domingo, septiembre 27, 2009

Dos videos muy católicos...

El otro día, en el blog Razones para vivir, me topé con dos videos sobre la Iglesia, la Católica, que aquí sí es pertinente la especificación. Creo que deberían matizarse algunos aspectos, como una lectura bíblica y de la Tradición algo superficial, pero, además de estar bien hechos, proponen algo distinto y muy importante: el orgullo de pertenencia. Sí, sí, la santa y pecadora, la casta meretriz, la puta de las siete colinas, la Inquisición y las Cruzadas, los curas pederastas y el Banco del Vaticano... ¡todos lo sabemos! Aun así, es justo que reconozcamos a la Madre que nos ha transmitido la fe, a la comunidad eterna de los creyentes habitada y guiada por el Espíritu, al conjunto de testigos, tradiciones e instituciones que han contribuido, a lo largo de dos mil años, a mostrar (aunque sea un poco) la Ciudad de Dios en la tierra y a darle forma a la Ciudad del Hombre. Pocas cosas tan nobles y puramente humanas como la vida de los santos, la pintura, la música, la arquitectura, la justicia, la caridad, la ética, el saber y la cultura emanadas de la fe, la fe que brota del seno de la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica y Romana. ¡Basta ya de cristianos vergonzantes!





G. G. Jolly

sábado, septiembre 26, 2009

R. I. P. Leszek Kołakowski (1927-2009)

El otro día me topé con una frase de Michel Foucault que me hizo saltar del asiento: ‘A Marx le hubieran horrorizado el leninismo y el estalinismo’. No tengo nada en contra de Foucault, por todo lo demás (lo que he leído suyo, al menos), pero ésa es precisamente la clase de certezas superfluas que convierten al totalitarismo en un fenómeno como cualquier otro, y, por tanto, potencialmente repetible. Y justo acababa de leer, en la revista Letras Libres, una frase al respecto del filósofo polaco, Leszek Kołakowski, citada a propósito de su obituario. La incluyo aquí (junto con otras), en contestación a Foucault:
‘Si bien Marx no concibió al comunismo como un Gulag, sería un error decir que su doctrina fue del todo inocente. Marx y no Stalin fue el primero que dijo que la idea del comunismo se podía resumir en una sola frase: abolición de la propiedad privada. Desde este punto de vista, el sovietismo sí puso en práctica el socialismo en el sentido marxista, ya que fue abolida la propiedad privada. Marx, y no Stalin, dijo que debía concentrarse el poder económico y la propiedad en manos del Estado. Así, la idea del socialismo que tanto Lenin como Trotski pusieron en práctica en Rusia fue la del socialismo entendido como campo de concentración. Y esto lo dijeron claramente. Lenin habló muchas veces de lo que era la dictadura como él la veía: el poder impuesto por la violencia, el poder que no obedecía a ninguna regla, a ninguna ley: el poder absoluto. Trotski fue todavía más fuerte: la idea de la nacionalización en masa, que es una idea marxista, equivalía a la idea de que la gente sea propiedad del Estado. Nacionalizarlo todo significa nacionalizar a la gente. Esto significaba la esclavitud. El pueblo no habría tenido que esperar a la revolución bolchevique para darse cuenta del sentido del marxismo: podemos citar a muchos, especialmente a los anarquistas, que ya en el siglo XIX, décadas antes de la Revolución rusa, predijeron con claridad lo que sucedería si triunfaba el socialismo según la receta marxista. ¿No había dicho Proudhon que el marxismo convertiría a los hombres en esclavos?’

‘En la historia de los países comunistas siempre que alguna reforma produjo algún resultado, se debió a que esa reforma restauraba parcialmente el mercado, es decir, el capitalismo. No se puede derivar otra lección de la historia del comunismo. El capitalismo equivale a mercado. El intento del comunismo de suprimir el mercado nunca funcionó bien, pero en gran medida sí logró destruir la economía. Yo no opongo el capitalismo al comunismo como dos sistemas simétricos. El capitalismo no es el producto de una planeación: surgió espontáneamente como resultado del desarrollo del comercio. A grandes rasgos, puede decirse que el capitalismo equivale a la naturaleza humana en función, es decir: desarrollando la codicia. El socialismo fue en cambio una invención artificial de los filósofos. Quizá hubo razones para pensar que podía funcionar, pero no funcionó y nunca funcionará. Ahora bien, si se continúa afirmando que los cambios actuales son un movimiento hacia otro socialismo, entonces tenemos que definir la palabra socialismo. Es decir, tenemos que precisar, para seguir hablando de socialismo, si entendemos por tal lo que ha significado hasta hoy (la nacionalización en masa de todo, incluyendo a la gente, la abolición del mercado, etcétera) o si significa otra cosa. Y en este último caso, necesitamos una nueva definición radical.’
‘Una sociedad en la que el egoísmo sea la motivación dominante, por muy mal que esto nos parezca, sigue siendo mucho mejor que una sociedad basada en la hermandad obligatoria. La idea central del socialismo era la fraternidad universal. Creo que nada puede ser más maligno que el propósito de institucionalizar la hermandad. Esta se puede institucionalizar sólo bajo la forma del despotismo, y fue lo que sucedió en realidad. De cualquier modo, reconozco que necesitamos la idea de la fraternidad humana como idea más normativa que institutiva, para seguir la célebre definición kantiana. Necesitamos de ella para hacer que la sociedad sea mejor de lo que es, pero plantear la fraternidad como un conjunto de instituciones impuestas desde arriba es la mejor receta para lograr el totalitarismo, la esclavitud. El mercado no es justo, desde luego. Yo no renunciaría al concepto de justicia social. Acepto que existen muchos problemas que el mercado no resuelve ni arregla automáticamente. El mercado deja muchos problemas sin resolver. El mercado no es justo. Sin embargo, la abolición del mercado es mucho peor que todas las injusticias del mercado. El mercado es cuestión de ceder algo y ganar algo.’
G. G. Jolly

viernes, septiembre 11, 2009

Hay que callar...


Decía el filósofo Ludwig Wittgenstein que De lo que no se puede hablar hay que callar. Hace exactamente ocho años, todos nos percatamos de que tenía razón.


jueves, septiembre 03, 2009

A 70 años de la guerra que había que ganar

‘Si el siglo XVIII se define como el de la racionalidad,
el siglo XX sin duda se llamará la era de la irracionalidad.’
Imre Kertész


Declaración de guerra. Discurso radiofónico de Sir Neville Chamberlain, Primer Ministro de Gran Bretaña, 3 de septiembre de 1939.

La historia es lo que más me ha apasionado desde niño. La historia bélica en especial y la historia de la II Guerra Mundial en particular. Vaya, su estudio me ha acompañado a lo largo de la vida y, de hecho, ha detonado sus momentos y transformaciones cruciales. Puedo decir que la guerra del 39 al 45 me afecta directamente, en el sentido de que me mueve a algo, de infinitas maneras… Habiéndola estudiado con gran profundidad, habiendo conocido a algunos de sus supervivientes de primera mano, habiendo reconocido sus implicaciones históricas, sociales, económicas, filosóficas y religiosas, cuyas secuelas aún padece el mundo, considero un deber personal dedicarle un ensayo precisamente el día de hoy, cuando se cumplen 70 años de que Francia y Gran Bretaña (seguida, días después, por varias naciones de la Commonwealth) iniciasen, contra su voluntad, una guerra para librar a Europa del Apocalipsis.

Gracias a este interés por la historia y las investigaciones que he realizado, siempre he dudado de las historias oficiales y de los retratos en blanco y negro; léase la ‘Edad Obscura’, olvidada y denostada; la Inquisición Española, deformada por una leyenda negra antiespañola; la Conquista de América Latina, donde los indígenas son la ‘raza cósmica’, ‘humillada y corrompida’ por el ‘pérfido invasor’… Sin embargo… el involucrarme, profundizar y comprometerme con el estudio de la II Guerra Mundial ha vuelto forzoso que haga una excepción. La ‘guerra que había que ganar’ sí es un episodio histórico en blanco y negro, o por lo menos con una gama de grises muy limitada en el medio. Las opiniones contrarias tienen, para mi gusto, un tufillo a prejuicio —¿fascismo?— o, de plano, a estupidez. Ésta no sólo fue la conflagración de mayor escala y brutalidad en toda la historia humana —50 millones de muertos—, fue también única desde sus causas, motivaciones y métodos; el nivel de barbarie, inmoralidad e inhumanidad que alcanzó el Hombre no tiene paralelo alguno.

Londres bajo las bombas alemanas, 1940.

Comencemos por citar un fragmento del prólogo al libro del que tomé el nombre para este ensayo:
La II Guerra Mundial fue el conflicto más mortífero de la historia moderna. Fue una matanza de soldados como la I Guerra Mundial, pero con la añadidura de ataques directos contra civiles a una escala que no se había visto en Europa desde la Guerra de los 30 Años tres siglos antes. En el frente oriental sus horrores sobrepasaron las peores batallas de la I Guerra Mundial. A veces la lucha a muerte entre las fuerzas de la Wehrmacht y el Ejército Rojo parecía no terminar nunca.

La ferocidad de la guerra entre las grandes —y pequeñas— naciones del mundo aumentó al añadirse la ideología racial al nacionalismo, el deseo de gloria, la codicia, el miedo y el afán de venganza que han caracterizado la guerra en todas las épocas. La Alemania Nazi abrazó una concepción ideológica del mundo (Weltanschauung) basada en la creencia de una revolución mundial de carácter “biológico”, una revolución que Adolf Hitler persiguió con torva obsesión desde comienzos del decenio de 1920 hasta que se suicidó en el Führerbunker en abril de 1945. El objetivo de los nazis era eliminar a los judíos y otras razas “infrahumanas”, esclavizar a los polacos, los rusos y otros pueblos eslavos y devolver a la raza aria —es decir, a los alemanes— su legítimo lugar como gobernante del mundo. Al terminar la contienda, los nazis habían asesinado o matado a fuerza de trabajo a por lo menos 12 millones de civiles y prisioneros no alemanes.’(1)
A diferencia de la I Guerra Mundial, donde la lucha de poder entre todas las potencias europeas tarde o temprano culminaría en una guerra, aceptada por todos con gusto, la II Guerra Mundial no era inevitable. A pesar de la tensión entre comunismo y fascismo y de ambos con el liberalismo, de las consecuencias de la paz de Versalles y de la crisis económica del 29, la guerra del 39 tiene como causa principal la megalomanía de un solo hombre, Adolf Hitler, y la megalomanía de un pueblo, el alemán, que se entregó en cuerpo y alma al proyecto de su Führer. Un proyecto que, además, perseguía como fin último el genocidio, pues la condición sine qua non para supremacía aria era la desaparición de los judíos y el sometimiento absoluto de eslavos y latinos. Ni siquiera el comunismo de Stalin perseguía el exterminio por sí mismo, a pesar de que se cobró tantas o más víctimas que el nazismo. Quizá Buchenwald y Dachau nacieron gemelos de Lubianka y el Gulag, pero Auschwitz, Treblinka y Sobibor no tienen su equivalente soviético. Hitler tenía claro que su guerra era una guerra racial, ideológica y bélica, en ese orden de prioridad. Por ello, justo en el momento que fracasaba la ofensiva frente a Moscú y EE. UU. se involucraba directamente en el conflicto, cuando Alemania más tendría que aprovechar sus limitados recursos, Hitler emprendió, sin importarle el costo, su guerra principal: el exterminio del pueblo judío.


Millones han muerto masacrados, torturados o de inanición a lo largo de la Historia, por causa de guerras y tiranos. Quizás Mao y Stalin se lleven el premio a la mayor cantidad. Y, no obstante, el Holocausto de Hitler, con sus 11 millones de víctimas, es muy distinto. Nunca jamás se había emprendido un programa semejante de exterminio por exterminio —sin fines utilitarios—, planificado puntual y metódicamente desde el aparato estatal, utilizando los conocimientos científicos y técnicos más avanzados para hacer el proceso rápido, eficiente y limpio. Es decir, que ‘Nadie puede pasar de largo ante la tragedia de la Shoah. Aquel intento de acabar programadamente con todo un pueblo se extiende como una sombra sobre Europa y el mundo entero; es un crimen que mancha para siempre la historia de la humanidad’.(2)


Todo esto inserto, además, en la estructura de terror de una dictadura y la inercia barbárica de una guerra. Es decir, que a la ‘Solución Final’ hay que sumar, por supuesto, la represión política de la disidencia alemana, el programa de eutanasia y esterilización forzadas, la esclavitud y el saqueo de los países conquistados, la atroz guerra ‘antipartisana’, el bombardeo indiscriminado a civiles inaugurado por la misma Alemania —Guernica, Varsovia, Rótterdam, Londres, Coventry, Leningrado, Stalingrado—, la guerra de conquista y exterminio desatada contra los pueblos de Europa —en especial, aquella contra la Unión Soviética— y, por supuesto, las mil y un atrocidades en el campo de batalla. Esto y exclusivamente esto es cuanto representaba la Alemania de Hitler: terror, terror y más terror, la negación absoluta de Dios y del ser humano. Y contra esto reaccionaron las naciones aliadas.

¿Cómo puede, entonces, ser equivalente la lucha de un soldado alemán a la de un polaco, cuyo país fue invadido, destruido y sangrado gratuitamente? ¿Y la de un checo, un griego, un yugoslavo, un belga, un francés, un noruego? ¿Y cómo la de un británico, canadiense o estadounidense, que lucharon precisamente por devolverle la independencia a países conquistados, la libertad a pueblos tiranizados? Incluso, ¿cómo equivale la del alemán a la del soviético, que, a pesar de defender un régimen igual de despreciable, cometiendo no pocos crímenes también, vio su patria invadida y su pueblo aniquilado? La respuesta es que en ningún caso pueden ser equivalentes los esfuerzos de guerra de una nación durante la II Guerra Mundial. A menos de que neguemos los derechos humanos básicos y despreciemos al único régimen político que vela por ellos, la democracia liberal, esta postura es insostenible: la invasión que sufrió Francia por parte de Alemania en mayo de 1940 difiere totalmente de la que le ocurrió en junio de 1944 por parte de los Aliados occidentales; el sitio de Leningrado no es igual al de Berlín; el bombardeo de Dresde y Hamburgo, más mortíferos, no ostentan el nivel de un crimen, como sí lo tienen el de Varsovia y Rótterdam; es más, la dictadura comunista de Europa Oriental no equivale a la ocupación nazi. ¿Por qué? Por el simple hecho de que cada bala disparada por un Tommy, un G.I. Joe o un Iván contra un pecho alemán aumentaba las esperanzas y evitaba la extinción de pueblos enteros, ‘condenados a muerte’,(3) bien Israel, bien Polonia, bien Yugoslavia…

Aunque ya lo he citado en otra ocasión, mi postura la resume esta frase del mariscal británico Lord Slim:
‘Si alguna vez un Ejército hubo peleado por una causa justa, nosotros [los Aliados] lo hicimos. No ambicionábamos el país de nadie; no deseábamos imponer ninguna forma de gobierno sobre ninguna nación. Nosotros peleamos por lo puro, lo decente, las cosas libres de la vida; por el derecho de vivir nuestras vidas a nuestra propia manera, y para que otros pudieran vivirla conforme a la suya; para adorar a Dios en la fe que deseemos; para ser libres en cuerpo y mente; y para que nuestros hijos y sus hijos sean libres.’
Se puede afirmar incluso que los Aliados lucharon no sólo por la liberación de los países de Europa de Alemania, sino por la liberación de Alemania de sí misma, como lo expresó el entonces cardenal Ratzinger en las playas de Normandía el 6 de junio de 2004:
‘Agradecemos la liberación que tuvo lugar [de parte de los Aliados]. Y no nada más las naciones que sufrieron la ocupación de tropas alemanas y fueron así liberadas del terror nazi. También nosotros, alemanes, agradecemos que por esta acción nos fueron restauradas la libertad, la ley y la justicia. Si bien no la hay en ningún otro caso en la Historia, sí es claramente en el de la invasión Aliada: una guerra justa funcionó a favor del mismo pueblo contra el que se peleó’.(4)

Cualquier persona que piense que el totalitarismo perfecto es preferible a la democracia mediocre, que un dictador carismático es preferible a un parlamento corrupto, que Polonia aún existiría de haber triunfado el proyecto por el que Hitler desató la II Guerra Mundial, es un imbécil que no merece sino lástima. Un imbécil que puede permitirse el lujo de pensar en ello porque tiene la fortuna de vivir bajo un régimen que protege su integridad física y su libertad de expresión, de culto y de asociación, porque vive en paz y su vida no está amenazada por motivos de religión u origen…
‘¡Que nunca más se repita en ningún rincón de la tierra lo que experimentaron los hombres y mujeres que lloramos desde hace sesenta [hoy setenta] años!’(5).


G. G. Jolly

(1) Williamson Murray y Allan R. Millet, La guerra que había que ganar, Barcelona, Crítica, 2002. p. 9.
(2) Juan Pablo II, ‘Discurso en el LX aniversario de la liberación de Auschwitz Birkenau’, Roma, 27 de enero de 2005.
(3) Juan Pablo II, Memoria e Identidad, México, Planeta, 2005. p. 109.
(4) Joseph cardenal Ratzinger, ‘En pos de la libertad. Contra la Razón enfermiza y la religión abusada. Discurso en el LX aniversario del desembarco aliado en Normandía’, Normandía, 6 de junio de 2004.
(5) Juan Pablo II, ‘Discurso en el LX aniversario de la liberación de Auschwitz Birkenau’, Roma, 27 de enero de 2005.