domingo, febrero 27, 2011

La nueva historia de Francisco (I)

A todos mis queridos compañeros peregrinos

La mochila



El Espíritu sopla donde quiere.

Asís.

Peregrinos y campanas.

Campanas y peregrinos, como setecientos años atrás.

El turista penetró en la ciudad por una puerta de la muralla y subió, por los empinados callejones góticos. La plaza de las basílicas, una larga calle estrecha, la plaza comunal, un poco de cuesta, otra calle estrecha, una bajada escalonada. Santa Clara, otra puerta en la muralla, otro callejón angosto. Había pasado por delante de un cine sin darse cuenta de que, antes, fuera una iglesia.

Compró un borriquillo de barro cocido en la feria cercana a la plaza mayor. Las aldeanas iban tocadas con pañuelos de vivos colores y regateaban las mercancías. Ellos eran chaparros, un tanto adustos y asentaban bien sus pies en el suelo, como limpia raza de mercaderes algo montañeses. A menudo pasaban grupos de frailes, frailes por todas partes. Un viejo cura con bastón, teja de telarañas, sotana apolillada y pañuelo de hierbas, gesticulaba y se reía con los labradores.

Él, era sólo un turista en tierra de peregrinos.

Bajó hasta San Damián y se hizo amigo de los frailes. Fray Pacífico, fray Junípero, fray León, fray Maseo; nombres, también, de setecientos años atrás.

—Yo me llamo Cesco. Completo: Francesco Bernardone.

Sí, sí, se llamaba Gian-Francesco Bernardote y en casa le llamaban Cesco. No, no era de por allí. Habíha venido por curiosidad, para conocer el país del que tan a menudo le hablaba su abuelo italiano. Allí se proponía descansar y estudiar.

—Te llamas como San Francisco.

—Pues no lo conozco. No sé quién es.

El pobre de Asís, nuestro padre fundador, el caballero de dama Pobreza. Siglo XIII, la guerra con Perugia, las pinturas del Giotto. Las basílicas, Spoletto, el sepulcro. Santa Clara, el belén de Greccio, Alvernia y los estigmas. Los juglares, la predicación de los pájaros, el hermano lobo. Las alondras, las palomas, el cántico al sol.

Los frailes se quitaban la palabra de la boca. Cesco sólo entendió que, antaño, alguien importante te llamó como él y que le invitaban a cenar.

Bajo una noble bóveda de aristas, el refectorio olía a sombra y a garbanzos recocidos. Largas mesas y largos bancos de madera desgastada, un ramo de flores allí donde un día se sentara Santa Clara, mugre, platos despostillados, sopa hirviente y ligera.

Rezaron brevemente y se sentaron a la mesa. Se escaldó con la sopa. Todos callaban mientras un fraile leía la Biblia; continuaron callados mientras leían algo con frecuentes alusiones a ‘nuestro padre San Francisco’. Un fraile joven le miraba y le sonreía cada vez que salía este nombre. Daba la impresión de que los frailes no escuchaban mucho y prestaban más atención a la sopa; cuando él no había tomado aún las primeras cucharadas, los demás habían ya terminado. Esperaban pacientemente que acabase. Cuando se disponía a cargar la pipa, se levantaron y rezaron unos salmos más largos que los del principio.

Salieron al jardincillo. Aquellos frailes eran como niños y reían por cualquier cosa.

—Te llamas como San Francisco. No te queda más remedio que hacerte fraile.

Olor a garbanzos recocidos y sopa hirviente para el resto de su vida.

O quién sabe si algo más.

San Francisco. Los conventos, los cultivos, la ciudad, los pájaros y hasta el viento estaban llenos de aquel nombre. Quiso saber quién era aquel Francisco y leyó montones y montones de libros.


Fuentes, bibliografía, categorías metodológicas. Condicionamientos geográficos de la personalidad de Umbría, juego de relieves y depresiones, módulos hidrográficos, vocación de los suelos; estructuras económicas de la Asís del XIII, conflictos latentes entre economías complementarias, la doble función de la estructura, circulación y población; estructuración histórico-dialéctica, grupos de presión, el feudalismo decadente, la nueva presión burguesa, mercados extranjeros, condiciones agrícolas y económicas de intercambio, los niveles sociales. Esto no explicaba casi nada. Categorías filosóficas y teológicas de la época, humanismo medieval, las escuelas, el prenominalismo, los universales, hipóstasis y físis, presencia eucarístico-sacrificial, Inocencio III, la investidura, la espiritualidad, los cátaros, albigenses, pobres de Lyón, fraticelli, incibatatti, el carisma. Esto explicaba muy poco. El sol y la lluvia, los atardeceres, los olivos, los viñedos y los cipreses. Celano, la leyenda de los tres compañeros, las fioretti, el billete a fray León, el cántico al sol, Santa Clara. Esto no lo explicaba todo.


Tomó la mochila.

Había estudiado las estructuras del XIII y no le bastó; había entrado en la cultura del XIII y no le bastó; había sentido el espíritu del XIII y de la franciscanada y no le bastó. Se había maravillado con las inefables Florecillas de San Francisco y no le bastó. Éste es el paso más difícil: llegar hasta las Florecillas y no quedarse en ellas complacido y embelesado, sin más. Tomar la mochila y caminar. En este paso el Hombre se lo juega todo: o lo da o se hunde. Porque los libros no son nada, incluso las Fioretti no son nada; nada es nada si no nos empuja a caminar. Sólo hacemos verdadera a la verdad cuando la caminamos y el Hombre es solamente Hombre cuando es capaz de ver qué andadura le exige la verdad, pequeña o grande, que encuentra; cuando no se detiene a calibrar, saborear y sentir la verdad que encuentra, sino que la carga sobre sus espaldas y camina con ella.

El turista es quien pasa sin carga ni dirección.

El caminante es quien ha tomado la mochila y busca.

El peregrino es quien, además de ir cargado y de buscar, sabe arrodillarse cuando es preciso.

Cesco ya no era un turista, pero no llegaba aún a peregrino.


San Damián, la Porciúncula, las Carceri, Fonte Colombo, las Celle, Gubbio, Alvernia, Greccio, Rieti, Perugia, Spoletto.

Había empezado.

Tomado de: J. M. Ballarin, Francesco, Salamanca, Sígueme, 1975. pp. 25-28.

lunes, febrero 14, 2011

Para el cristiano no hay mérito alguno: San Agustín

Suele suceder que, en ambientes píos o entre filósofos medianamente informados, se habla mucho de San Agustín (como de tantos otros) sin haberlo leído en profundidad y extensión, con lo cual se difunde una visión caricaturizada, edulcorada y apologética del obispo de Hipona que poco o nada tiene que ver con la realidad. Un ejemplo típico es que no fue el peor de los disolutos ni un depredador sexual; eso lo dicen quienes han oído mentar las Confessiones, mas nunca se han tomado el trabajo de leerlas con calma. Tampoco sostendría de suyo (quizá sólo por obediencia) muchas de las tesis del catolicismo actual ni mucho menos algunas de las doctrinas que se le atribuyen, como que nunca afirmó un primado jurídico de la sede romana, no sostenía una visión tan equilibrada entre fe y razón como Tomás de Aquino o Juan Pablo II, se opondría vehementemente a toda ética y espiritualidad de mérito y obras, fue siempre un pesimista antropológico y existencial, se reiría de todas las utopías religiosas y seculares, le extrañaría la división entre Iglesia y Estado y, sobre todo, negaría radicalmente la capacidad humana para hacer el bien: ante las terribles consecuencias del pecado original, el Hombre caído ha de ser rescatado y auxiliado por la gracia para creer, obrar y ser fiel, aun en contra de su voluntad (¡predestinación!). Me remito a incluir aquí una prueba, un pasaje de una obra relativamente poco conocida, que deja muy en claro cómo la voluntad humana, para ser en verdad libre, no debe sino reconocerse inútil (por iniciativa de la gracia) y permitir que la gracia misma actúe sobre ella, sin ninguna clase de mérito suyo.

José de Ribera, Santo eremita, c. 1650.

‘Supongamos un Hombre que nada busca y vive conforme a su vida vieja en una seguridad engañosa. No piensa que haya nada después de esta vida, que algún día se ha de acabar. Es negligente y desidioso. Tiene el corazón embotado por los atractivos del mundo y adormecido con deleites mortíferos. Para que ese tal sea excitado a buscar la gracia de Dios, para que se haga solícito y despierte de su sueño, ¿no tiene que despertarle la mano de Dios? Sin embargo, él ignora quién es el que le despierta. Mas comienza ya a ser de Dios, cuando empieza a reconocer la verdad de la fe. Ya antes de conocerla se duele de su error; se reconoce en error, quiere conocer la verdad: llama a donde puede, tantea lo que puede, vaga por donde puede, y también padece hambre de la misma verdad. Luego la primera tentación es la de error y hambre. Cuando, fatigado en esta tentación clama a Dios, es conducido al camino de la fe, desde donde empieza a caminar hacia la ciudad del reposo: es, pues, conducido a Cristo que dijo: “Yo soy el camino”.

Supongamos que ya está en el camino y que sabe lo que debe observar. Con frecuencia se atribuye poderes que no tiene, y presume de fuerzas. Comienza a querer combatir los pecados y a ser vencido por la soberbia. Se encuentra atado por las dificultades que le presentan sus propias apetencias; ve que no puede andar su camino a causa de las trabas. Se siente amarrado a la dificultad de los vicios, y se encoge como si se levantara un muro de dificultades ante él. Ve cerradas las puertas, y no halla por dónde pasar a vivir bien. Ya sabe cómo vivir. Si antes estaba en error y padecía hambre de verdad, ya recibió el manjar de la verdad y ya está en el camino. Escúchame, vive bien según lo que sabes, vive en conformidad con lo que sabes. Antes no sabías cómo tenías que vivir. Pero lo has recibido y ya lo sabes. El desgraciado se esfuerza y no lo logra. Se siente atado y clama al Señor. La segunda tentación es, pues, la dificultad en el bien obrar, como la primera era la del error y la del hambre. También en esa tentación el Hombre clama al Señor, y el Señor le libra de las dificultades; rompe los lazos de la dificultad, y le coloca en el camino de obrar la equidad. Comienza a serle fácil lo que antes se le hacía difícil, a abstenerse del mal, a no adulterar, ni hurtar, ni cometer sacrilegio, ni padecer lo ajeno. Ya es facilidad lo que otrora fuera dificultad. El Señor pudo facilitarlo. Claro que si esto lo hubiésemos obtenido sin dificultad, no reconoceríamos al dador de este bien. Si ya al principio, con sólo querer, el pecador pudiera, y no sintiera contra sí las apetencias renitentes, ni el alma chocase trabada con sus ataduras, atribuiría a propias fuerzas lo que siente que puede, y no “confesará al Señor sus misericordias”.

Tras estas dos tentaciones, la primera de error y de falta de verdad, y la segunda de dificultad en el bien obrar, asalta al Hombre la tercera. Hablo al que ya ha pasado por las dos primeras. Os prevengo que esas dos tentaciones las conocen muchos, ¿Quién ignora que ha venido de la ignorancia a la verdad, del error al camino, del nombre de sabiduría a la palabra de la fe? También luchan muchos atados con las dificultades de sus vicios, y atados aún por la costumbre viven como encerrados y trabados. Reconocen esta tentación, aunque ya digan, si acaso lo dicen: “Hombre infeliz de mí, ¿quién me liberará del cuerpo de esta muerte?”. Mira las ataduras estrechísimas: “La carne”, dice, “apetece contra el espíritu y el espíritu contra la carne, para que aquellas cosas que no queréis, eso hagáis”. Hay quien ha recibido ayuda en su espíritu para no desear ser adúltero, y para no serlo de hecho, para no desear ser ladrón, y para no serlo, y lo mismo en los demás órdenes que los Hombres quisieran superar, y muchas veces se sienten abatidos y derrotados ante ellos. De este modo se ven en la precisión de clamar a Dios, y los saca de sus apuros y los liberta, y así confiesan a Dios sus misericordias. Quien sea tal, y haya vencido tales dificultades, y viva ya entre los Hombres, sin queja de malas costumbres, va a parar en la tercer atentación. Esa tentación es una suerte de tedio en la peregrinación de esta vida. A veces llega hasta el punto de que ni le deleita el leer ni el orar, y resulta que la tercera tentación es opuesta a la primera. Ahora peligras de hastío, como antes peligrabas por hambre. Y ¿de dónde proviene ese estado, sino de un principio de languidez del alma? Ya no te deleita el adulterio, pero tampoco te deleita la palabra de Dios. Ha pasado el peligro de la ignorancia y de la concupiscencia. Estás contento de haberte evadido de esos dos peligros; ¡cuida ahora de que no te arruinen la acedia y el hastío! No es ésta una leve tentación. Reconócete dentro de ella y clama al Señor, para que también aquí te libre de tus necesidades, y cuando hayas sido librado “le confieses sus misericordias”

Si ya te deleita la palabra de Dios, no te lo arrogues como obra tuya, ni te infles por ello con orgullo. Al sentirse ávido de manjar, no te engrías contra aquellos que peligran en el hastío.’

San Agustín, Enarrationes in Psalmos, CVI, 4ss.


miércoles, febrero 02, 2011

La caída en el Edén (II)

Ya en una entrada anterior, habíamos explorado la naturaleza del pecado original, en el bellísimo y tragiquísimo prólogo de la película Anticristo (2010) de Lars von Trier. Añado, ahora, la lamentación que sobre ello hace San Anselmo de Aosta, OSB, Arzobispo de Canterbury y Doctor de la Iglesia:

Domenichino, Adán y Eva, s. XVII

‘¡Oh, mísera suerte del Hombre cuando perdió aquello para lo que fue creado! ¡Oh, duro y funesto suceso aquél! ¡Ay! ¿Qué perdió y qué encontró? ¿De qué se le privó y qué le ha quedado? Perdió la felicidad para la que fue hecho, y encontró la miseria para la que no fue hecho. Perdió aquello sin lo cual nadie es feliz, y le quedó aquello por lo cual no se es sino mísero. Entonces comía el Hombre el pan de los ángeles, del que ahora está hambriento; ahora come el pan de los dolores, que entonces desconocía. ¡Ay, público luto de los Hombres! ¡Universal llanto de los hijos de Adán! Éste nadaba en la abundancia, nosotros suspiramos hambrientos. Él era rico, nosotros mendigamos. Él era feliz y se extravió míseramente; nosotros carecemos infelizmente y miserablemente deseamos, y ¡ay! en el vacío permanecemos. ¿Por qué él, que pudo hacerlo con facilidad, no nos guardó de aquello de lo que tan lamentablemente carecemos? ¿Por qué nos privó de la luz y nos llevó a las tinieblas? ¿Para qué nos quitó la vida y nos causó la muerte? ¡Desgraciados! ¡De dónde hemos sido arrojados, en dónde enterrados! De la patria al exilio; de la visión de Dios a nuestra ceguera; de la alegría de la inmortalidad a la amargura y el dolor de la muerte. ¡Miserable mutación de tan gran bien a tan gran mal! Grave daño, grave dolor, grave todo.

Mas, ¡ay, mísero de mí, uno entre los demás míseros hijos de Eva alejados de Dios! ¿Qué intenté? ¿Qué hice? ¿A dónde iba? ¿A dónde llegué? ¿A qué aspiraba? ¿Por qué suspiro? Buscaba el bien, y ¡he aquí la turbación! Iba hacia Dios y caí sobre mí mismo. Buscaba el descanso en mi soledad y encontré en mi intimidad la tribulación y el dolor. Quería reír por el gozo de mi mente y me vi obligado a gemir por el gemido de mi corazón. Esperaba la alegría y he aquí que se agolpan los suspiros.

Y Tú, ¿hasta cuándo, Señor, nos olvidarás? ¿Hasta cuándo desviarás tu faz de nosotros? ¿Cuándo nos mirarás y nos escucharás? ¿Cuándo iluminarás nuestros ojos y nos mostrarás tu rostro? ¿Cuándo nos volverás a Ti? Míranos, Señor, escúchanos, ilumínanos, muéstrate a nosotros. Vuélvete a nosotros para que tengamos el bien sin el cual tan mal estamos. Ten piedad de nuestros trabajos y esfuerzos para alcanzarte; nada valemos sin Ti. Tú nos llamas, ayúdanos. Te lo ruego. Señor: mi corazón está amargado en su desolación; endúlzale con tu consuelo. Hambriento comencé a buscarte; te suplico, Señor, que no acabe ayuno de Ti; famélico me dirigí a Ti; que no vuelva insatisfecho. Pobre, acudí al rico; mísero, al misericordioso; haz que no regrese vacío y despreciado. Y si antes de que pueda comer, suspiro, dame algún alimento que comer después de los suspiros. Señor, estoy encorvado, no puedo mirar sino hacia abajo; enderézame para que pueda dirigirme hacia arriba. Mis iniquidades se han alzado sobre mi cabeza, me rodean y me abruman como una pesada carga. Líbrame, descárgame de ellas; que su abismo no apriete su boca sobre mí. Permíteme ver tu luz desde lejos o desde lo profundo. Enséñame a buscarte, y muéstrate al que te busca, porque no puedo buscarte si no me enseñas, ni encontrarte si no te muestras. Te buscaré amándote, te amaré encontrándote.

Te confieso, Señor, y te doy las gracias porque creaste en mí tu imagen, para que me acuerde de Ti, te piense, te ame. Pero de tal modo está borrada por el contacto con los vicios, de tal modo oscurecida por el humo de los pecados, que no puede hacer aquello para lo que fue hecha, si Tú no la renuevas y reformas. No intento, Señor, llegar a tu altura, porque de ningún modo puedo comparar con ella mi entendimiento, pero deseo entender de alguna manera tu verdad que cree y ama mi corazón. Y no busco entender para creer, sino creo para entender. Y también creo esto; que si no creyera, no entendería.’