sábado, marzo 26, 2016

‘Chivo expiatorio y Trinidad’ de Hans-Urs von Balthasar


                       Andrea Mantegna, Lamentación sobre Cristo muerto, c. 1480-90.

¿Por qué este proceso, con un desenlace fatal para el condenado, que ocurrió hace casi dos mil años, no ha dejado tranquila a la Humanidad hasta hoy? ¿No se han producido otros innumerables simulacros de proceso, igualmente espectaculares, incluso en nuestros días, y precisamente en ellos, cuya injusticia manifiesta debería también sublevarnos y preocuparnos permanentemente, como el viejísimo proceso en el tiempo de la Pascua en Jerusalén? Sin embargo, todo el horror de los campos de exterminio y del archipiélago Gulag —a juzgar por la marea de libros y discusiones sobre Jesús, siempre muy alta, e incluso cada vez más en aumento— preocupan menos a la Humanidad que la ejecución de este único Inocente, del que la Biblia dice que Dios mismos tomó partido por él visiblemente —con su resurrección de los muertos— y ratificó que tenía razón.

¿Habrá sido, por tanto, claramente —y esto está en discusión— el único, grande y definitivo chivo expiatorio de la Humanidad, que cargó sobre él todas sus culpas y que quitó este pecado como el Cordero de Dios? Así lo afirma un etnólogo actual, René Girard, cuyos libros, en los últimos años, han tenido un gran éxito en América, Francia y ahora también en Alemania. Según él, toda cultura humana se habría construido desde el principio sobre el mecanismo del chivo expiatorio, es decir, sobre el astuto descubrimiento de los Hombres de que pueden superar sus agresiones mutuas, y lograr una paz al menos temporal, concentrando estas agresiones en un chivo expiatorio, elegido de algún modo al azar, y destinándolo a ser víctima, con la que se reconciliarían con una divinidad supuestamente encolerizada. Pero esta ira divina, según Girard, no sería otra cosa que la hostilidad mutua entre los Hombres. Y si este mecanismo, después de un tiempo de relativa pacificación, hay que repetirlo una y otra vez, para que la Historia universal pueda avanzar más o menos provechosamente, con el rechazo general de Jesús por los paganos, los judíos y también los cristianos habría alcanzado su cima absoluta: los pecados de todos, cargados sobre Jesús, habrían sido tomados y quitados por él realmente, de tal modo que, el que cree en esto, puede vivir en paz desde ahora con su hermano.

Las ideas de Girard son interesantes; actualizan de una manera nueva el proceso de Jesús. Pero hay que hacerle también esta pregunta: ¿por qué precisamente este asesinato, después de tantos otros, debe ser el acontecimiento definitivo de la Historia universal, el comienzo de la escatología? Si los Hombres han arrojado sus culpas sobre múltiples chivos expiatorios inocentes, ¿por qué este único portador de los pecados ha producido un giro tan radical para todo el mundo?

La respuesta es sencilla para el creyente: lo decisivo aquí no fue que nosotros descargáramos gustosamente nuestras culpas una vez más sobre alguien. Naturalmente, nadie tiene la culpa de la condena: Pilato se lava las manos y se declara inocente; los judíos se escudan detrás de su Ley, que les exige condenar a un blasfemo: obran como Hombres piadosos y temerosos de Dios; el mismo Judas se arrepiente de su acción, devuelve el dinero de la sangre y, como no quieren aceptárselo, se lo arroja a los sumos sacerdotes. Nadie tiene la culpa. Pero precisamente porque todos quieren lavarse las manos, son declarados por Dios como también culpables de la muerte de este Justo. No es lo que los Hombres hacen lo que, en último término, tiene importancia.

Sino que hay aquí uno que está dispuesto, y también lo puede, a cargar sobre sí los pecados de los Hombres. Esto no lo ha podido ninguno de los otros chivos expiatorios. Y para asumir esa responsabilidad, según la concepción del Nuevo Testamento, el Hijo de Dios se hizo Hombre. Para vivir de cara a la ‘hora’ que le espera al final de su existencia; para el terrible bautismo con el que tiene que ser bautizado, como él dice; para la hora que no sólo le esposa externamente y lo lleva ante los tribunales, no sólo desgarra su cuerpo con azotes y le clava en el madero, sino que penetra en su alma, su espíritu, su relación más íntima con Dios, su Padre, y lo llena todo con la soledad y el espanto mortal de estar abandonado, como con una sustancia de veneno mortal, completamente extraña para él, hostil, que le impide cualquier acceso a la fuente de lo que él vive.

En el horror de estas tinieblas, de esta pérdida de Dios, se pronuncian en el Monte de los Olivos estás palabras: ‘Padre mío, si es posible, que pase y se aleje de mí este cáliz’. El cáliz del que se habla aquí es bien conocido en el Antiguo Testamento: es el vaso lleno de la ira y la cólera de Dios, que tiene que ser vaciado por los pecadores hasta las heces y con el que muchas veces se amenaza, o se le obliga a tomarlo a la infiel Jerusalén o también a los pueblos enemigos, como Babilonia. Con el mismo horror de esta oscuridad en el alma se profiere en la cruz el grito, la pregunta de por qué Dios ha abandonado al torturado. El que grita sólo sabe que está abandonado; el por qué no puede saberlo en plena oscuridad. No puede saberlo en absoluto, porque la sola idea de que pudiera ser un sufrir vicariamente las tinieblas de los otros sería ya un resplandor, un momento de lucidez. Pero tal cosa no se concede ahora, ya que se trata, absolutamente en serio, de purificar la relación entre Dios y el mundo culpable.

El que padece la noche es el Inocente por excelencia; ningún otro podría soportarla eficazmente en sustitución vicaria. ¿Qué Hombre normal o extraordinario tendría en sí mismo precisamente un espacio tan grande, como para dar cabida a todas las culpas del mundo? Tal espacio sólo puede tenerlo en sí uno que, en una distancia divina, esté cara a cara con el Padre eterno, o sea, el Hijo que, también como Hombre, es Dios.

Es esto un misterio insondable, porque existe de hecho una diferencia infinita entre el seno engendrador de Dios Padre y el fruto engendrado, el Hijo, aunque los dos, en el Espíritu Santo, son un único Dios. Muchos teólogos dicen hoy con razón: esta diferencia se hace completamente clara precisamente en la cruz; precisamente en ella se manifiesta plenamente el misterio de la Trinidad divina. La distancia es tan grande —porque en Dios todo es infinito—, que toda la alienación y el pecado del mundo tiene sitio en ella, que el Hijo puede asumirlos en su relación con el Padre, sin que el mutuo amor eterno entre el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo sufra daños por eso, o se modifique. El pecado se consume en cierto modo en el fuego de este amor, porque Dios, dice la Escritura, es un fuego devorador, que no tolera en sí nada impuro, sino que lo abrasa.

Jesús, el crucificado, padece en nuestro lugar nuestra lejanía y oscuridad interna de Dios, y esto tanto más dolorosamente, cuanto menos ha tenido él la culpa de ella. Para él, como ya se ha dicho, no tiene nada de familiar, sino que es lo extraño, lo lleno de horror por excelencia. Sí, sufre algo más profundo que lo que un Hombre normal, aunque fuera condenado por Dios; puede sufrir, porque sólo el Hijo, el que se hizo Hombre, sabe quién es en verdad el Padre y lo que significa tener que estar privado de Él, haberle perdido aparentemente para siempre. No tiene sentido llamarle infierno a este sufrimiento, porque en Jesús no existe ningún odio a Dios; sólo un dolor más profundo y más intemporal que el que podría soportar un Hombre normal en la vida o después de la muerte.

Tampoco se puede decir de ninguna manera que Dios Padre ‘castiga’ en lugar nuestro al Hijo doliente. No se trata de castigo, porque la obra que aquí se lleva a cabo entre el Padre y el Hijo bajo la acción del Espíritu Santo es amor puro, purísimo y, por eso, también obra de la voluntad más pura, por parte del Hijo lo mismo que por la del Padre y del Espíritu. El amor de Dios es tan rico, que puede asumir también esta forma de oscuridad, por amor a nuestro mundo oscuro.

Y nosotros, ¿qué podemos hacer? ‘Al llegar el mediodía, toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde’. Como si el cosmos sintiera lo que aquí acontece de decisivo, como si participara en el oscurecimiento del alma de Cristo. Nosotros no necesitamos oscurecernos; somos ya bastante extraños y oscuros. Basta que en el mundo oscuro que nos rodea nos mantengamos en la fe y hagamos que para nosotros sea verdad que toda la luz interior, toda la alegría y seguridad interior, toda la confianza en la vida se debe a la oscuridad del Gólgota, y que nunca olvidemos dar gracias a Dios por esto.

En este agradecimiento, muy junto a él, debe expresarse también la súplica que podemos compartir, si Dios lo permite, una pequeñísima parte del sufrimiento de la cruz, de su miedo interno y su oscuridad, si eso puede contribuir a la reconciliación del mundo con Dios. Que es posible compartir la cruz con él nos lo dice el mismo Jesús, cuando nos invita a cargar diariamente con nuestra cruz. Y lo dice San Pablo, cuando afirma que sufre por él y los cristianos, completando en su carne los dolores de la cruz de Cristo. Debemos tener confianza cuando la vida nos resulta difícil y aparentemente sin salida. También estas tinieblas nuestras pueden ser incorporadas a la gran oscuridad de la redención, a través de la cual brilla la luz de Pascua. Y si alguna vez nos parece demasiado duro lo que se nos pide, si los dolores son insoportables y el destino que se nos exige nos parece verdaderamente absurdo, precisamente entonces estamos muy cerca del Hombre clavado en el Calvario, porque justamente esto lo pasó él antes por nosotros con una intensidad inimaginable. No podemos exigir entonces que en lo que se nos presente como absurdo se nos dé un sentido que nos tranquilice; sólo podemos perseverar hasta el final, silenciosos, como el crucificado, sin ver nada, frente al oscuro abismo de la muerte. Detrás de este abismo nos espera algo que ahora no podemos ver, y probablemente tampoco considerar verdadero: un abismo distinto de luz, en el que todo el sufrimiento del mundo queda albergado en el corazón siempre abierto de Dios. Entonces se nos permitirá meter, con el apóstol Tomás, nuestra mano en esa herida abierta —la herida en la que físicamente palpamos que el amor de Dios desborda todo sentido humano— para decirle rezando al igual que el discípulo: ‘Señor mío y Dios mío’.

Hans-Urs von Balthasar, ‘Viernes Santo’, en ‘Tú coronas el año con tu Gracia’, Madrid, Encuentro, 1997, pp. 73-77.

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