia’. Meditaciones radiofónicas, Madrid, Encuentro, 1997, pp. 11-16.