miércoles, septiembre 01, 2010

Sobre el matrimonio civil (réplica a D. I. R. M.)

Albert Anker, Un matrimonio civil en la Suiza del XIX, 1887.


Querido Diego:

Tu respuesta a mi entrada anterior acerca del ‘matrimonio’ entre personas del mismo sexo no sólo me llenó de honra —te agradezco que consideres lo que escribo como digno de ser comentado—, sino que me obligó, siguiendo la mejor tradición dialéctica, a distanciarme de mis propias ideas, criticarlas, reconsiderarlas, pulirlas y echarlas nuevamente al ruedo. Sirva este post para devolver el cumplido y detonar, si es el caso, una nueva discusión. Aprovecho también para responder a Enrique y Juan Manuel, quienes se unieron después al debate.

En efecto, yo sostengo que no debería de existir el matrimonio civil, y una de las justificaciones que encuentro para ello es que el Estado no puede, legítimamente, inmiscuirse en las relaciones interpersonales de la población, tanto menos cuanto más íntimas sean éstas. Me queda claro que, al menos en teoría, el Estado mexicano no regula ni la sexualidad ni mucho menos los sentimientos de las personas —¡faltaba más, en estas tierras de derecho positivo!—. En la práctica, sin embargo, no estaría tan seguro, pues, si bien el adulterio no es sancionado, la bigamia o poligamia oficiales son ilegales; de la misma manera, las relaciones sexuales que no son mutuamente consensuadas o con menores de 16 años están penadas —sobra decir que no estoy en desacuerdo con esta regulación, ya que afecta de forma directa a la integridad física y psíquica de los involucrados—. Es decir, que, en aras de salvaguardar las relaciones de justicia entre las personas, el Estado sí regula, en algunos casos, las relaciones interpersonales, incluso íntimas, sentimentales y sexuales.

Esto me lleva al corazón del problema: si esta justicia que debe existir en las relaciones interpersonales, tanto en el ámbito moral —fidelidad, responsabilidad, paternidad, educación, etc.— como en el social —propiedad, dependencia económica, seguridad social, etc.—, debe de ser la base de un contrato legal avalado y respaldado por la autoridad del Estado. Sigo creyendo que no.

Las relaciones comerciales no son equiparables a las relaciones afectivas e íntimas; difieren en objeto, fin y principios. Los contratos comerciales o laborales parten de un interés económico o material común, que se distribuye según previo acuerdo de los interesados. En un país civilizado —entre los que, precisamente en este punto, no figura México—, la única condición y garantía para entablar un negocio es la protección legal que el Estado provee, no la buena voluntad, la confianza o la amistad entre las partes. Me limito a obviar que no es ése el caso de las amistades, los vínculos familiares o conyugales. Las obligaciones propias de las relaciones interpersonales, las cuales son, ante todo, morales, atañen a otro tipo de justicia, no a la que pueda ejercer el Estado. Un matrimonio no puede reducirse a ser un mero contrato oficial en el que un par de sujetos iteresados se comprometen a llevar una vida juntos en tales y cuales circunstancias, porque, en ese caso, ¿quién y por qué habrá de decidir los criterios morales de dicho contrato? ¿Acaso el Estado juzgará sobre los votos matrimoniales, si se fue fiel o no —y creo que todos estuvimos de acuerdo en quitarle al Estado la atribución de penar el adulterio—, y sancionará la falta de compromiso en la adversidad, la pobreza y la enfermedad?

Por el contrario, los ‘derechos’ emanados de una relación conyugal oficialmente reconocida por un contrato, como son la propiedad, la herencia o la seguridad social, son equiparables o están cercanos a las relaciones estrictamente comerciales, por lo que podría, aquí sí, admitir una gestión estatal. Sin embargo, como ya dije, me parece que son cuestiones secundarias y no necesariamente propias de un matrimonio o sociedad de convivencia —no es éste el momento para pronunciarme en contra de la seguridad social directamente proporcionada por el Estado—.

Como ves, suscribo la distinción que hace Juan Manuel entre lo ético y lo legal —que presupone lo ético, pero no lo crea—. De este modo, me parece que no es atribución del Estado estipular y mucho menos juzgar o sancionar los criterios morales por los que la gente decida regirse en su vida privada —incluida la misma definición de un matrimonio, entre personas de uno u otro sexo—, al mismo tiempo que los derechos de propiedad, herencia o seguridad social entre los ciudadanos no pertenecen, necesariamente, a la esfera en cuestión, la de la vida íntima, afectiva y sexual.

Un abrazo de vuelta, con mi admiración y agradecimiento,




G. G. Jolly