viernes, noviembre 16, 2007

‘Carta no enviada a Pedro Arrupe’ de José Ignacio González-Faus, SJ

Estas letras no las vas a leer tú ya, aunque son las más gra­tas que te escribo. Antaño nos carteamos algunas veces, unas por asuntos ‘oficiales’, otras incluso con nuestros pequeños ‘piques’: mis pequeñas protestas encendidas (y todavía juveniles) o tus pequeñas y pacientes advertencias (que me de­jaban más desarmado que otra cosa). Esto era necesario men­cionarlo ahora para que no parezca que mi carta alaba un mito jamás conocido de cerca.

En estos momentos acabo de salir de tu habitación de enf­ermo, que ya se me ha hecho familiar. Concluye esta Con­gregación General XXXIII y era preciso hacerte la última visi­ta, antes de regresar a casa mañana. Al final te he repetido, casi gritando para que la emoción no me ahogase la voz: ‘Gracias por lo mucho que usted ha hecho por la Compañía, y pida a Dios que no se lo estropeemos entre todos’. Tú me has repetido lo que me acababas de decir y me habías dicho varias veces durante estos días, que son unas de las pocas palabras que se te entienden: ‘Yo, aquí... callar. Abandonarme en Dios’. La emo­ción, que a veces es buena consejera, me ha hecho pensar que estas palabras te definían, y de ahí he pasado a recordar, a generalizar y a concluir que, en realidad, hay tres palabras tu­yas que te definen. Aquí van.

Servicio de la fe y promoción de la justicia

Siempre serás el General de lo que nosotros llamamos ‘el Decreto Cuarto’. A pesar de que venías de Oriente y te creí­amos menos preparado para nuestros problemas, supiste abrir oídos y corazón a la realidad, con esa sabiduría que precisamente un oriental ha definido mejor que nadie: ‘El pan, para mí, es un problema material; pero el pan, para el próji­mo, es un problema espiritual’. Ahí está todo el meollo de nuestro ‘Decreto Cuarto’; y tú comprendiste también que esa sabiduría, cien por cien evangélica, contradice a toda la sabiduría de nuestro primer mundo, que prácticamente sue­na así: el pan, para nosotros, es un problema espiritual, por­que para algo somos ‘la civilización cristiana’; mientras que el pan, para los demás... ése es un problema material y, por eso, menos importante, porque ‘no sólo de pan vive el hombre…’.

Total que, como tú ya profetizabas, te ganaste enemigos. Volvió a oírse la clásica acusación de ‘marxista’ de parte de quienes no pensaron que con ella no te herían a ti, sino que herían de muerte al cristianismo, al despojarle de aquello que ‘da vida’ a la fe. Porque, en este tema del ‘Decreto Cuarto’, sólo se trata en realidad de estas dos cosas:
  1. Que de la fe —si es verdadera— brota necesariamente la búsqueda de la justicia. Tanto del acto de fe, que es ac­to de salida de sí, como del contenido de la fe, que sólo tiene signos visibles, para ser anunciado hoy, en esos pequeños sacramentos de la dignidad del hombre que son las obras de justicia.

  2. Que desde la justicia —si es verdadera— podrá el hom­bre abrirse a la fe, porque sólo desde la lucha por la justicia brotan hoy en el mundo del bienestar las pre­guntas a las que la fe responde. Y sólo en la lucha por la justicia se libera el hombre de ese pecado primor­dial que consiste en ‘cautivar la verdad de Dios en la in­justicia’ (Rom I,18).

El Provincial es usted…

Así se lo he oído a varios provinciales, algunos de ellos de zonas bien difíciles. Después de hablar contigo, de oírte y ser oídos sin necesariamente coincidir plenamente en los puntos de vista, tú terminabas diciendo: ‘Pero el Provincial del lugar es usted. Usted decida...’. Si comprendieras la jerga que hoy ha­blamos en España, te diría que has sido el General ‘de las au­tonomías’. Pero a ti te sonará más este otro lenguaje: has re­sucitado aquella manera de gobernar de San Ignacio que todos alaban como tan descentralizada y tan potenciadora de las instancias intermedias. Has sido, sin duda alguna, infusor de vida.

Algunos dijeron, por ello, que no tenías autoridad. Tal vez eran esos mismos para quienes ‘autoridad’ sólo coincide con ‘centralización’, y ‘unidad’ sólo coincide con ‘uniformi­dad’. Aludiendo a esto, tú dijiste alguna vez: ‘No quiero go­bernar una Compañía que sea un campo de concentración’, o, al menos, eso cuenta nuestra Formgeschichte jesuítica. ¿Para qué sirve el bien en un campo de concentración, cuando el propio Dios ha preferido respetar ‘nuestra autonomía’ de hombres hasta el fondo, aun cuando tantísimas cosas de las que hace­mos no sean de su gusto? ¡Cuántas veces defendías en públi­co a quien tú mismo habías corregido en privado! Y también por eso, a todos los que creen que hay que gobernar ‘con cas­tigos ejemplares’ les parecía que te faltaba autoridad. Pero no era así. O, en todo caso, te faltaría tal vez esa autoridad que nuestro lenguaje ascético llamaba ‘mundana’; pero no te fal­to la autoridad evangélica: la que realmente ‘se ha dado la vuelta’ y se ejerce convertida verdaderamente en servicio, y no sólo calificando nominalmente de servicio lo que no es sino dominio. Que esto Último ya lo había criticado Jesús (Lc XXII,25-26).

Yo, aquí… callar. Abandonarme en Dios

Estos días te lo he oído tantas veces que me parecía que ya lo dices sin darte cuenta. Te sale como un tic, un reflejo de tu sistema nervioso, herido y mal controlado por tu enferme­dad. Nadie, ni tú mismo, sabrás nunca cuánto me has ense­ñado con ello. Pero déjame recordarte que hoy, en esta entre­vista quizá última, he sentido cierta rebeldía interior y te he dicho, bromeando: ‘¡Qué va! Usted se lo va a ir contando todo al enfermero, que es el único que le entiende plenamente. Y ya verá có­mo él lo anota todo y yo lo convierto en un libro…’. No sé si me entendías, pero te reías diciendo algo así como: ‘¡Uy, uy…! Yo, callar’. Y los dos sabemos que será así. Que le vas a dar a Dios lo más humano que puede sentir un hombre: su legíti­mo deseo de dar su versión de los hechos. Y que, para darle eso a Dios, hay que creer mucho en Él, realmente; hay que es­tar muy seguro de que Dios es Alguien muy vivo y que no va a fallar: ‘Abandonarme en Dios’.

Y la paz que ahora irradian tus ojos parece confirmar que Dios no te ha fallado. Y, a lo mejor, hasta se vale de mi poca fe y de mi escasa pureza de corazón, que se resiste a callar como tú, para reivindicarte un poquito. Que Él suele escoger lo dé­bil de este mundo…
Adiós, pues, p. Arrupe. Y gracias, una última vez.

Tomado de: José Ignacio Gonzélz-Faus, SJ, ‘Carta no enviada a Pedro Arrupe’, en Norberto Alcover, SJ [ed.], Pedro Arrupe. Memoria siempre viva, Bilbao, Mensajero, 2001. pp. 161-164.

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