viernes, agosto 31, 2012

‘Resurrección’ (fragmento) de Javier Sicilia

A +Carlo Maria cardenal Martini, SJ, in memoriam.
G. G. Jolly



Porque tú estás aquí,
y nunca, Mi Señor, jamás te has ido;
porque estás siempre en Ti
y en Tu amor no hay olvido,
ni distancia, ni tiempo dividido;
porque en tres, siempre en tres,
se cifra Tu presencia y tu misterio
y no hay noche o revés
que destruya el imperio
con que grabas al mundo Tu cauterio,
alégrense en el cielo
el coro de ángeles y jerarquías
y descórrase el velo
de las sombras vacías,
del secreto y las vastas geometrías;

alégrense la tierra,
el corazón del grillo entre los huertos
y la noche que encierra
los mudos desconciertos,
alégrense los huesos y los muertos;


alégrense los árboles,
el incendio del verde en las colinas,
las terribles catástrofes
del mar en las neblinas,
el hierro de la luz en las salinas
nocturnas y distantes en la noche;

alégrense las fábricas,
la sirena en la niebla de los puertos,
el chirriar de las máquinas,
los sonidos más yertos
de engranes y poleas, los desiertos
de la herrumbe y el óxido;


alégrense la Iglesia, los edictos
papales y sus códigos,
la sed de los convictos,
la ley y sus desnudos veredictos;


alégrense el Nirvana,
la noble sinagoga y el salmista,
la salmodia que emana
de la blanca mezquita,
el mantram del hindú y del budista;
el tótem del pielroja,
la enjoyada liturgia del Oriente,
la Biblia y cada hoja
del salterio, Occidente,
sus Iglesias que guardan el luciente
legado de los siglos
en las húmedas bóvedas del templo;
los monstruos, los vestigios,
los santos y su ejemplo
y la cantera-luz del antetemplo
donde aguardan aquellos
que no se sienten dignos; sí, alégrense
descórranse los sellos
y enciéndanse los trébedes
del alma y en silencio celébrense
las bodas del amor
con lo Divino.

“Di más, amada mía.”


Alégrense el dolor
y la oscura agonía
del enfermo, la sed y la apatía,
la epilepsia y su fárrago,
el cáncer obediente a su miseria;
alégrense el escándalo
febril de la difteria
y el constante morir de la materia;

alégrense en Ti mismo
la muerte de mi padre y lo creado,
el humilde ostracismo de morir, lo increado;
alégrense en Tu amor transfigurado
los vientres y la entraña,
la vida que florece a cada instante;
el monte, la campaña,
el grito de la amante
y su desnudo cuerpo ya llameante,
porque Tú estás aquí
y ésta es la noche más oscura, la primera;
es la noche que en Ti
nunca tuvo frontera
y estaba desde siempre y en Ti era;


la noche en que creaste,
del gozo de mirarte, cada cosa,
y en Ti mismo Te amaste,
oh luz más misteriosa,
desierta soledad más luminosa;
la noche en que vaciaste
Tu Ser y el cielo, oh Dios, quedó vacío;
la noche en que encarnaste
Tu Amor, Amante mío,
la de la espera, el goce, el desafío;

la noche en que se junta
Tu Divina Presencia con la tierra
y a solas nos pregunta,
nos desnuda, nos hierra,
nos abandona en vilo y nos aferra;


es la noche del paso,
del dolor y el silencio más agudo,
la noche en que el fracaso
entró en la luz desnudo,
la noche en que la muerte ya no pudo
beber de su misterio
soterrado, de su boca de abismo,
de su negro cauterio;
la noche en que Tú mismo
venciste de la sombra su mutismo;


es la noche en que a espaldas
de los hombres, inerme ante lo oscuro,
en la roca que escaldas,
en la fosa y el muro
donde el gusano roe y no hay conjuro
que nos salve el pellejo;
la noche de la espera desolada
do el terrible cortejo
del olvido y de la nada
acecha con su jeta desdentada,
iluminaste todo
con una tenue llama imperceptible,
con ese dulce modo
de Tu amor invisible
que destruye la muerte y lo imposible.


Así, en secreto, a oscuras,
en esa eterna noche sin pasado,
enciendes mis venturas,
la luz en el brocado
confuso de la muerte y del pecado,
y redimiendo así
la noche en su tiniebla, los esputos,
la inscripción baladí
del oro y los abruptos
festejos del dolor y sus tributos
donde se inciensa el humo
de los grandes, el fuego macilento
de los cerdos, el grumo
de las putas y el lento
renacer del demonio y su excremento;
sí, redimiendo todo:
las nupcias del padrote y la ramera,
los insultos y el lodo
de la usura, la espera
del coyote en su negra madriguera;
las guerras, las prisiones,
la industria del banquero y del político,
las negras delaciones,
el lugar honorífico
del juez, el policía, el reo, el cínico;
redimiendo lo oscuro,
mi boca que profiere maldiciones,
mis blasfemias, mi apuro,
mis mudas turbaciones,
mis secretos, mis odios, mis traiciones;
la boca gangrenada
del que miente a la turba y a sí mismo,
el honor de la espada,
la cloaca, el hondo abismo
del fraude, la tortura, el fanatismo;
los exilios, las bombas,
su progenie maldita y radioactiva,
el rencor y sus trombas,
el mal y su deriva,
el mercado sin alma y su diatriba;
la muerte de mi padre,
la muerte de mis muertos, nuestros muertos,
el dolor de mi madre,
los sepulcros abiertos,
los huesos que tan secos están yertos;
sí, redimiendo la
oscura persistencia de mis vicios,
mis cosas, mi sofá,
mi pluma, mis oficios,
mi pobre pequeñez, mis sacrificios;
sí, redimiendo con
esa tenue luz imperceptible
que elevas como don
de Tu amor invisible,
la noche y sus demonios, la terrible
presencia de lo absurdo
y el miedo de no ser ante el vacío;
sí, redimiendo el burdo
temor de nuestro hastío
y el sabor del pecado y su extravío,
devuelves esta noche
a los cielos la tierra que extraviamos,
y en Tu cuerpo el derroche
de Tu amor que allanamos
nos eleva y al fin en Ti llameamos,
oh frescura nocturna
en la que el pobre más pobre se hizo aurora,
oh resurrecta urna
donde al fin todo mora,
oh íntima plegaria, inmensa hora.

Javier Sicilia


Dona, Jesu pie, servo tuo requiem.

jueves, agosto 02, 2012

‘Adriano’ de Indro Montanelli

Para H.


‘Sing to me of that odorous green eve when crouching by the marge

You heard from Adrian's gilded barge the laughter of Antinous
And lapped the stream and fed your drouth and watched with hot and hungry stare
The ivory body of that rare young slave with his pomegranate mouth!
‘The Sphinx’, Oscar Wilde

‘Nos cuesta, lo confesamos, admitir que un episodio tan fausto como el advenimiento al trono del más grande emperador de la Antigüedad, se debiera a una coincidencia fútil y más bien sucia como el adulterio. Y, sin embargo, Dión Casio da por cierto que fue elegido Adriano para ocupar el puesto de Trajano, muerto sin designar herederos, por un título solo: el de amante de la mujer de éste, Plotina.

A los “se dice” hay que darles crédito hasta cierto punto, especialmente en cuestión de cuernos. Pero no cabe duda de que al menos una mano se la echó Plotina a Adriano para coronarle. Eran tía y sobrino, pero no consanguíneos, y, por otra parte, el parentesco, en Roma, no había jamás impedido ningún amor. Trajano y Adriano eran paisanos, pues habían nacido en la misma ciudad, Itálica. Y el segundo, que se llamaba Adriano porque su familia procedía de Adria y que era veinticuatro años más joven que su primo, amigo de la familia y tutor, fue llevado a Roma llamado por éste, que lo estudiaba todo con fervor: matemáticas, música, medicina, filosofía, literatura, escultura, geometría, y aprendía pronto. Trajano le dio por esposa a su sobrina Julia Sabina. Fue un matrimonio respetable y frío, del que no nacieron ni amor ni hijos. Sabina, esculturalmente hermosa pero carente de sex-appeal, se lamentaba en voz baja de que su marido tuviese más tiempo para sus caballos y sus perros que para ella. Adriano se la llevaba consigo en sus viajes, la colmaba de atenciones, despidió a su propio secretario, Suetonio, porque un día habló de ella con poco respeto, pero de noche dormía solo.

Tenía cuarenta años apenas cuando subió al trono y su primera medida fue acabar rápidamente con las pendencias militares dejadas por Trajano. Había sido siempre contrario a las empresas bélicas de su tutor, por lo que al ocupar su puesto se apresuró a retirar los ejércitos de Persia y Armenia, con gran disgusto de sus comandantes, que creían que una estrategia puramente defensiva conduciría a la muerte del Imperio o al final de la carrera, de las medallas y de las “dietas” parra ellos. No se ha sabido jamás con exactitud cómo fue que cuatro de aquellos comandantes, los más valerosos y de más autoridad, fuesen eliminados poco después sin proceso. A la sazón, Adriano se hallaba en el Danubio en busca de una solución definitiva con los dacios que descartara ulteriores conflictos. Volvió precipitadamente a Roma. El Senado asumió todas las responsabilidades de las eliminaciones, diciendo que los generales se habían mancillado conspirando contra el Estado. Mas nadie creyó en la inocencia de Adriano, que se la compró distribuyendo a los ciudadanos mil millones de sestercios, liberándoles de sus deudas al fisco y divirtiéndoles durante semanas enteras con magníficos espectáculos en el Circo.
Estos comienzos hicieron temer a muchos romanos un retorno neroniano. Y los recelos parecían justificados por el hecho de que Adriano, como Nerón, cantaba, pintaba y componía versos. Pero después se vio que en estas ambiciones artísticas no había nada patológico. Adriano se entregaba a ellas sólo a ratos perdidos, para descansar de sus trabajos de escrupuloso y habilísimo administrador. Era un hombre guapo, alto, elegante, de pelo rizado y barba rubia que todos los romanos quisieron imitar, ignorando tal vez que él se la había dejado crecer sólo para ocultar unas desagradables manchas azuladas que tenía en las mejillas. Mas no era fácil entender su carácter complejo y contradictorio. Habitualmente se mostraba amable y de buen humor, pero a veces se comportó con una rudeza rayana en la crueldad. En privado se mostraba escéptico, mofándose de los dioses y oráculos. Pero cuando ejercía sus funciones de Pontífice Máximo, ¡ay de quien daba señales de irreverencia! Personalmente no se sabe en qué creía.

Tal vez los astros, pues de vez en cuando hacía horóscopos y estaba lleno de supersticiones sobre los eclipses y las mareas. Pero como consideraba a la religión como puntal de la sociedad, no permitía ofensas públicas a aquélla, y personalmente trazó el proyecto del Templo de Venus en Roma, tras haber hecho matar a Apolodoro que había contestado a su invitación con una negativa despreciativa.

Intelectualmente, propendía al estoicismo y era admirador de Epicteto, a quien había estudiado con atención. Pero en la práctica no se esforzó en aplicar sus preceptos. Tomó el placer dondequiera lo encontró según un gusto refinado, pero sin avergonzarse ni sentir remordimientos. Se enamoraba indistintamente de guapos chicos y de guapas muchachas, pero ni unos ni otras le hicieron perder la cabeza. Le gustaba comer bien, pero detestaba los banquetes; y a las orgías prefería cenas con algunas personas selectas que, más que beber, supiesen conversar. Incluso instituyó una universidad para procurárselas, llamando para enseñarlas a los más sabios profesores de la época, especialmente griegos. Éstos y sus discípulos eran sus huéspedes habituales. En las discusiones era buen jugador: aceptaba el debate y la crítica. Es más, en una ocasión reprochó a Favorino, un intelectual galo, que le diese la razón demasiado a menudo. “Pero un hombre que basa sus argumentos sobre treinta legiones en armas tiene siempre razón”, respondió ingeniosamente el joven filósofo. El emperador volvió a contar la historia en el Senado, divirtiéndole y divirtiéndose.

Su rasgo más extraordinario fue no considerarse “necesario”; por el contrario, hacía todo lo posible para no serlo y no ser confundido con el consabido “hombre providencial”, como creen y aspiran a ser considerados todos los monarcas absolutos. Se esforzó constantemente en poner en marcha una organización burocrática a la que bastase la supervisión del Senado para cumplir su cometido. Tenía la vocación del orden y trató de instaurarlo simplificando las leyes que se habían acumulado en un caos inextricable. En esta obra, que confió a Juliano, fue precursor de Justiniano.

A esa racional división del trabajo, que permitía al aparato estatal cierta mecánica de funcionamiento, tendía también Adriano por razones egoístas: porque tenía la pasión de los viajes y quería emprenderlos sin la preocupación de que todo, durante su ausencia, se fuese al traste. En efecto, los realizó larguísimos, que duraron hasta cinco años, para conocer de cerca el Imperio desde todos los ángulos. ¿Escrúpulos del deber? ¿Curiosidad? Un poco de cada cosa. Cuatro años después de la coronación partió para una cuidadosa inspección de la Galia. Viajaba como un particular cualquiera, con un séquito compuesto casi exclusivamente de técnicos. Gobernadores y generales le veían presentarse ante ellos de improviso, y tenían que someterse a sus indagaciones acerca de la administración. Adriano ordenaba construir un nuevo puente o una nueva carretera, concedía un ascenso o decretaba una destitución, y si se terciaba, tomaba el mando de una legión, él, el hombre de la paz, para delimitar con una batalla alguna frontera imprecisa. Al frente de la infantería, recorría a pie hasta cuarenta kilómetros diarios y no se perdió jamás una escaramuza.

De la Galia pasó a Germania, donde reorganizó las guarniciones, estudió a fondo las costumbres de los indígenas, cuya fuerza virgen admiró con preocupación, descendió el Rin en una embarcación, zarpó hacia Britania y ordenó la construcción de aquella especie de Línea Marginot que fue la famosa Empalizada. Después volvió a la Galia y pasó a España. En Tarragona fue agredido por un esclavo. Como era fuerte, le desarmó y lo entregó a los médicos, que le declararon loco. Adriano aceptó este alibí y le indultó. Bajó hasta África a la cabeza de un par de legiones, sofocó una revuelta de moros y continuó hacia Asia Menor.



En Roma estaban un poco inquietos por las manías peripatéticas de aquel emperador que nunca volvía. Y comenzaron los chismorreos malignos cuando se supo que había embarcado en una nave que remontaba el Nilo con un nuevo huésped llamado Antinoo, de ojos aterciopelados y pelo rizado.


Parecía un destino, desde César en adelante: en cuanto arribaban a Egipto, los jerarcas romanos tropezaban con alguna desgracia sentimental. De qué naturaleza era, para Adriano, la encargada de Antinoo, no se sabe. Sabina, que acompañaba al emperador, no protestó, al parecer, de la presencia del muchacho. Sea como fuere, no se ha esclarecido nunca por qué murió, ahogado en el río, según parece. Para Adriano fue un golpe terrible. Lloró —dice Sparciano— como una mujerzuela, le hizo erigir un templo en honor del pobre difunto, y en torno al templo hizo construir una ciudad, Antinópolis, que adquirió importancia en la época de Bizancio. Según una leyenda, tal vez posterior a los acontecimientos, Antinoo se mató porque había sabido por los oráculos que los planes de su protector solamente se realizarían si él moría. Ciertamente, desapareciendo, aquel muchacho le hizo un favor: el de dejar la sucesión al trono abierta a un monarca de las aptitudes de Antonino. De haber vivido, tal vez Roma le habría tenido que aguantar de emperador.


El hombre que volvió a Roma después de aquella desdicha no era ya el brillante, alegre y jovial soberano que había partido de ella. Adriano se había vuelto un poco misántropo y, así como antes abandonaba la mesa de trabajo con alivio, feliz de poderse tomar un poco de descanso y sabiendo muy bien cómo utilizarlo, ahora parecía tener miedo de aquellas horas vacías y las llenaba escribiendo. Una gramática, algunas poesías y una autobiografía fueron el fruto de su soledad. Pero lo que más ocupado le tenía eran los planes de reconstrucción. Adriano tenía la enfermedad de la piedra, acompañada de fantasía y de gusto. Rehízo el Panteón, que edificó Agripa y el fuego destruyó, según el estilo griego, que él prefería al romano. Y no cabe duda que se trata del monumento mejor conservado de la Antigüedad. Cuando el Papa Urbano VII desmanteló el techo del pórtico, sacó bronces para construir más de cien cañones y el baldaquín que todavía figura en el altar mayor de San Pedro.


Otra obra maestra de su arquitectura fue la villa a cuyo alrededor nació Tívoli. Había de todo: templos, hipódromo, bibliotecas y museos, donde durante dos mil años han ido a saquear ejércitos de todo el mundo y siempre se ha encontrado algo. Pero apenas se hubo instalado en ella, una dolencia comenzó a consumirle. Su cuerpo se hinchaba y tenía abundantes hemorragias nasales. Sintiéndose próximo al fin, Adriano llamó y adoptó como hijo, para prepararlo a la sucesión, a su amigo Lucio Vero, que falleció poco después.

La elección de Adriano recayó entonces en Antonino, a quien, reteniendo para sí el título de Augusto, confirió el de César, que a partir de entonces fue adoptado por todos los presuntos herederos al trono.Enlace

Sus sufrimientos eran tan intensos que ya no aspiraba más que a la tumba. Se la hizo construir al otro lado del Tíber con un puente ex profeso, el puente Elio, para llegar a ella: que es ese gran mausoleo que hoy se llama Castel Sant-Angelo. Un día, cuando el edificio ya estaba terminado, el filósofo estoico Eufrates fue a pedirle el permiso de suicidarse. El emperador se lo dio, discutió con él la inutilidad de la vida y cuando Eufrates hubo bebido la cicuta, pidióla él también para seguir su ejemplo, pero nadie quiso dársela. Se lo ordenó a su médico y éste, para no desobedecerle, se mató. Rogó a un criado que le proporcionase una espada o un puñal, mas el criado huyó.

“He aquí un hombre —exclamó desesperado— que tiene poder parra hacer morir a quienquiera, salvo a sí mismo”.

Finalmente, a los sesenta y dos años, después de veintiuno de reinado, cerró los ojos. Pocos días antes había compuesto un pequeño poema sobre el recuerdo del tiempo ido, que constituye tal vez la más exquisita obra maestra de la lírica latina: Animula vagula, blandula, hospes comesque corporis...
Enlace
Con él murió no tan sólo un gran emperador, sino también uno de los hombres más complejos, inquietantes y cautivadores de la Historia de todos los tiempos y acaso el más moderno entre los del mundo antiguo. Como Nerva, se despidió de Roma haciéndole el más insigne de los favores: el de designar el sucesor más calificado para que no le echan de menos.’

Tomado de: Indro Montanelli, Historia de Roma, trad. Domingo Pruna, México, De Bolsillo, 2005. pp. 369-375.

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