martes, noviembre 30, 2010

La incapacidad de la experiencia (Agamben)


Ron Mueck, s/t

¡Oh, matemáticos, aclaren el error!

El espíritu no tiene voz, porque
donde hay voz hay cuerpo.
Leonardo

En la actualidad, cualquier discurso sobre la experiencia debe partir de la constatación de que ya no es algo realizable. Pues así como fue privado de su biografía, al hombre contemporáneo se le ha expropiado su experiencia: más bien la incapacidad de tener y transmitir experiencias quizá sea uno de los pocos datos ciertos de que dispone sobre sí mismo. Benjamin, que ya en 1933 había diagnosticado con precisión esa 'pobreza de experiencia' de la época moderna, señalaba sus causas en la catástrofe de la guerra mundial, de cuyos campos de batalla 'la gente regresaba enmudecida... no más rica, sino más pobre en experiencias compartibles... Porque jamás ha habido experiencias tan desmedidas como las estratégicas por la guerra de trincheras, las económicas por la inflación, las corporales por el hambre, las morales por el tirano. Una generación que había ido a la escuela en tranvías tirados por caballos, estaba parada bajo el cielo en un paisaje en el cual solamente las nubes seguían siendo iguales y en cuyo centro, en un campo de fuerzas de corrientes destructivas y explosiones, estaba el frágil y minúsculo cuerpo humano'.

Sin embargo, hoy sabemos que para efectuar la destrucción de la experiencia no se necesita en absoluto de una catástrofe y que para ello basta perfectamente con la pacífica existencia cotidiana de una gran ciudad. Pues la jornada del hombre contemporáneo ya casi no contiene nada que todavía pueda traducirse en experiencia: ni la lectura del diario, tan rica en noticias que lo contemplan desde una insalvable lejanía, ni los minutos pasados al volante de un auto en un enbotellamiento; tampoco el viaje a los infiernos en el tren subterráneo, ni la manifestación que de improviso bloquea la calle, ni la niebla de los gases lacrimógenos que se dispia lentamente entre los edificios del centro, ni siquiera los breves disparos de un revólver retumbando en alguna parte; tampoco la cola frente a las ventanillas de una oficina o la visita al país de Jauja del supermercado, ni los momentos eternos de muda promiscuidad con desconocidos en el ascensor o en el ómnibus. El hombre moderno vuelve a la noche a su casa extenuado por un fárrago de acontecimientos —divertidos o tediosos, insólitos o comunes, atroces o placenteros— sin que ninguno de ellos se haya convertido en experiencia.

Esa incapacidad para traducirse en experiencia es lo que vuelve hoy insportable —como nunca antes— la existencia cotidiana, y no una supuesta mala calidad o insignificancia de la vida contemporánea respecto a la del pasado (al contrario, quizás la existencia cotidiana nunca fue más rica en acontecimientos significativos).Es preciso aguardar al siglo XIX para encontrar las primeras manifestaciones literarias de la opresión de lo cotidiano. Si algunas célebres páginas de El ser y el tiempo sobre la 'banalidad' de lo cotidiano —en las cuales la sociedad europea de entreguerras se sintió demasiado inclinada a reconocerse— simplemente no hubieran tenido sentido apenas un siglo antes, es precisamente porque lo cotidiano —y no lo extraordinario— constituía la materia prima de la experiencia que cada generación le transmitía a la siguiente (a esto se debe lo infundado de los relatos de viaje y de los bestiarios medievales, que no contienen nada de 'fantástico', sino que simplemente muestran cómo en ningún caso lo extraordinario podría traducirse en experiencia). Cada acontecimiento, en tanto que común e insignificante, se volvía así a la partícula de impureza en torno a la cual la experiencia condensaba, como una perla, su propia autoridad. Porque la experiencia no tiene su correlato necesario en el conocimiento, sino en la autoridad, es decir, en la palabra y el relato. Actualmente ya nadie parece disponer de autoridad suficiente para garantizar una experiencia y, si dispone de ella, ni siquiera es rozado por la idea de basar en una experiencia el fundamento de su propia autoridad. Por el contrario, lo que caracteriza al tiempo presente es que toda autoridad se fundamenta en lo inexperimentable y nadie podría aceptar como válida una autoridad cuyo único título de legitimación fuese una experiencia. (El rechazo a las razones de la experiencia por parte de los movimientos juveniles es una prueba elocuente de ello).

De allí la desaparición de la máxima y del proverbio, que eran las formas en que la experiencia se situaba como autoridad. El eslogan que los ha reemplazado es el proverbio de una humanidad que ha perdido la experiencia. Lo cual no significa que hoy ya no existan experiencias. Pero éstas se efectúan fuera del hombre. Y curiosamente el hombre se queda contemplándolas con alivio. Desde este punto de vista, resulta particularmente instructiva una visita a un museo o a un lugar de peregrinaje turístico. Frente a las mayores maravillas de la tierra (por ejemplo, el Patio de los leones en la Alhambra), la aplastante mayoría de la humanidad se niega a adquirir una experiencia: prefiere que la experiencia sea capturada por la máquina de fotos. Naturalmente, no se trata de deplorar esta realidad, sino de tenerla en cuenta. Ya que tal vez en el fondo de ese rechazo en apariencia demente se esconda un germen de sabiduría donde podamos adivinar la semilla en hibernación de una experiencia futura. La tarea que nos proponemos —recogiendo la herencia del programa benjaminiano 'de la filosofía venidera'— es preparar el lugar lógico donde esa semilla pueda alcanzar su maduración.

Giorgio Agamben, introducción a Identidad e Historia, Buenos Aires, Adriana Hidalgo Editora, 2007.

lunes, noviembre 15, 2010

La caída en el Edén

Según Lars von Trier:



Y sus consecuencias, tal como dice la letra del aria de Händel:

Lascia ch'io pianga
mia cruda sorte,
e che sospiri la libertà.

Il duolo infranga queste ritorte
de' miei martiri sol per pietà.

Deja que llore
mi cruel suerte
y que suspire de libertad.

Que mi dolor quiebre, por piedad,
estas cadenas
de mis martirios.

lunes, noviembre 08, 2010

‘Eucaristía y hambre en el mundo’ de Pedro Arrupe, SJ

Discurso en el Congreso Eucarístico Internacional
Filadelfia, 2 de agosto de 1976.

“Señor, bueno es que nos quedemos aquí” (Mt XVII,4). Es hermoso estar con ustedes y compartir con ustedes esta maravillosa celebración. Pero supongan que el hambre del mundo está también ella con nosotros esta mañana. Pensemos solamente en los que morirán de hambre hoy, el día de nuestro simposium sobre el hambre. Serán millares, probablemente más de los que estamos en esta sala (unas 15.000 personas). Procuraremos oír su petición, con los brazos extendidos, con voces apagadas, con su terrible silencio: “dadnos pan... dadnos pan porque nos morimos de hambre”.

Y si al fin de nuestra disertación sobre “la Eucaristía y el hambre de pan”, dejando esta sala, tuviésemos que abrirnos camino a través de esa masa de cuerpos moribundos, ¿cómo podríamos sostener que nuestra Eucaristía es el Pan de Vida? ¿Cómo podríamos pretender anunciar y compartir con los otros al mismo Señor que ha dicho: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundantemente”? (Jn X,10).

Importa poco que esta gente que se muere de hambre no esté físicamente presente delante de nosotros, sino esparcida por todo el mundo: sobre las calles de Calcuta o en las áreas rurales del Sahel o de Bangladesh. La tragedia y la injusticia de sus muertes son las mismas dondequiera que sucedan. Y dondequiera que sucedan, nosotros, reunidos hoy, tenemos nuestra parte de responsabilidad. Porque, en la Eucaristía, recibimos a Cristo Jesús que nos dijo un día: “Tuve hambre, ¿me has dado de comer? Tuve sed, ¿me has dado de beber?... De verdad les digo: Cada vez que no han hecho esto a uno de mis hermanos más pequeños, no me lo han hecho a Mí” (Mt XXV, 31-46).

Sí, todos nosotros somos responsables, todos estamos implicados. En la Eucaristía, Jesús es la voz de los que no tienen voz. Habla por quien no puede hacerlo, por el oprimido, por el pobre, por el hambriento. En realidad, Él toma su puesto. Y si nosotros cerramos los oídos aquí al grito de aquellos, estamos también rechazando la voz de Él.

Si nos negamos a ayudarlos, entonces nuestra fe está realmente muerta, como nos dice Santiago con tanta claridad: “Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos del alimento de cada día, y alguno de ustedes les dice: vayan en paz, abríguense y coman, sin darles lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está muerta por sí misma” (St II, 14-16).

Hermanos y hermanas, ¡seamos sinceros! La mayor parte de nosotros, aquí presentes, esta mañana nos hemos alimentado bien y vivimos en una situación suficientemente tranquila. Dios nos conceda que no merezcamos la condena que Santiago aplica al rico egoísta, sea un individuo o una nación, que rehusa dar pan al hambriento o ayudar al pobre: “Lloren con aullidos por sus desgracias inminentes... han vivido en la tierra con placeres y lujos, han hartado sus corazones para el día de la matanza. Han condenado, han matado al justo, que no los resiste” (St V, 1. 5-6).

Signo de los tiempos

Han pasado más de diez años desde que el Concilio Vaticano II hizo de nuestro mundo moderno este comentario que debería llenarnos de verguenza: “Jamás la raza humana ha gozado de tal abundancia de riquezas, de recursos y de poder económico. Y, sin embargo, todavía un enorme porcentaje de los ciudadanos del mundo est atormentado por el hambre y la pobreza...” (GS 4).

Hace dos años, la Conferencia Mundial de las Naciones Unidas para la alimentación explicó todavía con mayor precisión en qué consiste este “enorme porcentaje”: “Según las estimaciones más moderadas, hay más de 460 millones de personas en esta situación en el mundo y su número está creciendo. Al menos el 40% de ellos son niños” (Conferencia, Roma, 1974). ¿Y cuál es la situación? El mismo documento de las Naciones Unidas continúa explicando que se trata de “gente permanentemente hambrienta y cuya capacidad de vivir una vida normal no puede ser realizada”.

Estoy seguro que ni uno solo de los aquí presentes ignora estos y otros hechos sobre el hambre en el mundo, como yo y menos que yo. Estamos siendo bombardeados, quizás hasta la saturación, con grabaciones, diapositivas, películas, estadísticas, libros, discursos y resoluciones sobre el hambre. Sólo en los Estados Unidos hay millares de organizaciones, grupos y oficinas que pretenden, directa o indirectamente, eliminarlo. En Roma, donde vivo, las Naciones Unidas emplean más de tres mil personas dedicadas exclusivamente a estudiar y buscar cómo combatir el hambre en el mundo.

Sin embargo, la situación parece empeorarse tanto más, cuanto más el mundo se enriquece. Al principio de su mandato presidencial, John F. Kennedy propuso al pueblo americano dos objetivos: el primero era enviar un hombre a la Luna en una decena de años; el otro era ayudar a eliminar el hambre “en el tiempo de nuestra vida”. Es un triste comentario a los valores de nuestra civilización constatar que el primer objetivo, técnico y científico, se ha conseguido magníficamente, mientras el segundo, más humanitario y social, se ha alejado todavía más de nuestras perspectivas de realización.

¿Cuáles son las razones? ¿Quizás el problema es demasiado grande para nosotros? No hay duda que el hambre y la desnutrición están ampliamente extendidas y causadas por una compleja serie de factores que van de la imposibilidad de prever el tiempo a la rapidez de crecimiento de la población. Pero, por otra parte, los expertos nos dicen que los recursos alimenticios podrían de hecho ser suficientes hasta nutrir a un número mucho mayor de individuos. ¿O quizás no sabemos cómo llegar a una solución?, ¿de dónde partir? También aquí hay muchos factores complejos, socio-económicos, políticos e incluso culturales, que deben tenerse presentes si se quiere encontrar una solución definitiva al problema del hambre en el mundo. En todo caso, para enviar un hombre a la Luna, para armarnos y defendernos a nosotros mismos y a nuestros aliados, hemos puesto por obra un tal despliegue de recursos, de tecnologías, de ingenios humanos y colaboración social, que no podemos decir en conciencia que la gente tiene hambre simplemente porque no sabemos qué hacer o cómo hacerlo. Lo que verdaderamente falta no son los recursos, la tecnología o los conocimientos. Entonces, ¿de qué se trata?

Se trata de nuestra voluntad de hacer algo; de nuestra determinación de administrar los recursos, la tecnología y los conocimientos que tenemos, no sólo para nuestras propias necesidades e intereses, sino también para las que son necesidades fundamentales de los otros. Sea que vengamos de países ricos o pobres, no parecemos estar suficientemente decididos a ocuparnos de las necesidades de quienes están en dificultades, y a traducir nuestro interés, a menudo sincero pero vago e ineficaz, en hechos concretos. El problema del hambre en el mundo no es del todo económico y social ni siquiera político: es fundamentalmente un problema moral, espiritual.
La “koinonía” de los primeros cristianos

Esta verdad fue claramente comprendida por los primeros cristianos. Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que “iban todos los días al Templo como un solo cuerpo, y se reunían en sus casas para partir el pan”. Y el texto añade: “Tomaban las comidas con alegría y simplicidad de corazón... quien tenía propiedades y bienes los vendía y repartía entre todos según la necesidad de cada uno” (Hch II, 45-46). El mensaje es claro y simple. La consecuencia directa, pero también la condición, de orar juntos y de compartir el Pan del Señor en la misma Eucaristía, era poner en común lo que tenían, para que ninguno permaneciese en la necesidad.

El mismo mensaje está claramente expresado por San Pablo y San Juan con una palabra: “koinonía”. Puede traducirse por “comunión” o “amistad”, “ser compañeros”. Ambos usan la misma palabra para describir tres diferentes niveles de relación.

  • Primero, nuestra amistad con el Padre Dios. “Si decimos que estamos en “comunión” con el Padre y caminamos en las tinieblas, mentimos y no ponemos en práctica la verdad” (I Jn I, 6).
  • En segundo lugar, nuestra comunión con Cristo por la Eucaristía, “El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es quizás 'comunión' con la Sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es quizás 'comunión' con el Cuerpo de Cristo? (I Cor X,16).
  • En tercer lugar, la comunión entre nosotros nos conduce a compartir lo que tenemos, con los otros. “Si alguno de los santos está en necesidad tú debes compartir con él” (Rm XII, 13).

Pero el punto importante en estos tres tipos de comunión, de relación los tres expresados por la misma palabra koinonía es en realidad uno solo. Se trata de diferentes aspectos de la misma “comunión” o “compartición” y no se pueden separar uno del otro. Así, no podemos tener amistad con Dios si no vivimos en comunión unos con otros. Y la Eucaristía es el vínculo visible que significa esta comunión y nos ayuda a constituirla. Ella, efectivamente, reclama y proclama nuestra comunión con Dios y con nuestros semejantes.


Este redescubrimiento de lo que podría ser llamado la “dimensión social” de la Eucaristía, tiene hoy un significado enorme. Una vez más vemos la santa Comunión como el sacramento de nuestra fraternidad y unidad. Nosotros compartimos el mismo alimento comiendo el mismo pan junto a la misma mesa. Y San Pablo nos dice claramente: “Puesto que es uno solo el Pan, nosotros, aun siendo muchos, somos un solo cuerpo: Todos, en efecto, participamos del único Pan” (I Cor X, 27). En la Eucaristía, en otras palabras, recibimos no sólo a Cristo, la Cabeza del Cuerpo, sino también a sus miembros.

Este hecho tiene inmediatas consecuencias, y una vez más nos lo recuerda San Pablo: “Dios ha dispuesto el cuerpo de manera que los diversos miembros se ocupen unos de otros; por ello, si un miembro sufre, todos los miembros sufren al mismo tiempo” (I Cor XII, 24-26).

Dondequiera que haya sufrimiento en el cuerpo, dondequiera que sus miembros estén en necesidad o bajo presión, nosotros, que hemos recibido el mismo Cuerpo y somos parte de Él, debemos estar directamente implicados. No podemos mantenernos fuera o decir a un hermano: “Yo no tengo necesidad de ti, yo no quiero ayudarte”.

Debería, en este punto, ser evidente por qué un simposium sobre el hambre pueda ser parte integrante y fundamental de un Congreso Eucarístico Internacional. Hace doce años, en su saludo inaugural al “Seminario para la alimentación y la salud”, que formaba parte del 38º Congreso Eucarístico Internacional de Bombay, el Cardenal Gracias dijo: “Pretender unir a todos los hombres en la participación de un Pan espiritual sin proveerles al mismo tiempo de pan material, es únicamente un sueño”.

Estas palabras son hoy más verdaderas que nunca. Nosotros no podemos recibir dignamente el Pan de Vida sin compartir el pan para la vida con quien lo necesita.


Nuestro esfuerzo debe tener, por su misma naturaleza, las dimensiones del mundo. Como el cuerpo que compartimos pertenece a todos los pueblos y no conoce barreras de raza, de riqueza, de clases y culturas, así el ponernos a disposición de sus miembros debe ser igualmente universal. La mesa del Señor en torno a la cual nos sentamos hoy, debe ser la mesa del mundo. Hoy nuestro prójimo no es ya sólo el hombre atacado por los ladrones que encontramos al borde del camino, sino también las decenas de hombres, mujeres y niños, que pasan sobre nuestras pantallas de televisión con los vientres hinchados, los ojos hundidos y los cuerpos desnutridos por la enfermedad o la tortura. Estos son nuestros hermanos y nuestras hermanas, y nosotros estamos vinculados a ellos por la Eucaristía.

Acción práctica

Entonces, ¿qué debemos hacer? Una vez más, ustedes saben mejor que yo que hay muchísimas cosas que se pueden hacer, muchos niveles de esfuerzos y compromiso. Tendremos la facilidad de discutirlo detalladamente en la sesión de la tarde. Pero hagamos de modo que este Congreso en su conjunto saque algo en concreto, algo que pueda ser inmediatamente puesto en obra por la gente común en la vida de cada día, algo que sea señal de nuestro amor universal y de nuestra solidaridad con el Cristo que sufre hambre en el mundo de hoy, algo que sea prenda de nuestra efectiva voluntad de ayudar al hombre. Mostremos de modo concreto al mundo —a las organizaciones internacionales, a los gobiernos y a los políticos, a los que están perdiendo la esperanza y que se sienten tentados por el odio, por la violencia y la desesperación— que nosotros creemos todavía en el poder del amor para construir una sociedad más justa y más humana.

Hace algunos años, como recordarán los mayores entre ustedes, fue abolido el ayuno eucarístico de la media noche que hasta entonces era una condición para recibir la santa Comunión. En 1966, considerando la cuestión del ayuno en su conjunto, Pablo VI declaró que tanto el ayuno como la abstinencia deberían ser un testimonio de austeridad y un medio para ayudar a los pobres. Lo que nos propone reintroducir, voluntariamente, un modo diverso de hacer el ayuno eucarístico, no ya solamente por razones ascéticas, sino como signo de nuestro esfuerzo por la justicia en el mundo y como concreta expresión de nuestra solidaridad con los hambrientos y los oprimidos.

En la preparación de este Congreso Eucarístico, muchas familias han tomado parte en la “operación taza de arroz”, ayunando una comida o un día a la semana, y dando el dinero así ahorrado para comprar alimentos a los hambrientos o medios para producirlos. Semejantes prácticas han sido adoptadas también en otros países y por miembros de otras religiones. Nosotros mismos hemos sido invitados a hacer hoy un día de ayuno y de esfuerzo por el hambre del mundo, y a participar esta tarde en una “cena del pobre”. Yo propongo que de ahora en adelante prácticas de este género sean parte integrante de nuestro recibir la Eucaristía, a fin que cada vez que compartimos el Pan de Vida en la mesa del Señor, también compartamos el pan para la vida con los hambrientos del mundo.

Si esta invitación fuese acogida tan sólo por los católicos y sólo en los Estados Unidos, si se ahorrase así solamente un dólar por persona a la semana, esto nos daría la cifra enorme de más de 2,500 millones de dólares al año. Tal suma es más que el doble de cuanto se ha logrado hasta ahora recoger en el nuevo Fondo Internacional para el desarrollo agrícola, creado como organismo de la máxima importancia por la Conferencia mundial de la alimentación en 1974. Naturalmente, el problema del hambre en el mundo no puede resolverse sólo con dinero. Sería peligroso e irresponsable simplificar excesivamente un problema que, lo hemos visto, es complejo y difícil. El valor de lo que he propuesto no está tanto en la cantidad de dinero que podría ser recogida y puesta a disposición de los pobres del mundo, cuanto en el ejemplo concreto que un hecho de este género ofrecería de nuestro amor, de nuestra solidaridad y de nuestra voluntad de hacer los sacrificios necesarios para superar el problema del hambre en el mundo.

Deseo extender esta llamada de una concreta expresión de nuestra efectiva solidaridad y voluntad de ayuda, no sólo a los católicos o a los americanos, sino a todos los hombres de buena voluntad del mundo entero. Porque si las motivaciones pueden ser diversas, el hambre en el mundo es un problema que afecta no sólo a los católicos y a los cristianos, no sólo a los que creen en Dios, sino a todos los que creen en el valor del amor y de la solidaridad humana.

Un tal ejemplo de solidaridad, que pasase a través de las religiones, razas y naciones, podría inspirar y hacer más eficaces las otras intervenciones internacionales, y también conducirnos a otros y más profundos compromisos. Si esta llamada fuese acogida y hecha efectiva, entonces el proyecto de eliminar el hambre en tiempo de nuestra vida, podría dejar de ser un sueño lejano.

Conclusión

Hermanos, hermanas, el mundo en el que vivimos está lleno de injusticias, odio y violencia. Donde quiera que volvamos la mirada encontramos lo que el Sínodo de Obispos ha descrito: “Una red de dominaciones, opresiones y abusos que sofoca la libertad y que tiene a la mayor parte de la humanidad lejana de la participación en la construcción y el disfrute de un mundo más justo y más fraterno” (“La justicia en el mundo”, Sínodo de Obispos, Roma 1971, introducción).

Sin embargo, tenemos una respuesta que nos da esperanza y alegría. Es la Eucaristía, el símbolo del amor de Cristo por el hombre. La tarea de este Congreso es difundir aquel amor y traducirlo en acción eficaz. Sin tal acción, como la que he propuesto, ¿lograría nuestro Congreso Eucarístico transmitir un verdadero mensaje al mundo? Esto es, un mensaje que sea escuchado y creído por el hombre moderno. Sin una tal evidencia tangible de nuestro compromiso por los demás, ¿qué testimonio podremos dar?

Y este gran país que ha hospedado al Congreso y que está celebrando el segundo centenario de su independencia, ¿tiene valor, la determinación, la generosidad de dar al mundo el ejemplo que espera? Ha habido un tiempo en el cual la nueva tierra americana ha estado en condiciones de decir a los otros países más allá del mar: “Dame tu hambriento, tu pobre. Tus muchedumbres hacinadas que ansían respirar libremente. El miserable desecho de tus playas hormigueantes. Envíamelos, a éstos sin casa que la tempestad arroja hasta mí. Yo alzo mi lámpara junto a la puerta de oro”.

Hoy, la mayoría de los fatigados del mundo, de los pobres, de los sin casa y de los hambrientos, no podrá jamás poner sus ojos sobre la Estatua de la Libertad. Pero ellos tienen derecho a lo que ella significa: derecho a la libertad, a la justicia, al alimento. Tienen necesidad y derecho a una política internacional justa y generosa, lo que requiere una clase dirigente iluminada, en éste como en otros países ricos. Tienen necesidad y derecho a un nuevo orden internacional.

Y si esto nos exige sacrificios, ¿volveremos la espalda? ¿No es quizás precisamente esto lo que significa el ayuno? El mismo Señor nos lo recuerda: “El ayuno que quiero, ¿no es más bien soltar las cadenas inicuas, cortar las ataduras del yugo, poner en libertad a los oprimidos y romper todo yugo? ¿No consiste quizás en dividir el pan con el hambriento, introducir en casa a los miserables sin techo, vestir a uno que veas desnudo sin apartar los ojos de quien es tu carne”? (Is LVIII, 6-7).


Ésto es lo que una celebración plena de la Eucaristía significa en el mundo de hoy. No olvidemos que sólo cuando, en la fe y en el amor, distribuimos lo poco que tengamos —algunos panes y peces— es cuando Dios bendice nuestros pobres esfuerzos y su omnipotencia los multiplica para salir al encuentro del hambre del mundo. No olvidemos que sólo después que la viuda dio a Elías la comida, tomada de lo poquísimo que ella tenía, es cuando Dios vino en su ayuda (Re XVII, 15-16). Y Elías era totalmente extranjero, venía de otro país y adoraba a un Dios ajeno. Del mismo modo, sólo compartiendo su pan con un extraño es cuando los dos discípulos del camino de Emaús reconocieron haber encontrado al Señor (Lc XXIV, 30-31).

miércoles, noviembre 03, 2010

La oración de Agustín

Claudio Coello, El triunfo de San Agustín, 1664.

Dios, creador de todas las cosas, dame primero la gracia de rogarte bien, después hazme digno de ser escuchado y, por último, líbrame. Dios, por quien todas las cosas que de su cosecha nada serían, tienden al ser. Dios, que no permites que perezca ni aquello que de suyo busca la destrucción. Dios, que creaste de la nada este mundo, el más bello que contemplan los ojos. Dios, que no eres autor de ningún mal y haces que lo malo no se empeore. Dios, que a los pocos que en el verdadero ser buscan refugio les muestras que el mal sólo es privación de ser. Dios, por quien la universalidad de las cosas es perfecta, aun con los defectos que tiene. Dios, por quien hasta el confín del mundo nada disuena, porque las cosas peores hacen armonía con las mejores. Dios, a quien ama todo lo que es capaz de amar, sea consciente o inconscientemente. Dios, en quien están todas las cosas, pero sin afearte con su fealdad ni dañarte con su malicia ni extraviarte con su error. Dios, que sólo los puros has querido que posean la verdad. Dios, Padre de la Verdad, Padre de la Sabiduría y de la vida verdadera y suma; Padre de la bienaventuranza, Padre de lo bueno y hermoso. Padre de la luz inteligible, Padre, que sacudes nuestra modorra y nos iluminas; Padre de la Prenda que nos amonesta volver a ti.

A ti invoco, Dios Verdad, en quien, de quien y por quien son verdaderas todas las cosas verdaderas. Dios, Sabiduría, en ti, de ti y por ti saben todos los que saben. Dios, verdadera y suma vida, en quien, de quien y por quien viven las cosas que suma y verdaderamente viven. Dios bienaventuranza, en quien, de quien y por quien son bienaventurados cuantos hay bienaventurados. Dios, Bondad y Hermosura, principio, causa y fuente de todo lo bueno y hermoso. Dios, luz espiritual, en ti, de ti y por ti se hacen comprensibles las cosas que echan rayos de claridad. Dios, cuyo reino es todo el mundo, que no alcanzan los sentidos. Dios, que gobiernas los imperios con leyes que se derivan a los reinos de la tierra. Dios, separarse de ti es caer; volverse a ti, levantarse; permanecer en ti es hallarse firme. Dios, darte a ti la espalda es morir, convertirse a ti es revivir, morar en ti es vivir. Dios, a quien nadie pierde sino engañado, a quien nadie busca sino avisado, a quien nadie halla sino purificado. Dios, dejarte a ti es ir a la muerte; seguirte a ti es amar; verte es poseerte. Dios, a quien nos despierta la fe, levanta la esperanza, une la caridad. Te invoco a ti, Dios, por quien vencemos al enemigo. Dios, por cuyo favor no hemos perecido nosotros totalmente. Dios que nos exhortas a la vigilancia. Dios, por quien discernimos los bienes de los males. Dios, con tu gracia evitamos el mal y hacemos el bien. Dios, por quien no sucumbimos a las adversidades. Dios, a quien se debe nuestra buena obediencia y buen gobierno. Dios, por quien aprendemos que es ajeno lo que alguna vez creímos ajeno. Dios, gracias a ti superamos los estímulos y halagos de los malos. Dios, por quien las cosas pequeñas no nos empequeñecen. Dios, por quien nuestra porción superior no está sujeta a la inferior. Dios, por quien la muerte será absorbida con la victoria. Dios, que nos conviertes. Dios, que nos haces dignos de ser oídos. Dios, que nos defiendes. Dios, que nos guías a toda verdad. Dios, que nos muestras todo bien, dándonos la cordura y librándonos de la estulticia ajena. Dios, que nos vuelves al camino. Dios, que nos traes a la puerta. Dios, que haces que sea abierta a los que llaman. Dios, que nos das el Pan de la vida. Dios, que nos das la sed de la bebida que nos sacia. Dios, que arguyes al mundo del pecado, de justicia y de juicio. Dios, por quien no nos arrastran los que no creen. Dios, por quien reprobamos el error de los que piensan que las almas no tienen ningún mérito delante de ti. Dios, por quien no somos esclavos de los serviles y flacos elementos. Dios, que nos purificas y preparas para el divino premio, acude propicio en mi ayuda.

Todo cuanto he dicho eres tú, mi Dios único; ven en mi socorro, una, eterna y verdadera sustancia, donde no hay ninguna discordancia, ni confusión, ni mudanza, ni indigencia, ni muerte, sino suma concordia, suma evidencia, soberano reposo, soberana plenitud y suma vida; donde nada falta ni sobra: donde el progenitor y el unigénito son una misma sustancia. Dios, a quien sirve todo lo que sirve, a quien obedece toda alma buena. Según tus leyes giran los cielos y los astros realizan sus movimientos, el sol produce el día, la luna templa la noche, y todo el mundo, según lo permite su condición material, conserva una gran constancia con las regularidades y revoluciones de los tiempos; durante los días, con el cambio de la luz y las tinieblas; durante los meses, con los crecientes y menguantes lunares; durante los lustros, con la perfección del curso solar; durante grandes ciclos, por el retorno de los astros . Dios, por cuyas leyes eternas no se perturba el movimiento varios de las cosas mudables y con el freno de los siglos que corren se reduce siempre a cierta semejanza de estabilidad; por cuyas leyes es libre el albedrío humano y se distribuyen los premios a los buenos y los castigos a los malos, siguiendo en todo un orden fijo. Dios, de ti proceden hasta nosotros todos los bienes, tú apartas todos los males. Dios, nada existe sobre ti, nada fuera de ti, nada sin ti. Dios, todo se halla bajo tu imperio, todo está en ti, todo está contigo. Tú creaste al hombre a tu imagen y semejanza, como lo reconoce todo el que se conoce a sí. Óyeme, escúchame, atiéndeme. Dios mío, Señor mío, Rey mío, Padre mío, principio y creador mío, esperanza mía, herencia mía, mi honor, mi casa, mi patria, mi salud, mi luz, mi vida. Escúchame, escúchame, escúchame según tu estilo, de tan pocos conocido.

Ahora te amo a ti solo, a ti solo sigo y busco, a ti solo estoy dispuesto a servir, porque tú solo justamente señoreas; quiero pertenecer a tu jurisdicción. Manda y ordena, te ruego, lo que quieras, pero sana mis oídos para oír tu voz; sana y abre mis ojos para ver tus signos; destierra de mí toda ignorancia para que te reconozca a ti. Dime adónde debo dirigir la mirada para verte a ti, y espero hacer todo lo que mandares. Recibe, te pido, a tu fugitivo, Señor, clementísimo Padre; basta ya con lo que he sufrido; basta con mis servicios a tu enemigo, hoy puesto bajo tus pies; basta ya de ser juguete de las apariencias falaces. Recíbeme ya siervo tuyo, que vengo huyendo de tus contrarios, que me retuvieron sin pertenecerles, cuando vivía lejos de ti. Sólo tengo voluntad; sé que lo caduco y transitorio debe despreciarse para ir en pos de lo seguro y eterno. Esto hago, Padre, porque esto sólo sé y todavía no conozco el camino que lleva hasta ti. Enséñamelo tú, muéstramelo tú, dame tú la fuerza para el viaje. Si con la fe llegan a ti los que te buscan, no me niegues la fe; si con la virtud, dame la virtud; si con la ciencia, dame la ciencia. Aumenta en mí la fe, aumenta la esperanza, aumenta la caridad. ¡Oh cuán admirable y singular es tu bondad!

A ti vuelvo y torno a pedirte los medios para llegar hasta ti. Si tú abandonas, luego la muerte se cierne sobre mí; pero tú no abandonas, porque eres el sumo Bien, y nadie te buscó debidamente sin hallarte. Y debidamente te buscó el que recibió de ti el don de buscarte como se debe. Que te busque, Padre mío, sin caer en ningún error; que al buscarte a ti, nadie me salga al encuentro en vez de ti. Pues mi único deseo es poseerte; ponte a mi alcance, te ruego, Padre mío; y si ves en mí algún apetito superfluo, límpiame para que pueda verte. Con respecto a la salud corporal, mientras no me conste qué utilidad puedo recabar de ella para mí o para bien de los amigos, a quienes amo, todo lo dejo en tus manos, Padre sapientísimo y óptimo, y rogaré por esta necesidad, según oportunamente me indicares. Sólo ahora imploro tu nobilísima clemencia para que me conviertas plenamente en ti y destierres todas las repugnancias que a ello se opongan, y en el tiempo que lleve la carga de este cuerpo, haz que sea puro, magnánimo, justo y prudente, perfecto amante y conocedor de tu sabiduría y digno de la habitación y habitador de tu beatísimo reino. Amén, amén.

San Agustín de Hipona, Soliloquia I, 2-6.