lunes, junio 25, 2007

Los valores de la posmodernidad

Minimalismo visual, el arte posmoderno por excelencia.

Tanto en mis escritos de este blog como en otros y en mi conversación usual, tiendo a ser altamente crítico, hostil incluso, a la posmodernidad y sus males: el relativismo, el narcisismo, la indiferencia absoluta, la desesperanza y el vacío perpetuo. Sin embargo, tras cierto periodo de reflexión e introspección, me he dado cuenta de que la posmodernidad ya está allí, y que yo nací en ella, formo parte de ella. Soy un ente esencialmente posmoderno, y muchas de mis ideas, creencias, gustos y aficiones lo confirman (el tema o leitmotiv de este blog, que se escucha al fondo, es la música minimalista del posmoderno Philip Glass).

Por otra parte, el cristiano de hoy debe alzarse como los profetas de Israel (en palabras del jesuita Sergio Cobo), como hombres de su tiempo, es decir, como hombres posmodernos; y con un afán de denuncia y de proposición desde el testimonio. A esto añado lo que hube oído del teólogo Raúl Cervera, SJ, con el que tomé un taller sobre teología de la liberación. Él afirma que la segunda y actual fase de esta corriente teológica tiene como premisa principal la de la inculturación, el diálogo recíproco entre las distintas culturas, para mayor conocimiento mutuo y para poder emprender, así, una verdadera acción de transformación social. Joseph Ratzinger, por su parte, dice: ‘la fe, para poder subsistir, tiene que inculturizarse en la moderna cultura tecnológica y racional [posmoderna]’.(1) Ambos teólogos están de acuerdo en la misma necesidad: la evangelización para, por y desde la perspectiva de la posmodernidad.

Así, me surgió la idea de plasmar los valores que indudablemente tiene la posmodernidad, que bien, sin saberlo, tienen raíces cristianas, o que incluso pueden impregnar de manera positiva al mismo cristianismo y ayudarle en su propia evolución interna. Partiendo de los criticados ‘antivalores’ de la posmodernidad para obtener verdaderos valores, fundamentales para la consecución de un mundo más justo, expongo lo que tiene que ofrecer de bueno el mundo que nos ha tocado vivir en el siglo XXI.

-Desesperanza causada por la decepción con los sueños y las utopías, los fracasos históricos del movimiento juvenil-estudiantil de 1968 y del experimento del socialismo, principalmente, así como los aberrantes excesos de la tecnología y las ideas en el siglo XX: las guerras mundiales, las armas nucleares, la Shoah… sin olvidarnos de la decepción generalizada con los sistemas democráticos liberales, cuyo tedio y lentitud para el cambio ha llenado a sociedades enteras de apatía. La consecuencia positiva de la desesperanza es la desconfianza en los radicalismos y las revoluciones. La generación del 68, en palabras de Sergio Cobo, SJ, es una generación mesiánica, de redentores, dueños de las soluciones. Las generaciones posmodernas, en cambio, desconfían de aquellos redentores con soluciones únicas y radicales, lo cual las hace realistas, críticas y más aptas para abordar los problemas desde distintas perspectivas, con metas más modestas, realizables.

-Indiferencia. Dentro de la segunda revolución individualista (v. Gilles Lipovetsky, La era del vacío), ese ensimismamiento en lo propio, la indiferencia hacia lo complejo, el rechazo al compromiso y la incredulidad ante las verdades absolutas, contiene algo muy necesario hoy día: una vacuna contra los fanatismos y fundamentalismos.

-Narcisismo. El vacío y la soledad del individualismo devenido en narcisismo ha traído un renacimiento del valor de la amistad y del espíritu comunitario, un retorno al sano individualismo de la Ilustración, que erige a cada persona como sujeto autónomo e inteligente, con propia conciencia y responsabilidad. Esto, a su vez, además de estar en perfecta sintonía con la concepción judeo-cristiana de libre albedrío y responsabilidad, previene contra la instauración de estructuras autoritarias y promueve el liderazgo horizontal, consensuado.

-Relativismo. La renuncia al concepto de Verdad es la castración de la razón humana, al menos en ciertos campos, como la filosofía, la ética o la teología. Sin embargo, ‘se define también positivamente partiendo de los conceptos de la tolerancia, del conocimiento a través del diálogo y de la libertad […] y aparece así como el fundamento filosófico de la democracia’.(2) En el terreno de la política del día a día, ‘esta concepción tiene buena parte de razón. No existe una única opción política que sea la correcta’.(3) De esta manera, en las acciones concretas que exige la fe, se incorporan medios indispensables (y muy cristianos) como el pluralismo, la diversidad, la tolerancia, el espíritu crítico y la sospecha ante el fanatismo (la absolutización sin más de una sola verdad).

-Vacío. Toda la serie de estructuras posmodernas que llevan al vacío, como el narcisismo, el hedonismo y el aislamiento, acarrean, tras funestas consecuencias, muchos valiosos cuestionamientos y subsiguientes búsquedas. Ya el tratar de encontrar el propio camino en la vida es un bien en sí mismo, pero, además, está la búsqueda de sentido de la vida, con sus grandes preguntas, que, tarde o temprano, abren la puerta hacia la trascendencia. Si el camino es completo, llevará, en último término, a tomar conciencia y salir al encuentro del otro, donde convergen, verdaderamente, el sentido de la vida, la trascendencia y la construcción de un mundo mejor.

G. G. Jolly

(1) Joseph Cardenal Ratzinger, Fe, Verdad y Tolerancia. El cristianismo y las religiones del mundo, Salamanca, Sígueme, 2005. p. 54.
(2) Ibid., Id. p. 105.
(3) Ibid., Id. p. 105. Ver también, en este mismo blog: Aryeh Neier, ‘Por qué somos liberales’, I, II y III; o en Letras Libres 91, julio 2006. pp. 30-33.

jueves, junio 21, 2007

‘Amor al mundo’ de Jesús Silva-Herzog Márquez

‘En una carta a Karl Jaspers, Hannah Arendt le revelaba el título que quería signarle a su libro de teoría política. Quiero que se titule Amor Mundi. Extraña designación para una reflexión sobre el fundamento de los gobiernos, el poder y las leyes. Finalmente el título de su obra fue otro: La condición humana. Desafortunado cambio. Aquel título reflejaba con mayor claridad el proyecto del libro y de toda la obra de la filósofa: intento de reconciliación con el mundo. Reconciliación a través de la comprensión, del juicio y de la acción. El sábado pasado se cumplieron cien años del nacimiento de Arendt. Tiene sentido apartarse del ruido y las urgencias que nos atrapan para hablar de sus ideas y de su vida. Como ella misma decía al introducir sus estampas sobre hombres “en tiempos de oscuridad”, aun en los momentos más sombríos, “tenemos el derecho de esperar cierta iluminación”. Esa claridad no suele venir de teorías ni conceptos sino de una “luz incierta, titilante y a menudo débil” que proyectan algunos hombres y mujeres.

Hannah Arendt nació el 14 de octubre de 1906 en el seno de una familia judía bien integrada a la vida alemana. Creció en Königsberg, la ciudad de Kant, y estudió en Marburgo, la universidad de Martin Heidegger. Investigó teología, literatura griega antigua y filosofía bajo el tutelaje de Heidegger, con quien tuvo un largo romance. A pesar de su origen, se sintió mucho más atraída intelectualmente por la teología cristiana que por el judaísmo. Escribió su tesis doctoral sobre el concepto de amor en San Agustín. Fechó su nacimiento intelectual el 27 de febrero de 1933, el día que ardió el Reichstag. El fuego del parlamento que catapultó a Hitler al poder, simbolizaba la carbonización de las libertades y el disenso. Entonces Arendt dijo: “Me siento responsable”. Sentía la responsabilidad de dar respuesta a un régimen abominable que marcaría el siglo. Deber de hacerse cargo del tiempo en el que vivimos. Responsabilidad de comprender el totalitarismo y su antídoto: la política.

A los veintitantos años fue arrestada en Alemania por actividades contrarias al régimen. Logró huir, primero a Francia, y después se instaló en Estados Unidos, donde desarrolló una destacada y polémica carrera intelectual. Hannah Arendt empezó a escribir Los orígenes del totalitarismo en 1945, poco después de la derrota del nazismo y lo terminó seis años después. El libro se convertiría en una pieza central de la reflexión filosófica del siglo XX. Sus críticos han podido exhibir el exceso de sus generalizaciones o la debilidad de su sustento fáctico, pero no han podido desmontar el genio de su percepción. El totalitarismo del siglo XX no fue una tiranía semejante a las pasadas. Se trata de un fenómeno del todo nuevo donde todo parece es posible —bajo la condición de que todo sea destruido antes—.

Nazismo y comunismo, dos gemelos a ojos de Arendt, eran una verdad histórica que iba más allá del imperio de un partido único y el terror. Artefactos ideológicos que transformaban una misión histórica en un imperativo de un gobierno despiadado capaz de borrar cualquier separación entre lo privado y lo público. El gobierno dejaba de ser constricción externa para convertirse en un dispositivo de dominación que aterroriza desde dentro a sus súbditos. Todas las categorías tradicionales se desmoronan bajo un régimen que desarme el sentido común (el juicio moral) de los ciudadanos.

Lo notable de la construcción teórica de Arendt es que, frente a la monstruosa voracidad del totalitarismo que todo lo estatiza, no se refugia en la defensa de lo privado o lo antipolítico. Por el contrario, reivindica como nadie lo ha hecho el valor de la política. Lejos de distanciarse de ese ámbito, era necesario recuperarlo, reocuparlo. Es que no veía en la política una prolongación de la guerra, ni el nido de burócratas o apoderados. La política era para ella un tesoro de la cultura que permitía que los hombres se encontraran a sí mismos, que fueran plenamente humanos. Sólo en el espacio común de la política, el hombre podía encontrar su existencia auténtica. No se es hombre en el aislamiento de lo privado, en el eco rutinario de lo mercantil. La ciudadanía, por ello, no podría ser episodio ocasional de votante, sino experiencia cotidiana de quien ejerce la libertad con otros.

Aquella obra que debió titularse Amor mundi sostiene precisamente la necesidad de vivificar el espacio público y encontrar los modos de actuar en concierto. No busca refugio en el ámbito de lo privado sino en la plaza, en los lugares de la deliberación y el encuentro. Frente al determinismo histórico y la inercia fabril, ofrece la ruta de la imaginación y la creatividad. “Lo esencial del hombre —escribió— consiste en su talento para realizar milagros”, es decir, “en su capacidad de iniciar, de realizar lo improbable”. El conformismo es negación de la libertad. Hannah Arendt abandera de este modo una noción de la libertad que poco tiene que ver con el sentido usual del término en nuestros días. Más que librarse de los fastidios exteriores, ser libre es comprometerse con el mundo. La suya es una visión republicana, densamente política de la libertad. En su cuarto, aislado, el hombre no puede ser libre. Lo es si entra a la ciudad y actúa en ella. Arendt reivindicaba la libertad de los antiguos, la libertad en la ciudad, con otros.

La política debía apartarse de la condena maquiavélica que la ata a la violencia, a la fuerza, al engaño. El poder, más que la imposición de una voluntad aplastando otra, debía entenderse como la capacidad de actuar en concierto. La política de los hombres no reside en los ejércitos que intimidan sino en las palabras que convencen.’

Jesús Silva-Herzog Márquez