viernes, enero 26, 2007

VT VNVM SINT


Cada año, la Iglesia de Cristo —término extensible más allá de Roma— celebra la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos entre el 18 y el 25 de enero. Por primera vez en mi vida —aunque lo intenté el año pasado—, me uní al Pueblo de Dios en oración para tal propósito. Y he de confesar que esto no es cualquier cosa para alguien de un ecumenismo tan limitado como yo —por lo menos en lo referente al amplísimo término ‘protestantes’—.

Afortunadamente, en esta ocasión, los textos que prepararon conjuntamente el Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y la Comisión Fe y Constitución del Consejo Mundial de Iglesias trataba sobre un tema no sólo de mi interés, sino que coincide con mi mayor acercamiento ecuménico con los ‘hermanos separados’: la Iglesia de Sudáfrica. Resulta ser que uno de mis mejores amigos —y no uso esta palabra a la ligera— de la red, Christian Uitzinger —que aparece en la fotografía junto al célebre Arzobispo anglicano de Johannesburgo y Premio Nobel de la Paz, Desmond Tutu—, está en proceso de convertirse en un ministro-sacerdote anglicano.

Nuestra amistad se ha desarrollado en un constante compartir de experiencias, búsqueda de Dios y los distintos caminos de fe. Por más que estemos en desacuerdo sobre más de una cosa —muchas, en realidad—, nos respetamos y apreciamos tal cual somos y estamos siempre dispuestos a explorar lo que haya de santo y bueno en nuestras respectivas iglesias; un ejemplo es que yo le regalé el libro Dios y el mundo del entonces cardenal Ratzinger y él me dio Dios tiene un sueño de monseñor Tutu. Ambos quedamos muy enriquecidos y contentos.

Ahora bien, reflexionando los textos con los que las iglesias tratan de acercarse unas a otras para volver a conformar la verdadera y única Iglesia de Cristo, me he dado cuenta de que las divisiones entre los cristianos son un obstáculo mayúsculo para la construcción del Reino, una incongruencia inmensa con el Evangelio y una terrible forma de desprestigio para las instituciones eclesiales.

La Iglesia en África es un ejemplo contundente de ello: una cristiandad dividida no puede hacer frente a la enorme miseria, la inequidad, la ignorancia, la violencia, la desintegración familiar y el SIDA que afectan a millones de personas, especialmente a los más pobres. Sin embargo, es precisamente entre los más pobres, casi siempre entre miembros de distintas iglesias, que ‘las iniciativas locales a pequeña escala, a menudo de tipo ecuménico, hacen del Reino de Dios una realidad que consigue romper el silencio sobre la pobreza, la enfermedad, la violencia y la desesperación’.

Aunque en Sudáfrica, donde vive mi amigo Chris y el arzobispo Tutu, y donde el 10% de la población vive con VIH; aún se dejen ver los muros invisibles del racismo y la segregación, también podemos contemplar un ecumenismo vivo, de facto, así como los frutos de una de las reconciliaciones más grandiosas de la Historia, en la que oprimidos y torturados le tendieron la mano en perdón a sus opresores y torturadores.

¿Qué se podría lograr cuando metodistas, anglicanos, bautistas y católicos fueran ‘uno’, se aceptaran como lo que son: la Iglesia, el Pueblo de Dios

G. G. Jolly

lunes, enero 22, 2007

‘La vocación jesuita hoy’ de Pedro Arrupe, SJ

‘A un joven que quisiera ser jesuita yo le diría:

Quédate en tu casa
si esta idea te pone inquieto y nervioso.

No vengas a nosotros si es que amas
a la Iglesia como una madrastra
y no como a una madre;
no vengas si piensas que con ello
vas a hacer un favor a la Compañía de Jesús.

Ven si para ti el servicio a Cristo
es el centro de tu vida.

Ven si tienes unas espaldas anchas
suficientemente fuertes,
un espíritu abierto,
una mente razonablemente abierta
y un corazón más grande que el mundo.

Ven si sabes ser bromista y reírte con otros
y... en ocasiones, reírte de ti mismo.’

miércoles, enero 17, 2007

Cuando se pierde la fe...

‘Un día, un joven jasid fue a ver a rabí Pinjás de Koretz, famoso por su sabiduría y compasión, y le suplicó:

—¡Ayúdame! Necesito tu consejo y, todavía más, necesito tu intercesión. Mi angustia es tan grande y tan pesada que no puedo soportarla. Haz que se disipe, Maestro. En torno a mí y en mí el mundo se hunde bajo el peso de su tristeza y la mía. Haz que vuelva a alzarse, Maestro. Los hombres no son humanos; la vida ya no es sagrada. Las palabras están vacías: vacías de verdad, vacías de fe. Ya no sé hacia quién volverme ni de qué apartarme. Las dudas me asaltan, y lo hacen con tanto poder que ya no sé quién soy ni por qué existo, y lo que es peor: ni siquiera me importa ya saberlo. Maestro, ¿qué debo hacer? Dime, te suplico: ¿qué debo hacer?

—Ve y estudia la Torá —respondió rabí Pinjás de Koretz—. La Torá es el único remedio. Siempre lo ha sido. Ella contiene todas las respuestas. Ella es la respuesta. ¿Acaso lo has olvidado?

—No, no lo he olvidado —exclamó desesperado el discípulo—. Pero, desgraciado de mí, soy incapaz de estudiar. Mis certezas se tambalean; mi ímpetu se ha quebrado. Mi alma no sabe a qué aferrarse, dónde refugiarse: se va por el mundo errante y yo me quedo allá, abandonado como un desecho. Abro una página del Talmud y me quedo mirándola sin objetivo ni finalidad, todo el rato la misma página. Todas las frases me son opacas; cada palabra es un obstáculo, una pared más alta que el cielo. Soy incapaz de avanzar, de terminar un pensamiento. ¿Qué haré, rabí? ¿Qué debo hacer para avanzar?

Cuando un judío, aunque sea un rabí, no puede contestar, puede, al menos, contar una historia. Eso hizo el rabí de Koretz, e invitó a su visitante a que se acercara.

—Escucha —le dijo sonriendo—, lo que te pasa también me ocurrió a mí. Cuando tenía tus años, tropecé con los mismos obstáculos y me encontré esos mismos escollos. Conocí tus angustias. Fue un milagro que el corazón no se me rompiera, de tanta incertidumbre y tanto miedo. No entendía nada: el hombre y su destino, la creación y su destino... Luchaba contra tantas fuerzas tan negras, que me era imposible dar un paso. Iba quedando adherido a la niebla de las dudas y la desesperación me tragaba. Intenté orar, estudiar, meditar; fue en vano. Probé con la penitencia, la soledad, el silencio. En vano. Mis preguntas seguían amenazándome como antes. Era imposible avanzar hacia el futuro; ni siquiera podía imaginármelo. Un día oí que rabí Israel Baal Shem-Tov en persona, el Maestro del Buen Nombre, iba a venir a mi ciudad. Fui por curiosidad a la posada donde recibía a sus fieles. Los encontré en mitad de la oración. El Baal-Shem acababa de terminar la Amidá, la oración silenciosa. Retrocedió tres pasos. Me vio. Yo estaba seguro de que me no me veía más que a mí. Ante la intensidad de su mirada, tuve que bajar los ojos. De repente, me sentí menos solo. Volví a mi casa. Me fue posible abrir de nuevo el Talmud y continuar el estudio por donde lo había abandonado. Fíjate —dijo a su discípulo el rabí de Koretz—: las preguntas seguían abiertas y las dudas seguían angustiándome; pero podía continuar.’

Tomado de: Elie Wiesel, Contra la melancolía, Madrid, Caparrós, 1996. pp. 7-8.

lunes, enero 15, 2007

Adiós a un santo, hermano mío

La muerte ha rondado a la comunidad jesuita de la Ciudad de los Niños, en Guadalajara, México. El día 17 de diciembre de 2006, dos días después de la cena navideña, el padre Carlos Ignacio González, S. I. (1937-2006) murió de un súbito ataque al corazón. El 13 de enero, tras una dura enfermedad, le siguió el padre Ricardo Rizo Hernández, S. I. (1919-2007), sin duda, el hombre más cercano a la santidad que jamás he conocido.

Un hombre de fe inquebrantable, amor profundísimo por la Iglesia y por la Compañía de Jesús, humildad y sencillez impresionantes, incansable, entregado hasta el límite a Jesús, amadísimo pastor de almas, constructor de numerosas iglesias, casas de religiosos y religiosas, dispensarios, escuelas para niños necesitados, centros comunitarios, etcétera... Fue también párroco, ayudante del maestro de novicios de la Compañía de Jesús en México, director espiritual en el Seminario interdiocesano de Montezuma, Nuevo México, y rector del internado jesuita Ciudad de los Niños del padre Cuéllar. Más de 600 personas atendieron a su funeral, alegre, pues bien sabemos que él está con Dios, en su dicha más grande.

El padre Rizo es el testimonio más grande que tengo como futuro jesuita, como cristiano y como ser humano. Puedo decir, orgulloso, que he conocido y vivido con un verdadero santo (y cualquier persona que lo haya conocido no me dejará mentir).

Aunque estos dos sacerdotes ejemplares están con Dios, lo cual es motivo de alegría y no de luto, se ha hecho realidad un pícaro dicho típico de la Compañía de Jesús: ‘Los santos se están mueriendo y los sabios se están saliendo. Y quedamos los demás’. En mi comunidad ya se murió el sabio y ahora el santo...

Quedamos los demás, aunque con dos ejemplos contundentes para mejor seguir a Jesús.

G. G. Jolly